Pactar con el Diablo
Vía Festival de Cannes
por reporter 17 de mayo de 2015
El mayor logro que jamás conquistó el Diablo no fue el de convencer a la humanidad de que jamás existió, sino el de hacerle creer que tras haber sido aplastantemente derrotada, tendría posibilidades reales de conquistar la victoria en una futura partida. Digamos que el tipo se aburre a más no poder... y más aún lo haría si su rival dejara de jugar por aquello de perder la fe. Aplicado a Cannes, que sin duda es un festival diseñado por el mismísimo Belcebú: los miembros acreditados de la prensa (los de menor rango, sobre todo) se despiertan cada día preguntándose cómo van a gestionar las pocas horas de sueño que han logrado juntar durante la noche anterior, cómo van a lograr cuadrar en un solo horario todas las películas que quieren ver, y también qué tipo de putaditas preparadas por la organización van a tener que tragarse. Cada día la oferta cambia. La creatividad es ilimitada. La frustración, también. Y aun así, sigues con ganas de volver al Palais. Porque el certamen lo vale, y porque en el fondo, eres lo suficientemente insensato para pensar que mañana, segurísimo que ya no te pillan, que el corte de mangas se lo dedicarás tú a ellos. Y luego, simplemente... no.
A base de lecciones como ésta se curtió, y de qué manera, un tal Todd Haynes, allá por la década de los 90, cuando la generación indie pasaba de ser otra anomalía del mundillo, a un fenómeno de talla mundial, cada vez más incontenible. Para que dicho crecimiento llegara a materializarse, se requirió mucho talento, muchas esperanzas, mucha voluntad... y algún que otro pacto con los Weisntein. Hablando del Diablo... Y claro, no hay luz sin oscuridad. De esto último se empapó el mencionado director, gran abanderado de los independientes estadounidenses... cuyos métodos de rodaje y, en general, de producción, chocaron frontalmente con los del Productor de Productores. Lo realmente jodido del asunto es que Harvey Weinstein tuvo siempre por costumbre el reservarse todos los derechos a la última palabra, lo cual en su caso acostumbraba a traducirse en el último golpe de destral (o de sierra mecánica) en la sala de montaje. Los resultados de la simulación seguramente no les engañen: Ganó el malo.
Joder si lo hizo. De tal manera que a Haynes, sumido en una depresión de campeonato, por poco no se le quitan, para siempre, las ganas de volver a ponerse detrás de las cámaras. De esto, por suerte, hará ya casi veinte años. Tiempo suficiente para que hayan sanado las heridas, para que se hayan recuperados los ánimos, y para que el Diablo haya vuelto a cobrarse las mieles de las más dulce de sus conquistas. Es 16 de mayo de 2015. Por los pelos entramos en el segundo pase de prensa de 'Carol', película a Competición por la Palma de Oro, dirigida por Todd Haynes, ocho años después de su último largometraje... y presidida por el logo de The Weinstein Company. Ante tal imagen, se oye un tímido silbido en la sala Bazin. Botón de Pausa. ¿Qué está pasando aquí? ¿Cómo se han vuelto a juntar estas dos fuerzas de la naturaleza? ¿No le quedaba otro remedio al pobre director para levantar su película? ¿Será que pasado todo este tiempo, el hombre se ha autoconvencido de que podía ganar al Diablo en la revancha? Una vez más en esta 68ª edición, tragamos la saliva y contenemos la respiración. Soltamos el aire, esto sí, cuando aparece en pantalla el nombre de Christine Vachon, Guerrera de Guerreras, incansable defensora de las buenas causas autorales. Las balanza parece un poco más nivelada.
Sólo que en esta ocasión, los platos se decantan descaradamente a favor del director. 'Carol', adaptación a la gran pantalla de la novela de Patricia Highsmith, 'The Price of Salt', nos sitúa en la América de los años 50, ese escenario que el imaginario colectivo, mayormente, ha convertido en el terreno de juego ideal para el cineasta californiano (véanse, por ejemplo, 'Poison' o 'Lejos del cielo'). Ahí, se produce un flechazo. Carol ve a Therese, y Therese ve a Carol. La conexión surge al instante. Saltan las chispas. Barrido de colores y... ha empezado el cuento. El envoltorio de éste es claramente navideño. El frío se ha instaurado en la calle, las guirnaldas presiden las puertas y el ambiente viene cargado con esa paz y armonía tan típicas como, a fin de cuentas, falsas. El espíritu, va mucho más abajo. Poniendo el campamento base en una ambientación de la época simplemente impecable, Haynes va escalando, poco a poco, hasta levantar una auténtica clase magistral. De cómo acercarse al melodrama y de, básicamente, cómo hay que dirigir una película.
