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Qué gran día

Vía Festival de Cannes por 15 de mayo de 2015
En algún lugar del mundo, existe una sala de cine que se cae a trozos. Como muchas otras, cierto, pero la que ahora nos interesa tiene algo que la distingue de las demás. Una estrella invitada que se siente como pez en el agua, y que ha accedido a venir sin que la organización (de como quiera llamarse el evento) haya tenido que arremangarse demasiado. Las butacas ya no aguantan el peso de posaderas algunas, el sistema de sonido, de la época del primer cinematógrafo (paradoja temporal, es sabido) está a punto de estallar, y mirar durante más de cinco segundos seguidos a esa lona agujereada que en su día fue, cuentan los ancianos, una pantalla, produce una ceguera a la que ningún oculista ha sido capaz de poner remedio. A pesar de todo esto (y de otras asquerosidades que ahora mismo no pueden enumerarse), el único espectador de la sala se lo está pasando en grande. En plena proyección se ha levantado de su asiento en dos o tres ocasiones, y se ha puesto a graznar una retahíla de gritos de guerra cuya potencia acústica por poco no devuelven al edificio entero, a las cenizas de las que surgió.

El gorila que algún día llegó a ser un ser humano se llama Quentin Tarantino, y antes de que la espuma pase a ocupar por completo su cavidad bucal, emite una última sentencia inteligible: ''¡Si es que nadie filma los coches como lo hacen los aussies! Joder, ¡siempre consiguen presentarlos a través de ese filtro fetichista que simplemente hace que te quieras correr encima!'' Acto seguido, cumple la amenaza. La escena no es del todo ficticia. Era uno de los muchos golpes de efecto con los que arremetía Mark Hartley en su muy recomendable (y desde luego, divertidísimo) documental que repasaba los logros (pero sobre todo las fechorías) de aquella maravillosa serie B (siendo generosos con el abecedario) que entre las décadas de los 70 y 80 situó a Australia en el mapa mundi cinematográfico. Lo hizo, como era de esperar, poniendo a prueba (más bien, al límite) la sensibilidad censora de la época (que mire usted por donde, se parece mucho a la de nuestros días). El sexo y la violencia fueron los dos ingredientes fundamentales de un caldo de cultivo propiciado por una serie de circunstancias que podrían compararse, en conjunto, al más irrepetible de los alineamientos astrales.

Para no extendernos demasiado en detalles que ahora mismo no vienen al caso, podemos reducir el asunto a un puñado de sonados que contaron con el apoyo financiero suficiente (justillo, vaya) para que su pasión fílmica pudiera quedar inmortalizada en el celuloide que tanto amaban. Uno de esos locos era un tal George Miller, quien en el año 1979 se jugó el tipo (literalmente, el suyo, y el del equipo que comandaba) para rodar una película cuyo impacto fue inversamente proporcional al de su presupuesto. El título de aquel hito fue 'Mad Max, salvajes de autopista'... y el de aquel documental de Mark Hartley, 'Not Quite Hollywood'. Traducido: ''No exactamente Hollywood''. Y así ha empezado la segunda jornada de la 68ª edición del Festival de Cine de Cannes. Recordemos que despedíamos ayer el Palais con la -típica- frustración de las aperturas, así como con la esperanza de que el auténtico disparo de salida se daría a la mañana siguiente, cuando ya nos hubiéramos aclimatado (un poco) a las peculiaridades de tan distinguido (y a veces antipático) certamen. Pues dicho y hecho. Cuando nos hemos querido dar cuenta, el Gran Théâtre Lumière se había convertido en el Auditori de Sitges.

Como Quentin en una de sus queridas sesiones Grindhouse. ¿Para qué esperar al último fundido a negro? ¿Por qué no liberar a la bestia justo después de los preliminares? ¿Y por qué no repetir después del primer revolcón? ¿Y después del segundo? Claro que sí, viva el exceso. Antes de la sesión multi-orgásmica, un logo: Warner Bros. Un segundo. ¿Esto? ¿En la oficial de Cannes? Pues sí, y ''blasfemias'' más gordas se han proferido en esta misma plaza. Tampoco olvidemos la consigna de ''No exactamente Hollywood'', porque 'Mad Max: Furia en la carretera' es exactamente (sí) esto. Supongamos que a un cineasta lo mismo le da por hacerle pasar a Richard Jenkins el momento más asquerosamente embarazoso de su carrera, como por conquistar el corazón de medio mundo con las aventuras de un cerdito parlanchín. Es solo uno de los muchos ejemplos que nos ofrece su variada y riquísima carrera. Imagínense ahora, a un tipo que empieza el día regalándole un cachorrito a un crío de cinco años... y que lo termina en un hotel de Las Vegas, puesto hasta las cejas de cocaína. Bendita esquizofrenia... y por todos esos tráilers que quitan el hipo, ni falta hace aclarar de qué cara ha caído la moneda en esta ocasión.

