Acción-Reacción.
Vía Festival de Cannes
por reporter 18 de mayo de 2015
Termina la primera sesión de la mañana en el Grand Théâtre Lumière y durante unos pocos segundos, reina el silencio. Como es sabido, en este mundo existen pocas cosas tan incómodas como la falta de decibelios. Más aún cuando estamos en esta olla de grillos llamada Cannes, donde, entre otras cosas, se viene a hacer ruido. Que no cunda el pánico, la prensa española de esto sabe un rato, y como nadie en toda la sala de cine se atreve a romper el hielo, lo hacemos nosotros por ellos. ''¡TONGO!'', se oye. Silencio. ¿Nadie? Pues seguimos: ''¡NEPOTISMOOO!'' Sigue sin haber reacción. Pues a doblar la dosis. ''¡TONGO! ¡NEPOTISMO!'' Y así hasta tres veces más... hasta que el resto de gente se despierta y, en claro contraataque, responde a los gritos con un aplauso apasionado. Pero por favor, que quede clara la secuencia. Primero: Brote psicótico que pone a un crítico de cine muy cerca del nivel de la Regan de William Friedkin. Próximo nivel: bajar las escaleras del Palais vomitando y haciendo el pino-puente.
Segundo: los defensores de la película saltan a la palestra... pero seguramente por puro efecto acción-reacción. Los ánimos en la Croisette, por si no se había notado, andan un poco caldeados. La culpa, como casi siempre, es de unas expectativas que no prestaron demasiada atención a la realidad a la que se enfrentaban. Para ponernos en situación, estamos inaugurando la quinta jornada de un festival cuya sección competitiva llega hasta las doce. No hemos llegado ni al ecuador, y a pesar de esto, ya podemos contabilizar alguna que otra película con números suficientes como para optar, con total merecimiento, a hacerse con alguno de los Premios gordos del Palmarés. Cierto, la proporción de acierto en el Concurso, de momento, es baja, pero no menos cierto es que los grandes certámenes acostumbran a contemporizar el ritmo, y a reservarse ases en la manga, conscientes de lo que proponen a sus asistentes asiduos es una carrera de fondo, y no los cien metros lisos, como algunos se empeñan en pedir.
Y suerte que se trata de lo primero, porque a estas alturas, algunos ya llegamos tosiendo y sacando la lengua. Otros, como ya se ha dicho, lo hacen acordándose de la familia de todos y cada uno de los programadores. ''¡TONGO! ¡NEPOTISMO!'' Por partes. Tongo: Trampa realizada en competiciones deportivas, en que uno de los contendientes se deja ganar por razones ajenas al juego ; Nepotismo: Desmedida preferencia que algunos dan a sus parientes para las concesiones o empleos públicos. Y basta de secretos: lo que acabemos de ver es 'Mon roi', última película de Maïwenn. Lo más triste de la escena descrita, es que ni los de los gritos ni los de los aplausos llevan razón. La confrontación es absurda, puesto que lo que se acaba de ver no merece ni una reacción ni la otra. Otra cosa sería haberla correspondido con la indiferencia que se merecía. ¿Les suena? Debería, porque exactamente así se reaccionó ante 'La tête haute', discutidísima (y con razón) Apertura a cargo de Emmanuelle Bercot, quien para colmo de carambolas, resulta ser la protagonista femenina de la película que ahora nos ocupa. Tarde o temprano, todo cuadra en Cannes.
Una mujer se va a esquiar con la familia (es decir, con su hija), y en un descenso, coge demasiada velocidad. El accidente se ve venir... y efectivamente. Lo siguiente que sabemos, es que la lisiada (ligamentos cruzados, un clásico) se encuentra en un centro de rehabilitación, lugar extraño donde los haya, poblado de profesionales con ideas igualmente inquietantes: ''Mire, el problema de su pierna no se reduce a una lesión física, sino también emocional. Del espíritu, si así lo prefiere.'' De una fiabilidad más o menos científica, pero suficiente para propiciarle a Maïwenn una excusa para hablarnos, durante 130 minutos, sobre los altibajos que inevitablemente marcan cada relación de pareja. Más de dos horas, sí. Teniendo en cuenta los antecedentes, se entiende el que muchos entraran con miedo a la sala. Para combatir dicho ataque de pánico, una buena noticia: la vedette ha decidido, por una vez, no mostrarse ante las cámaras. Aprovechemos pues la ocasión. Pero ojo, que hay trampa.
