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La realidad, ese monstruo

Vía Festival de Cannes por 13 de mayo de 2016

Que si tú eres amarillo, que si yo azul, que si ya me gustaría a mí ser pastilla (o incluso blanco)... que si ya se conformaba el otro siendo simplemente rosa... Que a ver cómo vuelvo yo a Barcelona y le cuento a la gente normal (es decir, a todo aquel que no decida ir a uno de los peores pueblos del mundo a ver seis películas al día) que he hecho una hora de cola para ver una medio tragedia (?) medio comedia (?) turco-rumana (!) sobre la presión que ejerce la sociedad sobre el individuo a la hora de formar una familia. Que no, que no... de esto ni hablar del peluquín. Hablando de... ya falta menos para que Nicolas Cage llegue a la Croisette, ese lugar extraño, violento, decadente y grotesco, que hace como si fuera el mismísimo centro del universo, pero que en realidad no es más que un -maravilloso- planeta, marciano donde los haya, en un recóndito rincón del cuadrante exterior de una galaxia muy, muy lejana. En fin, que la vida es una mierda, que la cosa está muy mal y que la culpa de todo esto la tiene, como no, la puta crisis.

Para que luego no se acuse a Cannes de ser ajena al mundo real, hoy el programa ha venido presidido por el tema más candente de los últimos ocho (¿o eran veinte?) años. Encendemos el televisor, por aquello de olvidarnos de nuestra propia existencia, y los tímpanos nos chirrían con las alarmas y estridencias varias de un gurú de la economía con ínfulas de máster del universo (estaba escrito). El espacio está patrocinado por todos los bancos, agencias de calificación, fondos de inversión y demás enviados del Príncipe de las Tinieblas (Satanás, no Thierry Frémaux) a la tierra. En la parte inferior de la pantalla se suceden los datos más recientes concerniendo las subidas y bajadas de las bolsas más importantes del mundo; a la derecha se acumulan los comentarios de los cuñados de las redes sociales, y en el espacio restante, campa a sus anchas el iluminado de las pelotas, dándonos consejos de cómo usar y dónde poner nuestro dinero. No importa en qué estés pensando exactamente, pues seguramente habrás dado en el clavo. Hablamos tanto de cualquier canal temático como de 'Money Monster'.

El nuevo film dirigido por Jodie Foster es exactamente lo que promete su póster promocional. Un juguete caro, lujoso y en manos de alguien competente, pero a quien el asunto le viene un poco grande. Tampoco es cuestión de andarse con demasiadas exigencias. En efecto, el producto es lo que es. Lo sabe; lo sabemos y salirse de ahí es como si uno pide en LE Festival que le traten con un mínimo de respeto. Va a ser que no. Dicho de otra manera, puede que la película se atreva con temas tan complejos como necesarios, pero no por ello va a llegar al fondo de ellos. De hecho, se queda en la superficie (y gracias), pero tal como están las cosas (digámoslo de nuevo: la vida es una mierda), es de agradecer que el mainstream muestre, para variar, un mínimo de conciencia. Éste es uno de los principales atractivos de la propuesta, que es un ejercicio de género, pero que no por ello olvida el mundo en el que se produce. Seguramente porque, para bien o para mal, es una derivación directa de toda la basura que entra cada día en nuestro hogar.

Puede que la Foster no sea una súper-dotada detrás de las cámaras; puede que, ahora mismo, no pueda ir más allá que quedarse en la copia (hecha con bastante oficio, esto sí) del manual, pero es innegable que sus actos y decisiones obedecen a un conocimiento de causa que ya quisiéramos ver en otros directores supuestamente más consagrados. El caso es que 'Money Monster', entendido estrictamente como thriller, hace aguas en lo que a escritura se refiere. Por esa tan característica obsesión genérica por mantener la tensión, Foster se ve a menudo en callejones sin salida de los que logra escapar, sobre la campana, gracias a la inestimable ayuda que proporciona el saltarte tus propias normas cuando a ti más te conviene. ¿Que tenemos una situación peliaguda con un loco que amenaza con hacer explotar un edificio entero? Pues le desactivamos emocionalmente el tiempo que haga falta... hasta que todos los rehenes hayan abandonado la sala. Es un ejemplo, no necesariamente de la película, pero así es el tono. Por el contrario, si obviamos estos pequeños atentados a la credibilidad, nos queda ese glamour pseudo-salvaje de las estrellas (Clooney & Roberts, como peces en el agua) que, combinado con algún que otro apunte sobre la -falta de- moralidad en los medios de comunicación y los grandes poderes de la economía, hacen que el supuesto placer culpable se convierta, a ratos, en una muy entretenida montaña rusa capaz de conjugar, muy decentemente, el mensaje con el entretenimiento. Y en serio, no pidas más, que por lo visto, seguimos con las vacas flacas...