Asentándose en una estupenda concepción del reboot fímico, la película no tarda ni media escena en proclamar, a grito pelado, lo que es: El Valhalla de la Ozploitation. ''No exactamente Hollywood''... porque a veces, se hace justicia, y a los locos se les concede el respaldo que tanto se merecen. Y si no, repasen en la hemeroteca la evolución de la producción del filme en cuestión, y recuperen, de paso, un poco de fe en la humanidad. Construido a partir de cuatro set piece apoteósicas, este nuevo ''Loco Max'' supera rápidamente la primera prueba de fuego (esto es, el relevo de Tom Hardy al icónico Mel Gibson), para regodearse, a lo largo de dos espectaculares horas, en la ley de una jungla convertida en despiadado desierto. En este entorno, George Miller es claramente el más fuerte, y no pierde ocasión para dejarlo claro. En la escritura de un guión que entre explosiones y trompos se permite frivolités tales como cargar contra la aridez del sistema bancario; en un diseño de producción que vuelve a confirmar a este director de Brisbane como uno de los más finos (y rudos) orfebres de la filigrana visual; en la regulación de un tempo narrativo que allana, a más no poder, el terreno para la posterior planificación y ejecución de una acción que siente claustrofobia ante la mera catalogación de ''espectacular''.

Es un cartoon alocadamente oscuro; un western punk desmadrado. Como lo eran las tres anteriores, vaya, solo que ahora con más experiencia y, desde luego, respaldo, que nunca. Es un circo de incontables pistas en el que la vieja y la nueva escuela se pelean a muerte (para avanzar hacia la misma dirección), en el que la adrenalina fluye a todo gas y con furia vikinga, y en la que el rugido del grotesque marca de la casa muta en un engendro de preciosa y arrebatadora poesía operística. El tiempo para descansar puede invertirse (como ya ha sucedido hoy en el Palais) en unas más que merecidas ovaciones. Y sin remordimientos, que esto no es exactamente Hollywood. Porque esta criatura bebe del líquido de la ''Factoría de Sueños'', sí, pero lo que está desparramado ante nosotros son ni más ni menos que las -retorcidas- entrañas de un Señor Autor, con un cerebro (y testículos) de tamaño sólo comparable a su desacomplejada convicción y ambición. Ahora sí, y por una vez, la promoción no mentía: Qué gran escenario; qué gran show; qué gran público... ''Qué-gran-día''.

Tres cuartos de lo mismo para conmemorar el momento en que la la Competición decidió apostar por un debutante. Novato que, eso sí, viene referenciado como uno de los asistentes más próximos e importantes del maestro Béla Tarr. Casi nada. 'Son of Saul', impresionante debut en la dirección del húngaro Laszlo Nemes, podría definirse como un descensus ad infernos en toda regla... si no fuera porque al espectador se le sitúa justo ahí desde los rótulos iniciales. En ellos, se nos recuerda una figura histórica que, por pura (e insoportable) incomodidad, se ha visto relegada al mismo rincón que casi todas las de su especie: el olvido, que ya se sabe, es la más peligrosa de las (falsas) curaciones. Estamos una vez más en el infierno de la Segunda Guerra Mundial; en uno de sus círculos más bajos, reservado a la más aberrante de las atrocidades. En cada una de ellas, se precisa de la colaboración del supuesto enemigo para que el engranaje del fanatismo siga cobrándose sus macabros tributos. Y sin más presentaciones que valgan, nos topamos con el protagonista de la historia, uno de esos ''exterminables'' al que se le confió el secreto más inenarrable.

Y por poco que no gritamos de puro terror. Como si estuviéramos abrasándonos ahí dentro. La pantalla, por cierto, se ha olvidado del formato panorámico, y por si la asfixia no era suficientemente letal, Nemes decide revelarse como un superdotado en el cine de multitudes. Éste cumple uno de sus principales cometidos: que el encuadre respire, se mueva, corra... que se muestre como un ente imprevisible. Que el cine se convierta en algo tan grande como la vida... aunque ésta esté a punto de terminar. En la pantalla se apelotonan víctimas y verdugos, pero los vemos siempre, y ahí está el qué, a través de los ojos de una de esas ''vacas judas''. El rostro pétreo de Géza Röhrig encierra la espantosa verdad contemplada desde una atalaya con rango de visión mínimo, pero desde la cual se avista todo. La inmersión es total; la pesadilla, también. Laszlo Nemes se gana, al final de cada secuencia, el beneficio de la duda más dulce: ¿seguro que es novato? Al final de ésta su apabullante carta de presentación, queda otra duda flotando en el -irrespirable- aire. ¿La mirada que debemos dedicar al horror, se vive o se contagia? ¿Son posibles ambas opciones? Para más información, no perderle la pista al hombre.