Si bien no vemos a Maïwenn (lo cual, dígase una vez más, no es premio menor), lo cierto es que a ésta se la percibe en cada gesto, en cada provocación y consiguiente reacción. En todas y cada una de las escenas, vaya, que al fin y al cabo, éste es el certamen donde supuestamente mejor se celebran las bondades de la noble profesión de la dirección cinematográfica. De modo que, con Maïwenn, no en cuerpo pero sí en alma, convivimos durante las siguientes horas de nuestras vidas. Es de agradecer que el ombligo, aunque de una importancia capital, deje de ser, al fin, la parte más relevante del cuerpo. Es quizás por esto que un más que bienvenido sentido fresco, a la vez que natural de la comedia, se impone en la primera mitad de un relato que poco a poco va cediendo hacia un drama que, como siempre con esta autora, se pasa de frenada. La obsesión por la gravedad y la trascendencia de Maïwenn hace que pierda el mundo de vista, y que se enfrasque, de nuevo, en una cruzada para ver hasta dónde puede llegar para irritar al personal.
El resto de la historia corre a cuenta de los famosos gritos. Tanto los del crítico como los previamente vomitados por un elenco que cumple demasiado bien los caprichos de quien le dirige. La montaña rusa está servida. Tanto en el plano emocional como en el de la tolerancia que el público puede dedicarle al espectáculo. Al fin y al cabo, y pensándolo con la cabeza fría, es una buena manera de plasmar las alegrías y frustraciones que sólo pueden producirse en el tiempo compartido-con (o robado-por) aquel canalla que dice ser el amor de tu vida. Buen método, sin duda... tal vez demasiado. En cualquier caso, créanme, la cosa no da ni para tanta queja ni mucho menos para tanta alabanza. Otra cosa es quejarse por lo barata que se ha puesto para algunos la participación en la carrera por la Palma de Oro. Aunque claro, olvidar a estas alturas que Cannes es también uno de los mayores instrumentos de promoción con los que cuenta el cine francés, sería caer en una negligencia casi perversa.
Salto temporal. Acabamos de alcanzar la media noche. Acaba de terminar el segundo pase de prensa de 'Louder than Bombs'. Por desgracia, nos encontramos en esa ratonera llamada Sala Bazin, de modo que el espectro de la muestra se ha reducido sensiblemente con respecto al primer experimento de la jornada. Igualmente, la gente sigue sin cortarse (claro que no, que en parte por esto nos dejamos la salud mental en festivales de cine). En esta ocasión, por suerte, ni nos tenemos que enfrentar a la incomodidad del silencio. Inmediatamente después del ''The End'', las palmadas y los abucheos, (tímidos todos ellos, también hay que decirlo) se compensan a desgana, en una batalla igualmente desangelada que, ahora sí, refleja a la perfección el espíritu de la película que acaba de proyectarse. En ella, y por aquello de no andarse con excesivos rodeos, Joachim Trier, uno de los directores más prometedores del panorama europeo, desembarca en tierras americanas... y se estampa.
Ante nosotros, la enésima descomposición de la típica familia suburbial estadounidense. Por engaños, por medias-verdades, por la incomunicación entre sus miembros... y por la reciente muerte de la madre, fotógrafa de guerra fallecida en circunstancias sospechosas. A pesar de que la historia tenga un protagonista principal claro, Trier se muestra en todo momento incapaz de darle a éste la consistencia suficiente como para que la órbita del resto de satélites se trace con la (alta) definición que cabría exigir, con tal de que el sistema planetario estudiado tenga un mínimo de sentido. No es el caso. El cineasta noruego parece buscar, desesperadamente, el lucimiento estético en las secuencias teóricamente más definitorias, saldándose dicha estrategia en un puñado de momentos de una belleza individual incuestionable, pero que a la vez parecen jugar en contra de la construcción de un conjunto mínimamente sólido. Más allá de engorros circunstanciales (como el parecido más que razonable con la producción igualmente fallida 'Mil veces buenas noches', o el irrisorio apartado dedicado a los videojuegos online), el fracaso del filme se confirma por su incapacidad a la hora de sacar todo el fuego que encierra la trama. Éste queda apagado entre los muros congelados (y tediosos) de unas pautas narrativas-emocionales que parecen jugar siempre en contra del espíritu presuntamente desgarrador de la propuesta.
