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El tiempo que pasa

Vía El Séptimo Arte por 12 de mayo de 2016
Y aquí estoy una vez más, donde juré, ahora hará un año, que no volvería jamás. En el considerado (con bastante justicia) como el mejor festival del mundo. Entonces, ¿a qué viene esa mala cara? ¿Y esa actitud tan derrotista? ¿Y esos suspiros al ver el programa de películas que va a dictar nuestras constantes vitales a lo largo de las próximas dos semanas? Pues a lo de siempre. A que un año más (y ya van cinco... ¿o ya eran seis?), la organización ha tenido a bien condenarme a esa clase media-baja de la prensa, cuyo destino va inevitablemente ligado al de esas colas eternas (en el espacio y el tiempo), sólo superadas por ese insoportable suspense de no saber si todos esos esfuerzos, si todos esos sacrificios en educación, horas de sueño y, en definitiva, en salud mental, van a servir, al menos, para entrar a la próxima sesión. Esto es Cannes, ese monstruo tan atractivo, que no entiende por qué cojones tendría que tratarnos bien. ''¿Por qué voy a privarme del placer de escupirte en la cara si sé que, pase lo que pase, vas a volver el año que viene?'' Así. Es, con toda seguridad, el mejor certamen cinematográfico del mundo, sí, y lo levantan, año tras año, las grandes estrellas, los autores de prestigio, las fiestas ''gatsbianas'' y alguna que otra gran polémica de corte más o menos intelectual. Todo esto iluminado con el flash de las cámaras y resaltado por los -desagradables- gritos de los fotógrafos que se esconden detrás de ellas.

En resumen, una orgía del glamour a la que, por desgracia, algunos no estamos invitados. Peor aún, lo estamos, pero sólo a medias. A veces se deja mirar, pero desde luego, nunca se permite tocar. ''C'est la vie''; ''Désolé'', y todas esas falsedades que tiene uno que oír para, en teoría, no tener que sentirse tan mal consigo mismo; para que no queme tanto ese tan identitario desprecio que seguramente va a ir más allá del mero homenaje que se rinde en esta ocasión al ''Mépris'' de Godard. Atentos a los detalles, la imagen del póster de esta 69ª edición puede convertirse, si nos despistamos, en puro mantra. Depende de nosotros, porque claro, somos dueños de nuestro destino, y una vez más, porque así lo queremos, ahí estamos, en ese sitio al que tanto odianos... pero del que para nada en el mundo querríamos escapar. La Croisette, bendita condena. Al igual que los otros grandes eventos que marcan el año (desde las finales de las competiciones deportivas a ese concierto que con tantas ganas esperamos), su llamada es como aquel canto de sirena cuyo poder de atracción va de la mano con el peligro de muerte.

En fin, que hemos venido aquí a quemarnos, pero eso sí, con ese fuego que tanto nos gusta... y con esa actitud que hace del hábito un peligro en potencia. Estoy hablando siempre de lo mismo, en serio. Por ejemplo, no importa a cuántas finales y/o conciertos hayas asistido; cada vez que repites, debería ser algo especial, y sobre todo, nunca deberías convertirlo en el horror, cotidiano donde los haya, de fichar a la entrada y a la salida del trabajo. Sigo con Cannes, lo juro; con su apertura, 'Café Society', de Woody Allen. El genio de Nueva York llega a la cita con 80 primaveras en su contador personal... y con la friolera de aproximadamente 50 películas en el curriculum. Casi nada. Los números no engañan; el timing tampoco, y es que el de Brooklyn lleva desde 1980 presentando, por lo menos, una película al año. Ya lo ven, el tiempo pasa, pero afortunadamente hay costumbres que no se pierden. Y como ya se ha dicho, la aglomeración (si es que puede hablarse de tal cosa) para nada debe desvirtuar la singularidad del producto (ídem), porque sí, la ocasión (reencontrarse con Cannes y con Woody) es tan clásica como especial.

'Café Society' puede dar la apariencia de novedad (es el primer flirteo del director con el cine digital, y está auspiciado por un símbolo tan contundente de la actualidad como lo es Amazon Studios), pero en realidad es el viejo chiste; el de toda la vida, contado como siempre. Y qué bien envejece... si es que realmente lo hace. Con la pantalla todavía en negro, empiezan a marcar el ritmo unas alegres notas de jazz ligero ante las que van sucediéndose los nombres que pueblan tanto la ficha técnica como artística. Cuando la cámara se ha despertado y nos hemos querido dar cuenta, una voz en off que nos resulta de lo más familiar (de esto va el asunto, principalmente) nos haba del Hollywood y de la Nueva York de los años 30, esa semi-mítica época de los grandes estudios en una costa, y de los gangsters y los clubs nocturnos en la otra; de cómo la gente que frecuenta ambos escenarios se enamora, desenamora, se engaña, se reconcilia y, quién se sabe, encuentra la muerte. ¿Cuántas veces hemos estado antes en esta misma situación? ¿Cuántas veces se nos han despertado exactamente las mismas sensaciones? Y la pregunta más importante: ¿A quién le importa? Vistos los resultados (éstos, los anteriores y seguramente los que están por llegar), ojalá hubieran sido muchas más. Repitamos, por si nos habíamos perdido entre tanto número, que estamos llegando a la cincuentena.