Lo cual nos recuerda que la Competición por la Palma de Oro ha hecho saltar a la palestra, a las primeras de cambio, a una de sus vacas más sagradas. Mr. Ken Loach vuelve del -falso- retiro con 'I, Daniel Blake', enésima paliza marca de la casa sobre cómo el sistema, que es muy perro, prostituye, en la más literal de las acepciones, los valores de la clase obrera. El gris de Newcastle (es decir, el color favorito del director) impregna la dramática odisea contencioso-administrativa de un anciano y honradísimo manitas que defenderá, a capa y bote de spray, su sagrado derecho a trabajar. A poder ser, dignamente. La gracia; el factor distintivo, está en el simpático y entrañable dibujo del protagonista, que bien podría ser el alter ego del propio Loach, ese viejo amigo educado en los valores de Clement Atlee... y traumatizado, ad eternum, por esas dos décadas ominosas de la Dama de Hierro. El tiempo pasa, decíamos ayer, solo que para algunos, no. La película que ahora nos ocupa, da buena fe de ello. Desde que el cineasta británico empezara con lo suyo, allá por el año 65, poco o nada ha cambiado en su discurso.

Más que lealtad o convicción, la cosa huele más a tozudez y, sobre todo, a nostalgia bastante rancia. Pero es que a ver... ¿qué vas a hacer? ¿Pedirle que se calle? Hay que ser muy monstruo para esto. Hay que ser muy de Margaret Thatcher, y esto, de mí, no se dirá. En esta encrucijada te ponen las películas de Ken Loach, en esa incomodidad de estar plenamente de acuerdo con las tesis... pero no con la formas, cuya simpleza desvirtúa casi por completo el discurso. Más allá del evidente tufo a panfleto, no puede acusarse jamás a la propuesta de malas intenciones, pero sí de desvincularse del mundo real (cosas de Cannes, ya sabes) para que al final, cuadren más las cuentas. Los laboristas son buenos y los tories malos. Malísimos. Pues sí, en cierta manera, mi subconsciente lo aprueba, pero el hemisferio más racional de mi cerebro me obliga a volver al planeta Tierra. Loach nunca ha tenido este problema, y la verdad es que hay que reconocer que, por lo menos, lo lleva con gracia. La clave está en la condescendencia; en saber que en el siglo XXI, especialmente, los cuentos de hadas también se tiñen de gris.

Y como la cosa ha degenerado en la fantasía a la que, tarde o temprano, nos acaba llevando Cannes, es de justicia seguir con la noticia más agradable de esta segunda jornada. Nos la hemos encontrado a primerísima hora de la mañana, a las 8:30, ese momento extraño, violento, grotesco y desconcertante en el que el sueño todavía no ha dado paso del todo a la realidad. Entre estas dos aguas se siente libre, bien lo sabemos, el genial Alain Guiraudie, quien con 'Rester vertical' firma la que seguramente sea su película más redonda, y ya es decir. En el corazón de la Francia rural (la del pastis como única e innegociable herramienta social), deambula un escritor que huye de la ciudad, de su editor y de la vida en general. Poco puede imaginarse (tanto él como nosotros mismos) que al girar la segunda esquina, y pasado el cuarto árbol, se va a cruzar con Marie, posible amor de su vida, quien va a compartir con él el milagro de la vida, y quien le presentará al atractivo Yoan, estrella del cine en potencia y aventurero australiano de -frustrada- profesión.

Hay más personajes (aunque tampoco tantos), y desde luego, hay muchísimas más situaciones, a cada cual más delirante (y por qué no decirlo, desternillante). La lógica es la misma que la de los sueños húmedos. Las inconfundibles pulsiones sexuales de chez Guiraudie se dan de la mano (y se morrean, y se penetran...) con la angustia que surge de la obligación (sugerida y auto-impuesta) de encontrar un lugar determinado en este mundo. Hay en 'Rester vertical' mucha provocación (tanto implícita como, faltaría más, explícita), pero sobre todo, esa híper-lúcida e hiriente voluntad de llegar, a través de la más onírica de las risas, hasta el alma del monstruo. El único, el verdadero: el lobo, os si se prefiere, la puta vida. Repitamos lo de Woody Allen: ''No es más que una comedia escrita por un sádico''. Pues bien, el tipo también resulta ser un cachondo. En todos los sentidos. De modo que ya se sabe, ¿qué es Cannes? Un frenesí. ¿Qué es Cannes? Una ilusión. Una sombra, una ficción. Que toda la vida es calentón. Y los calentones... Esto mismo.