Para ello, es primordial conectar con la historia que va a contarse; con las bases definitorias que ésta requiere. El mundo femenino en el que tan a gusto se siente el director toma la forma de un juguete con el que Todd disfruta tanto, que es como si volviera a sentirse niño. Como si volviera a ese tiempo perdido en el que todavía no había pactado con el Diablo. El mocoso de marras, eso sí, tiene una sensibilidad e inteligencia desarrolladísimas. La consciencia de época a la hora de filmar cada gesto, cada frase y cada beso atrapado en el limbo, es tan descomunal, que no nos queda sino apiadarnos del próximo infeliz que se atreva a seguir la estela marcada por Haynes en el género. Porque obviamente no sólo se trata de preparar los decorados y divertirse viendo qué vestido queda mejor para cada ocasión, sino más bien de tener un control absoluto de todo lo que el espectador acabará viendo. En este sentido, 'Carol' es un monumento a la puesta en escena. Durante las dos horas que dura la película, salta a la vista que quien mueve los hilos tiene clarísimo todo lo que contiene cada plano, todo lo que pasa en él... y en definitiva, todo lo que él nos cuenta.
A partir de ahí, la sinfonía de emociones no podía sonar más afinada. El domino del lenguaje fílmico es tan absoluto, que casi pasa inadvertido. ¿Quién necesita voces en off cuando sabe dónde poner, y cómo mover la cámara? ¿Quién precisa de recursos sensibleros cuando trabaja tan bien con una pareja (Cate Blanchett & Rooney Mara) tan en estado de gracia? ¿Quién necesita estridencias en el discurso cuando la exposición de los hechos, nítida y cristalina donde las haya, ya expone, de la mejor de las maneras, esa represión socio-sistemática cuyas secuelas siguen, hoy en día, casi igual de visibles? Imposible que Harvey haya puesto mano en esto. Con ello, gana Haynes, sin duda. Y los Weinstein. Y lo más importante, el cine. Y ya que con preguntas estamos, ¿quién no desea que ningún hombre (o mujer) pueda separar lo que la Vachon y los Weinstein han unido? Bienvenido (de nuevo), Mr. Haynes.
Al lado de tamaña joya, Nanni Moretti ha quedado reducido a una ecala casi minúscula... lo cual no quita que su último trabajo sea, de momento, y a tenor de la reacción del Gran Théâtre Lumière, una firme candidata a rascar alguna que otra mención en el Palmarés. En 'Mia madre', el director, guionista, actor y productor italiano se enfrenta al que seguramente sea el reto más importante que nos planteará jamás la vida, es decir, el de la muerte. Ésta amenaza, de efectos irrevocables e inminentes, se posa sobre la figura materna... lo cual afecta directamente a todas las demás ramas del árbol genealógico. Consciente de que los lazos afectivos y de sangre conllevan tantos derechos como obligaciones, Moretti se dedica a seguir el día a día de una familia obligada a hacerse a la idea, desde casi el primer fotograma, de que se les viene encima la peor de las pérdidas: aquella que es definitiva, como dijo el genio. La faena (que no es precisamente fácil) se lleva a cabo sin excesivo brillo, pero sí con mucho oficio.
Moretti propone para esta ocasión, una narración extraña, empeñada en cubrirlo todo. Presente y pasado; sueños y realidad se suceden, cogidos de la mano, para actuar de barómetro emocional de la tragedia. Y como de mediciones va el asunto, y como el principal sospechoso va sobrado de experiencia, la película se muestra, en términos fríamente científicos, como una mezcla casi perfecta de los factores con los que juega. Es tal la precisión en la proporción de los ingredientes, que durante el proceso al cineasta se le olvida acabar de rematar el ensamblaje de las piezas... no tanto amarrar los fundamentos de un producto que tampoco oculta su naturaleza de crowd-pleaser (¿o si no, a cuento de qué viene contratar a John Turturro y ponerle a trabajar como bufón de la corte real?). Entretenimiento de masas que, no por ello, y esto es importante, renuncia a los verdaderos rasgos distintivos de un autor siempre comprometido con la sobriedad, la sensibilidad y la dignidad como mejores armas para cargar de argumentos tanto a sus personajes como a las historias que pueblan.
Y mientras, en Un Certain Regard, programa doble correspondido con dualidad en las reacciones. Por paradas. La primera, en Irán, esa amiga del alma de la Comunidad Internacional y que, no contenta con esto, se luce también en el ámbito estrictamente nacional. Para dar testigo de ello, nada mejor que la población nativa. Al pie de calle que nos vamos. Ahí aguarda una joven madre cuyo estado civil supone todo un quebradero de cabeza, incluso para nuestra avanzada (falso) mentalidad occidental. En una de las primeras escenas de la película, la mujer nos muestra su pasaporte, donde, entre otros datos, se recoge la figura del ''matrimonio temporal''. ¿Me lo explica? Intentémoslo: resulta que Nahid (de ahí el título de la cinta) está en proceso de divorcio con su primer marido... e incubando el que todo apunta que a va a ser el segundo. Con otro hombre, claro, solo que esto último, en un principio, no se sabe. No puede decirse. Ida Panahandeh, quien seguramente algo sabrá sobre cómo funciona la sociedad en la que vive, nos promete que nos lo contará todo... pero obviamente, adaptándose a los requisitos impuestos por el entorno.
