Ruleta francesa
Vía Festival de Cannes
por reporter 16 de mayo de 2015
Si ayer empezamos la odisea cannoise en una sala de cine destartalada, hoy lo hacemos en una fiesta universitaria. Ya saben, en una de ésas que sólo existen en la mentira del séptimo arte. Los vasos de plástico rojo se encuentran en cada mano de cada asistente. Están llenos hasta arriba. ¿De qué? A saber. De alguna substancia nociva, seguro. La casa de tres pisos de la hermandad Kappa Delta Gamma, con sus jardincitos delantero y trasero completamente inmaculados, está a punto de ser mancillada por todos los orificios. Se huele la bacanal. Hay ambientazo. Todo el mundo ha respondido a la convocatoria, y se ha presentado a la cita con las pilas cargadas... Todos, menos uno. El profesor de literatura. [Pausa dramática] En un rincón ligeramente oscurecido, un personaje igualmente sombrío observa el panorama... y no entra. No lo tiene claro. A su alrededor, todo es alegría y jolgorio, y sin embargo, él no logra contagiarse de tan buenas vibraciones. Viene con el mal rollo puesto, y nada va a quitárselo de encima. Hasta que...
Uno de sus alumnos se saca de la chistera un revólver cargado. Ojo al dato. El objeto plateado, lejos de causar el pánico, anima aún más a los borrachos. Se palpa la tragedia. Afortunadamente, la voz adulta, racional (y no-demasiado ebria) del profesor toma el control. Silencio en la sala. ¿Tan rápido se acabó la fiesta? No. Para nada. El hombre del rincón oscuro está a punto de descubrir su lado más salvaje. Que sea la ruleta rusa, pues. Caen cinco balas al parqué pegajoso de Casa Kappa Delta Gamma. Una se queda en el tambor, y éste gira... y gira... y gira... Hasta que... nos damos cuenta de que esto no es la versión teenager de 'El cazador', sino una escena de la nueva película de Woody Allen. Lo mejor es que antes de que entráramos a dicha sesión en el Grand Théâtre Lumière, a este mismo juego andábamos jugando nosotros. Y es que a estas alturas, ni los más grandes maestros pueden garantizarnos ya la seguridad apriorística de estar a punto de presenciar el enésimo argumento que justifique su condición. Las matemáticas, a veces, sí pueden aplicarse al cine.
Woody Allen llega a la 68ª edición de Cannes con casi cincuenta años de profesión fílmica a sus espaldas. Medio siglo de vida artística correspondida con otra cincuentena de títulos. Es de entender el que, llegados al 15 de marzo de 2015, el hombre ande algo falto de nuevas ideas. No importa lo bueno que seas: tarde o temprano, acabarás repitiéndote. Y a esto mismo huelen los primeros compases de 'Irrational Man', a ese más-de-lo-mismo en el que el genio neoyorquino se refugia eventualmente (y cada vez con más frecuencia), sobre todo cuando la inspiración flojea. Porque sabe, mejor que nadie, que con el piloto automático le basta. Por ejemplo: Un profesor de filosofía neurótico, con serios problemas de alcoholismo, y muy de vueltas de la vida en general, llega a su nueva facultad, lugar en el que no se siente a gusto hasta que no empieza a intimar con dos mujeres que poco tienen que ver la una con la otra. ¿Les suena? En este preciso instante, el crítico listillo (que no necesariamente listo) apunta en la libreta: ''Dinámicas de pareja... se ve venir.'' ¿Y esto? ¿Les suena también?
Y pocos minutos después, se ve obligado a seguir apuntando haciendo caso -muy- relativo a lo anteriormente anotado. Porque ya se sabe, a los de esta especie, nos cuesta pedir perdón. Poco, o nada, debería costarnos reconocer en una película el esfuerzo y/o, faltaría más, el talento por parte de su autor. Llegaba 'Irrational Man' a Cannes envuelta de rumores y de advertencias embargadas. ¿Ante qué estaríamos? ¿Ante una comedia o un drama? ¿Cuándo decidiría parar de rodar el maldito tambor? ¿Cuando la bala se quedara dentro o fuera del cañón? El resultado, casi que ni importaba, puesto que como dijo el profesor, y ríase Dostoyevski, la ruleta sirve para sentirte vivo antes de apretar el gatillo. Éste se empuja, el percutor cae dando un golpe seco y... la película experimenta un giro argumental que lo cambia todo, y que confirma, de paso, que los apuntes de antes no eran más que una mera distracción tendida por el maestro. Aquello que creíamos importante, no lo es tanto, y los factores circunstanciales que parecían de quita-y-pon, a la hora de la verdad pasan marcar la tónica dominante del relato.