En éstas se encuentra también Woody, en una especie de bucle en el que ni el piloto automático ni el ''más de lo mismo'' molestan. Au contraire, porque a poco que esté mínimamente inspirado, deja claro que la frescura no tiene por qué estar condicionada a la innovación. La nostalgia, al mismo tiempo, va más allá de lo narrado, convirtiéndose así este enésimo regreso al pasado en un presente al que podemos llegar a mirar con -cálida- añoranza. El efecto se confirma al abandonar la sala, pero cómo no, se va gestando a lo largo de una proyección trufada de esos pequeños momentos en los que el humor judío marca de la casa, hace que la sonrisa prescinda fácilmente de sus tres primeras letras. Ni Kristen Stewart molesta, así de gozosa es la propuesta. Queda la duda de si el placer que cada uno de estos instantes proporciona por separado (insignificante, pero contundente al fin y al cabo), va a adquirir un sentido mayor al analizarlo todo como el conjunto que es. La respuesta nos descubre la irrelevancia como algo sin lugar a dudas importante, y se confirma casi con la misma naturalidad de las mejores ocasiones, bajo un falso manto de aleatoriedad que esconde precisas pinceladas sobre esto a lo que algunos llaman ''la comedia de la vida''. Ésta viene escrita, por cierto, por un sádico. Nos lo recuerda Cannes cada día, y lo dice Mr. Allen. Textualmente y a la práctica, en cada escena de su 'Cafe Society'; en cada película de esta carrera que sigue y, citamos de nuevo, ''seguirá hasta que el cuerpo aguante''. El tiempo pasa, efectivamente, pero para algunos genios, como si no. Para el resto, ha empezado Le Festival. A ver hasta cuánto aguantamos...

... Hasta que no llegue este momento final, toca dedicarle un poco de atención, que a esto hemos venido, a la Competición por la Palma de Oro. Ésta empieza a lo grande, y de nuevo, de números va la cosa. El rumano Cristi Puiu nos propone, en 'Sieranevada' un drama familiar de tres horas de duración, solo que, como casi siempre en el cine de este director, los géneros mutan con la misma facilidad con la que hace lo propio el mundo en el que vivimos. Como marca el manual del buen cineasta (si es de Europa del este, más aún), una reunión con los seres queridos es la ocasión ideal para dejar claro que la familia no es sino una institución... mental. La excusa es la ceremonia, ortodoxa donde las haya, de la conmemoración de la muerte del patriarca. La mecha la compone la clásica cadena humana de hermanos, primos, suegras y cuñadísimos... esa fauna con la que nos toca compartir mesa, al menos, una vez al año. La chispa la hace saltar, como ya sabes... cualquier tontería. Los líos de faldas de papá, el vestido de Cenicienta que la hija tendrá que llevar en la función del cole, el 11-S, Charlie Hebdo, Ceausescu... Toda excusa vale para demostrar que el pasado (el privado y el colectivo) pesa y condiciona, que no hay amor sin odio y que por ende, no hay sonrisas sin lágrimas. Rebobinemos unas horas y tatuémonos, que ya va siendo hora, la máxima Alleniana: ''La vida es una comedia escrita por un sádico''. Voilà.

A lo largo de los ciento ochenta minutos prometidos, la narración se estructura a base de secuencias interminables y tomas fijas con cámara pivotante. Que no cunda el pánico, no es tan malo como parece. De hecho, hasta es apasionante. La precisión -quirúrgica- en la puesta en escena se corresponde con la escritura del guión y el trabajo coral de un elenco tan entonado que cuesta creer que estén interpretando. 'Sieranevada' no tarda en conseguir el efecto buscado, dicho de otra manera, no se demora a la hora de confirmar su -rotundo- triunfo. El punto de vista propuesto logra la inmersión casi perfecta para un espectador que, de repente, se siente como un invitado más a la fiesta. Para intervenir en las broncas, nos falta poco. Para darnos cuenta de la distancia que debe existir entre el observador (Puiu; nosotros) y el objeto de estudio (Rumanía; esa familia) para que el artificio del cine no se cargue, para siempre jamás, el experimento ese de la ''vérité'', no tienen que pasar ni diez minutos. Y los 170 que nos sobran. Ahí, casi de propina, para el gozo (esto no los quita nadie) de ese pobre diablo que para alimentar el mono (en serio, lo de los festivales es droga dura) no le queda otra que desplazarse hasta Cannes. Hemos empezado, y de momento, seguimos en pie.

Mañana, más.

por Víctor Esquirol Molinas
@VctorEsquirol

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