Para superar la decepción de la Competición, nada mejor que una sesión Grindhouse en el Marriott, es decir, en la Quincena de los Realizadores. Al final de ambas sesiones, sendas ovaciones. Igualmente enloquecidas. ¿Justificadas? Ah, esto ya se puede debatir. La primera apuesta para hoy de la sección paralela es el nuevo largometraje de Jaco Van Dormael, quien hará ya más de un lustro levantara odios y pasiones (a partes iguales) con su híper-ambiciosa 'Las vidas posibles de Mr. Nobody'. Como en aquel entonces, el cineasta belga no se arruga ante los grandes retos. Es más, parece ir a buscarlos del mismo modo en que los insectos acuden a aquel hipnótico brillo eléctrico que acabará abrasándoles. Esto es exactamente lo que le sucede con 'Le tout nouveau testament', título que traducido al cristiano, ayuda a hacernos una idea de las magnitudes con las que trabajamos. ''El completamente Nuevo Testamento'', es la promesa divina, pero... ¿y el resultado? Dejémoslo, de momento, en que errar es humano.
La película es tan deslumbrante y desastrosa (pero sobre todo esto último) como cabía esperar. Se trata de una mezcla bastarda y vandálica de referencias tan alocadas como podrían serlo aquellos primerizos Jeunet-Caro, el Kevin Smith más blasfemo y la versión más zumbada de los Wachowski. Con Van Dormael, quien sitúa el origen del Planeta Tierra (así como la residencia de Dios Nuestro Señor) en Bruselas, se puede. Es posible por la falta de complejos de un cineasta deseoso de convertir en celuloide todos y cada uno de sus sueños, filosofía artística que nos lleva a un espectáculo tan exento de fronteras... que no debe extrañar el que tarde tan poco en descarriarse. La diversión digamos que dura media hora, y que a partir de ahí, hay que confiar en la inspiración puntual del autor, que si bien no puede / quiere darle un sentido general al tropel de imágenes que desfilan por la pantalla, sí que se las ingenia para que las risas (cada vez más vacías de contenido) rellenen cualquier amenaza de ese tan temido silencio. Por el camino, veremos jirafas por las calles pavimentadas de Bélgica, a Catherine Deneuve montándoselo con un gorila (como lo leen) y a ''Cosa'', de la familia Adams, bailando al ritmo de Händel. Y muchas más rimas, en esta canción de canciones orquestada por un genio (a su pesar) empeñado encerrar cada figura retórica en la literalidad de la imagen cinematográfica. Lo dicho, gratificante y frustrante a partes iguales... lo que viene siendo un desastre que, al menos, tiene la dignidad de llevar sus premisas hasta las ultimísimas consecuencias. Y a reírse se ha dicho, sin pararse demasiado a pensar si lo estamos haciendo ''del'' o ''con'' el narrador.
Por último, el auténtico plato fuerte de la jornada. Después de haber triunfado con el azul de 'Blue Ruin', Jeremy Saulnier prueba ahora suerte con el verde de 'Green Room'. Como en la ocasión anterior, el color que se acaba imponiendo al final es el rojo. La violencia como medio y como objetivo. La sangre como única tinta aceptable para la firma. Y antes de llegar a esto, leves pero contundentes pinceladas de auténtico superdotado en esto de enfrentarse a la bestia del cine (de género). La historia contada es básicamente la de siempre, pero el descaro, valentía, gamberrismo y autoconsciencia a la hora de plantearla, distinguen (y elevan) al producto (muy) por encima de la media. Una banda rock se ve envuelta en un terrible incidente, por aquello de estar en el sitio y el tiempo equivocados. Acción y reacción: Sin tiempo que perder, Saulnier se proclama Amo y Señor de este western punk, con una casquería tan sanguinariamente divertida como contundente en el uso de la violencia. Una maléfica delicia; uno de esos placeres culpables que, por sinceridad y exquisitez en la ejecución, merece los vítores que, mismamente, ha cosechado hoy mismo en Cannes. En Sitges, por citar plazas más apropiadas, ya deben estar haciéndole la ola.
Mañana, más.
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por Víctor Esquirol Molinas
@VctorEsquirol