La novedad no es ni mucho menos absoluta (recordemos: 50 años; 50 trabajos). No en vano, sobrevuela por la mente el recuerdo de películas tales como 'Match Point' y, consecuentemente, 'Delitos y faltas'. Sin embargo, el tratamiento que recibe la trama está alejado (hasta llegar a las antípodas) de la gravedad característica de aquellos títulos. Se impone, tanto en lo visual como en lo auditivo, el empaque de los últimos filmes del susodicho maestro. Menores, sí, pero de una alegría irremediablemente contagiosa. La combinación funciona a las mil maravillas. Como si la musa desaparecida hubiera vuelto durante unos instantes. Allen se apasiona y apasiona. Más allá de reivindicarse, por quincuagésima vez como uno de los mejores directores de actores (Joaquin Phoenix y Emma Stone simplemente lo bordan), vuelve a sobresalir, y de qué manera, como uno de los mejores escritores americanos en activo. Su último guión es un prodigio que desde la racionalidad más cáustica, se ríe de esa maldita irracionalidad que pone nuestras vidas, una y otra vez, en el abismo que separa la comedia del tragedia. El resultado final lo dicta, cómo no, de la diosa ruleta.
Y gira... y gira... y gira... Y para. Estamos ahora en la Competición. Por ahí andan perdidos Matthew McConaughey y Ken Watanabe. De Gus Van Sant, mejor ni hablar. ¿Cómo han llegado a etse no-llegar? Fácil, el primero de ellos le ha preguntado a San Google cuál es el mejor sitio del mundo para morir, a lo que el buscador de buscadores ha respondido con un solo topónimo: ''Aokigahara''. Y no se hable más, que a Japón nos vamos. Que ya no hay vuelta atrás. Que esta vida es una mierda, y que nosotros estamos muy locos. Tal cual. 'The Sea of Trees' (''El mar de árboles'') es, directamente, el suicidio hecho película, y ahora mismo, la teoría más plausible que explique cómo diablos ha llegado esto al Concurso por la Palma de Oro, implica que ni la organización del certamen ni el director estadounidense llegaran a ver el montaje final de la cinta. Y gira... y gira... y gira... Y para. Gatillo. Percutor. Sesos desparramados por el Palais. Un asco. Los dos pases de prensa de dicha película se han saldado en sendas escabechinas. Abucheos de leyenda negra, precedidos, eso sí, por un mar de lágrimas... fruto de la risa más incontrolable.
La punta del iceberg (que al fin y al cabo, es lo único que importa aquí), nos habla de un americano que se desplaza hasta el tristemente conocido como ''bosque del suicidio'' para quitarse la vida. Elemental. Ahí se cruzará con la extraña presencia de un nativo que le hará ver que lo mejor que pueden hacer es formar equipo y tratar de escapar de este lugar maldito. De momento, ningún problema. Hasta que... Van Sant se da de bruces con el mítico dicho: ''No dejes que el árbol te impida ver el bosque.'' Pues el hombre no ve nada (porque no puede o no quiere), y el espectáculo que da, esperpéntico donde los haya, es tan -involuntariamente- cómico como, a la postre, lamentable. Poco tarda el cineasta de Kentucky en librarse a su faceta más comercial. Solo que en esta ocasión lo hace sin gracia, y con todavía menos personalidad. Durante casi dos -cansinas- horas, McConaughey hace alarde de una torpeza sobrehumana, y se la mete con cada rama y piedra del camino, convirtiéndose, sin querer, en la moribunda imagen de la propia película. Alguien mentalmente sano entraría en un bucle infinito de carcajadas... solo que en principio se nos dice que tenemos que llorar. Uf...
La presunta bomba emocional se confecciona a partir de las artimañas cinematográficas más ruines y casposas. Luz legañosa, flashbacks metidos con calzador en los momentos teóricamente más tensos, voces en off que nos recuerdan, una y otra vez, las moralejas sensibleras del cuento, banda sonora cursi decidida a tomar el control absoluto del conjunto... Lo más grave no está en la ya de por sí alarmante convencionalidad, si no en la capacidad brutal de hacer el ridículo en cada decisión. Como si detrás de las cámaras, todo el mundo hubiera ido delegando sus responsabilidades al de al lado... hasta llegar al final de la cola, donde aguardan unos actores que, por mucho que lo intentan, no pueden evitar el naufragio. No pueden evitar contagiarse por sus efectos devastadores. El experimento termina pues como aquellos estudiantes de 'El proyecto de la bruja de Blair': perdidos, por siempre jamás, en aquel bosque que los engulló. Mañana, por cierto toca rueda de prensa. Atentos, alguien nos debe muchas explicaciones, pues esto no es más que una bochornosa indignidad. Para la Competición de Cannes... y de cualquier otro festival que se profese un mínimo de amor propio.