Mientras, fuera de la Oficial...

Tiempo de sobras para que Un Certain Regard declare sus intenciones con respecto a la cosecha de este año. Al principio, lo esperado. Uno de esos nombres que parecen chocar frontalmente con las supuestas líneas generales de dicha sección. Un año después de quedarse -injustamente- a las puertas del Palmarés con 'Aguas tranquilas', Naomi Kawase vuelve con 'An', en la que el dorayaki se presenta como metáfora imperfecta (pero aceptable) del choque entre la industria y la artesanía; entre lo nuevo, lo no-tanto y lo directamente viejo... de lo que vendría a ser la vida, vaya. Los altos y bajos de un pequeño negocio de dulces típicamente japoneses, se convierten en la excusa primordial para que la cineasta de Nara se muestre más mundanal que nunca, y manufacture así un melodrama generacional... típicamente japonés, también. De hecho, tan típico, que en buena parte de la sesión nos surge la -desagradable- tentación de cuestionar la maternidad del producto. Ésta se reivindica en un tramo final donde se recupera ese tan característico contacto con una naturaleza que vuelve a manifestarse, también, en una manera de hacer y entender el cine tan pura y sincera como las lágrimas de quien, por ejemplo, se emociona al ver una flor de cerezo.

Alejado de esta sensibilidad a flor de piel (nunca mejor dicho), Radu Muntean apuesta por la contención para mezclar, a fuego lento, el drama con el thriller. 'A Floor Below' empieza como lo hacen la mayoría de fines de semana: con un agradable paseo matutino por el parque de al lado de casa. La cosa sigue de forma mucho más traumática. Al poco de regresar al hogar, el protagonista descubre que se ha cometido un asesinato en el piso de abajo de su bloque de apartamentos. Al igual que con Nemes, la cámara se fijará en un solo objetivo físico (apoyándose en un magnífico Teodor Corban que aguanta el peso del reto a fuerza de irresistible magnetismo), y construirá a partir de ahí un minucioso ejercicio de subjetivismo realista. Tanto en la puesta de escena, genial en su falta de aspavientos, como en la confección de unas tesis que, por la nitidez con la que se nos presentan, desnudan tanto al espectador como a la sociedad en la que vive... y de la que igualmente es cómplice.

Por último, doble programa más allá del Palais. En la Quincena de los Realizadores, Premio Honorífico a la carrera de Jia Zhangke (quien sorprende al afirmar que ya no cree tanto en el poder transformador del séptimo arte) como antesala al nuevo trabajo de Philippe Garrel. 'L'ombre des femmes' (''La sombra de las mujeres'') es una película digna del ego de su director. En ella, el blanco y negro y voz en off nouvellevaguista nos presentan la enésima comedia (?) de enredos amorosos en que los engaños y la hipocresía están a la orden del día. Los vínculos afectivos más íntimos se presentan aquí, como la creencia en el mito de la Résistance. Tal cual. El acierto es absoluto en la moraleja... no tanto en unas formas afectadas, no por la más que bienvenida voluntad de librar al género de las imposturas del mainstream, si no por el casi indecente tamaño del ombligo de su director. No importan los tortolitos ni mucho menos sus destinos, sólo las gracietas delante del espejo de Monsieur Garrel. Algunas dan en el blanco; otras muchas, simplemente, cansan.

En la Semana de la Crítica, los gallos están en la pantalla. Andrew Cividino debuta de forma errática en el largo, asentándose en esos primeros momentos que marcan la entrada en una etapa adulta que, por definición, define. Con el sabor en la boca de aquellos descubrimientos iniciáticos (aquella cerveza, aquel beso, aquel salto al vacío...), 'Sleeping Giant' se crece en lo pequeño y resbala, presa del vértigo, ante los grandes retos. Si bien convence a la hora de las presentaciones (merced, sobre todo, a la desinhibición de un estilo visual de aires videocliperos), decepciona a la hora de encarar, de forma torpe, obvia e incluso increíble, los temas principales que marcan la trama, manchados todos ellos (y que viva la ironía) por la decepción que nace del acto de tomar consciencia del mundo al que a uno se le ha puesto. Jordan Vogt-Roberts, para no irnos demasiado lejos, le daba mil vueltas... y sin necesidad de ponerse tan dramático.

Mañana, más.

por Víctor Esquirol Molinas
@VctorEsquirol

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