Poco a poco, y calibrando muy bien el crescendo tanto en la intensidad dramática como en la narrativa, se va consolidando este muy estimable debut gracias al pivotaje constante en una convicción: a las personas les definen sus actos. A Panahandeh parece que no se le escapa ni uno. A lo largo de casi dos horas de -asfixiantes- periplos de supervivencia urbana, la cámara va siguiendo todas las acciones que se derivan de un centro de gravedad (estupenda la actriz Sareh Bayat) que también nos atrae a nosotros. Cual martillo pilón, hasta que nos demos cuenta de que la afirmación de antes puede aplicarse también al colectivo. Ahí está el verdadero logro, en captar nuestra atención a través de una ficción bien estructurada, para que sobresalga así una denuncia digna del mejor documental. Por supuesto, no debemos conformarnos con entender lo absurdo de ese ''matrimonio temporal'', si no en aceptar que éste es la consecuencia directa de unos mecanismos opresores y estigmatizadores empeñados en que siga perpetuándose la separación (cruelmente artificial) entre fuertes y débiles. Es, en definitiva, lo que viene haciendo, desde hace años, el mejor cine iraní: demostrar que el drama del individuo se debe a la tragedia compartida.
Lejos (y mucho) de repetir este éxito se ha quedado Alice Winocour, y esto que jugaba con muchos elementos a su favor. Para empezar, en la ficha artística, donde los focos apuntan hacia Diane Kruger y Matthias Schoenaerts, suerte de Bella y Bestia encerrados en un castillo llamado 'Maryland'. Podria parecer que la cosa va de caballeros y princesas, y de hecho, sí, pero no como sugieren las primeras imágenes mentales... ni tampoco como desearíamos los que ansiábamos el entretenimiento prometido al principio de la proyección. Planteado de forma similar al de los thrillers de acción surcoreanos modernos (viene a la mente la notable 'A Bittersweat Life', de Kim Jee-woon), el nuevo trabajo de Winocour fracasa al no encontrar nunca este punto de tensión y garra imprescindibles para que la consecución del clímax final de rigor, no se convierta en un calvario. Desgraciadamente, nos tenemos que comer esto. La falta de ideas propias de la directora, así como la sobreexplotación de unos efectismos ya pasados de moda, tapan cualquier rayo de esperanza. Ni química entre los protagonistas, ni interés alguno en una trama que además de trillada, avanza a paso de tortuga. Para cuando llega el rescate de las tortas de toda la vida, desde luego, ya es demasiado tarde.
Y hablando de impuntualidad con los horarios... Estamos ahora en la sala de cine del Hotel Marriott (centro neurálgico de la Quincena de los Realizadores) y de la estrella invitada de hoy, ni rastro. Qué raro... con lo que se respetan las horas marcadas en la Croisette. Justo cuando el patio de butacas empieza a impacientarse, sube al escenario, por fin, la vedette... con todo su séquito. Los tablones, por poco no ceden. Presidiendo la comitiva de artistas, se encuentra uno de esos autores como la copa de un pino. El portugués Miguel Gomes lo ha conseguido, y va a proyectar, cuando termine su presentación, su esperadísimo nuevo proyecto... solo que quizás no del modo en que lo había previsto (en una sesión triple, vaya, debido a lo desmedido del metraje presentado). 'Arabian Nights', como indica el título, nos lleva a esas mil y una noches que salvaron el cuello de Scheherezade. Solo que, tal y como deja claro el propio director, esto no es una adaptación de la famosa recopilación de cuentos, sino el aprovechamiento de su mítica estructura, para dar rienda suelta a sus más aspiraciones desbocadas.
La historia, en formato breve, nos habla de un Miguel Gomes empezando a dar forma el que muy posiblemente será el proyecto cinematográfico de su vida. El problema es que durante dicho proceso de gestación, a su país natal le acaba de estallar, en toda la cara, la maldita crisis financiera. La conciencia pone freno a sus sueños, y le obliga a juntar dos trabajos que a priori poco o nada tenían que ver el uno con el otro. Es decir, ¿por qué hacer una película de fantasía y después otra de denuncia social cuando se puede hacer todo de una tacada? ¿Por qué no usamos la imaginación para darle su merecido a la maldita Troika? Genial... y genialoide, también. Esta primera parte de tres de estas 'Arabian Nights' tan sui generis, nos dejan, como era de esperar, primero con el regusto amargo del plato a medio acabar, y después con el alivio del salvados por la campana. La matrioska narrativa del portugués va acumulando, sin piedad alguna, toda suerte de relatos que, con cierto sentido buñuelesco y berlanguiano, se sirven de un cine sin límites para dejar claros los límites de los pobres mortales. De los burros que nos gobiernan, claro, pero también de los que se nos pone a prueba la tolerancia nerviosa ante tal orgía creativa.
Mañana, más.
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por Víctor Esquirol Molinas
@VctorEsquirol