¿Sigue alguien en pie? Perfecto. Sigamos. Remesa de nuevas balas. Gira el tambor. Y gira... y gira... y gira... y vamos a disparar de una maldita vez, porque esto es insoportable. Hasta que vuelve a alzarse, por encima del barullo, la voz de un profesor. Cálida, calmada, reconfortante... segura de ella misma. ¿A quién pertenece este tono de voz que nunca te cansarías de escuchar? A Hirokazu Koreeda. Ahora sí, respiremos tranquilos. A la tercera fue la vencida. Dos días después del desastre organizativo de la primera jornada, 'Umimachi Diary' ha pasado por fin a ser de dominio un poco más universal, porque universales son las virtudes del maestro. El cineasta nipón vuelve a vérselas con esa institución (mental) que, nos guste o no, marca buena parte de nuestro destino. La familia, esa jodida herencia, se erige una vez más como protagonista, tan principal como cambiante. Tres hermanas reciben la noticia de la muerte de su padre, quien las abandonó cuando éstas eran todavía pequeñas. Funeral a la vista. Reunión familiar en el horizonte.
Peligro, ahí aguarda un bombazo marca de la casa. Otra noticia: la existencia de una cuarta hermana(stra). Sin el lucimiento de anteriores ocasiones pero fiel y claramente dominador de una fórmula de contrastadísma eficacia, Koreeda se dedica a lo que mejor sabe: al estudio de unos personajes que tienen en común unos lazos ganados a fuerza de amor, no necesariamente de sangre. En más de un tramo parece que la propuesta avanza por la inercia creada por su principal artífice. Alguien que no teme detenerse en lo que en un principio parece irrelevante... quizás porque sea plenamente consciente de que las personas, del mismo modo que son las creaciones de sus respectivas familias, también se definen por el resultado de ir sumando todos aquellos detalles que tan intrascendentes nos habían dicho que eran. Las cuentas corren a cargo del espectador, a quien rara vez se le atosiga con ayudas que, al fin y al cabo no necesita. Ojalá se nos concediera siempre tanto espacio vital, tanta bondad, tanto respeto...
Y ojalá este momento de paz interior no terminara nunca. Pero no. Esto es Cannes. ''Désolé''. La ruleta vuelve a ponerse en marcha. Y gira... y gira... y gira... Y el cañón se queda apuntando hacia Grecia. Alerta. Yorgos Lanthimos (¡Alerta!), vuelve a la carga con 'The Lobster' (''La langosta'') ¡ALETA! Resulta ahora que en un futuro distópico, a la humanidad le entra un pánico terrible a quedarse sola (como ahora, vaya), y que por esto pone en marcha en marcha un proceso de caza y captura a l@s solteron@s de todo el mundo. Objetivo, ponerlos en vereda a través de un programa que en el plazo de 45 días debe haberles encontrado a su media naranja ideal. El director griego sigue jugando con las reglas creadas en la sorprendente 'Canino'. Es tal el dominio del juego que hasta piezas normalmente tan poco fiables como Colin Farrell funcionan aquí de maravilla. El inconveniente, por encontrar alguno, es que el juego sigue sin cambiar, y así, claro, ya no sorprende como antes. Y así, ojo, se puede sospechar, sin demasiado miedo, del gusto de Lanthimos por lo extravagante. ¿Recurso o pose? Seguramente lo primero, porque a pesar del evidente narcisismo, a la fórmula le sigue sobrando potencia (y argumentos) para destapar nuestra propia extravagancia, enfermiza a más no poder cuando se trata de temas amorosos. Permiso concedido para reírse de verdad... y para estremecerse.
Y así, la Sección Oficial se quedó sin balas. Pasó el peligro. Volvamos a casa. De camino, una última parada a la Sala Debussy. Ahí, Un Certain Regard hace que miremos hacia Islandia, un país aislado. Más zoom... más zoom... un poquito más. Y nos encontramos en la zona más remota de esta tan remota nación. 'Hrútar' empieza de forma similar a aquel título de culto moderno de misma bandera, 'Of Horses and Men', solo que aquí la cosa va de carneros y hombres. El director Grímur Hákonarson se encarga de cerrar la cuenta de fábulas abierta hoy por Lanthimos, presentándonos a dos hermanos que bien podrían ser la versión nórdica de Caín y Abel. Las -obvias- referencias bíblicas pasan, eso sí, a un segundo para que así tome protagonismo el tema impuesto por la geografía. Aprovechándose sabiamente tanto de la riqueza paisajista como de las inclemencias climáticas de esa tierra que le corre por las venas, Hákonarson habla como pocos sobre (cuidado, ironía) la incomunicación. El juego ahora se asemeja más al del mencionado Benedikt Erlingsson: se trata de poner a hombres y animales al mismo nivel. Tanto para lo bueno (se intuye siempre cierta fe en una pureza primaria plasmada, en cierto modo, en el cine que tenemos ahora mismo ante nuestros ojos) como para lo malo, pues no lo olvidemos, el dedo que accionará el arma que nos dará muerte, es nuestro, y solo nuestro.
Y gira... y gira... y gira... Y mañana, más.
P.D.: Mientras, en el Marché du Film...
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por Víctor Esquirol Molinas
@VctorEsquirol
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