Hasta aquí la oficial, pero como todavía estamos en el segundo día y, en consecuencia, sobrados en el contador energético, decido ir a quemar un poco las reservas en las secciones paralelas. Aunque la organización quiera demostrar a veces lo contrario, a Cannes se viene también a descubrir nuevos talentos; a ampliar el rango de alcance del radar cinéfilo. Pruebo suerte en Un Certain Regard, esa selección secundaria usada, al menos durante los últimos años, a modo de antesala a Berlinale Special, es decir, una especie de proto-cementerio de lujo para esos grandes nombres cuyos últimos trabajos, al parecer, no dan la talla para, ni siquiera, para optar a la Palma de Oro. A lo mejor esa ''cierta mirada'' empezaba a oler a rancio, y por esto el equipo de Thierry Frémaux se ha decidido a dar un cambio de rumbo en la línea de programación (si es que ésta existe) de la sección. En la rueda de prensa de presentación de la 69ª edición, se nos repitió, por activa y por pasiva, que en esta ocasión iban a abundar las óperas primas y las apuestas más arriesgadas y rompedoras. Bueno, vale... al final ahí se coló lo nuevo de Koreeda, pero porque esto es realmente ''especial'' (cito al director del certamen) y porque... ya se sabe, aquí no se renuncia así como así al glamour del pedigrí.

Mientras esperamos a Hirokazu, empezamos con una sesión doble que nos deja una de cal y otra de arena. ¿Qué era lo bueno y qué era lo malo? No se sabe, siguen habiendo -acaloradísimas- discusiones al respecto. Lo que sí está claro es con qué película nos quedamos, y cuál desechamos. Las sensaciones positivas (por así llamarlas) las deja 'Clash', segundo largometraje de Mohamed Diab, quien para la ocasión nos brinda un auténtico tour de force en la puesta en escena. La excusa y el contexto se mezclan a lo largo de cien intensos y asfixiantes minutos en los que la cámara nos encierra en un furgón policial, en pleno estallido, en el exterior, de la revuelta egipcia de 2013. Periodistas, partidarios del ejército y hermanos musulmanes se quedan juntos (y revueltos) en un blindadísimo y claustrofóbico espacio que evidencía que aquello que nos separa no tiene por qué medirse en unidades de distancia. A la hora de elegir entre el documento histórico y la atracción de género, el director opta claramente por lo segundo, lo cual para nada tiene por qué ser mala noticia, menos aún cuando la apuesta formal está tan bien aguantada; cuando se consigue trascender el caos de las calles de El Cairo para llegar, de forma tan contundente y convincente (a pesar de algún pequeño tropiezo que delata una gestión algo artificial de la tensión), a la universalidad de un estudio sobre esa tan oscura e inevitable tendencia humana hacia el conflicto más visceral. A su lado, la israelí 'Personal Affairs' se queda en nada, y poco merece que se hable de ella. No por cabreo (que un poco sí), sino más bien por falta de material con el que trabajar. Maha Haj se regodea durante hora y media en una tonta y antipática sucesión de escenas de matrimonio que tienen en común, aparte de la capacidad para irritar, los problemas de comunicación y la pérdida de racionalidad en lo que a asuntos amorosos se refiere. Más allá de la sobre-explotación de cuatro bromas híper-manidas, queda el engorro de la(s) historia(s) que, a falta de mejor deriva, se queda(n) irremediablemente estancada(s) en el enunciado de la premisa, recordándonos, de paso, que todo lo que Un Certain Regard no da, Un Certain Regard nos lo quita después.

Para sacarnos este sabor agridulce de la boca, nada mejor que una primera visita a la Semana de la Crítica, donde nos esperan, efectivamente, mejores sensaciones... aunque sin pasarse. Bajo el manto productor de Danis Tanovic, nos llega 'Albüm', suerte de perro verde fílmico, de nacionalidad conjunta tan extraña como lo es su propia naturaleza. A su director, Mehmet Can Mertoğlu, lo mismo le da detenerse en el proceso de fecundación de una vaca, como en un día cualquiera de plena actividad en un túnel de lavado de coches, como en una apasionante conversación sobre las quinielas futboleras más exóticas que se puedan imaginar. ¿Hay relación entre unas cosas y las otras? Aparte del tono decididamente extraterrestre en el retrato de cada una de ellas, está la voluntad de componer una especie de atípica postal que cumpla a la vez las funciones de radiografía. ¿De qué? De la sociedad turca moderna (¿por qué no?) y ya puestos, de algunas de sus neuras (ídem), que son más viejas -y comunes- que la tos. Volvemos al punto de inicio, a esa presión social, a ese miedo insoportable a quedarse calvo y descubrir que no has hecho nada con tu vida. Es angustioso, sí, y como con Puiu, si nos miramos la ecuación con la distancia suficiente, podemos estallar, quién sabe, en la más violenta de las carcajadas. Claro que sí, a reírse se ha dicho. Total, Mertoğlu lo hace de nosotros mismos, y de Cannes en general. Y la gracia que, de momento, nos hace.

Mañana, más

por Víctor Esquirol Molinas
@VctorEsquirol

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