Y justo cuando, ahora sí, cruzamos el maldito ecuador, podemos decir que éste es un momento tan bueno como cualquier otro para hacer balance de todo lo que, de momento, nos ha dado la 68ª edición del Festival de Cine de Cannes. Por aquello de que a algunos afortunados (según cómo se vea) todavía les falta, ahora mismo, la mitad de camino por recorrer; o por aquello de que a otros no tan agraciados (ídem) se ven obligados a poner punto (está por ver si final o no) a esta aventura en la Croisette. No pregunten, quédense mejor con esa verdad tan universal como frustrante: detrás de cada decisión ajena, actúan muchas fuerzas, la mayor parte de las cuales jamás llegaremos a entender. Sucede esto también, como no podía ser de otra manera, en el certamen de certámenes, en el que este año los asistentes andan especialmente mosqueados por la mayoría de decisiones tomadas por la organización. El proceso acostumbra a repetirse: Al principio, sorpresa; después, comprobación de que lo que se ha leído / oído no forma parte de error u engaño alguno; después, más sorpresa; después, enfado de los gordos.
Hablamos, por ejemplo, de uno de los temas más candentes ahora mismo en la Croisette:
el criterio de selección en las películas de la Sección Oficial, concretamente, el que distingue las películas de la Competición con las de Un Certain Regard. En otras palabras, y sin desmerecer a ningún escenario, de lo que se trata aquí es de discernir entre los títulos a los que se ha concedido la oportunidad de optar a lo más grande, y a los que directamente, no. De aquellos que, simplificando un poco el asunto, competirán en ''Primera'' y de los que lo harán en ''Segunda''. Teniendo en cuenta la obsesión por el prestigio y el pedigrí que suele destilar esta cita, no fueron pocos los que se sorprendieron (pasando, poco después, por todas las etapas antes descritas) al ver en la supuesta selección secundaria, nombres de tanto peso como Naomi Kawase, Brillante Mendoza o Apichatpong Weerasethakul. Como se ha ido narrando estos días, la incomprensión se ha ido tornando en cabreo a medida que otros nombres, también de peso, han hecho el ridículo en la carrera por la Palma de Oro.
No ha ayudado, tampoco, el papel que de momento ha jugado el cine de casa, es decir, el francés, para el que parece que no se aplican las mismas varas de medir que para los demás. Ya saben, el ''¡TONGO!'' y el ''¡NEPOTISMO!'' denunciados ayer mismo en el Grand Théâtre Lumière. Emmanuelle Bercot y Maïwenn dan fe de ello:
para algunos, resulta tremendamente fácil codearse entre los mejores; para otros, parece que no hay manera. En cuanto al primer grupo, éste se ha ampliado con otra adquisición gala.
Stéphane Brizé ha elevado el -pobre- nivel mostrado por sus antecesoras, pero ha seguido quedándose lejos de aquellos estándares que se le presuponen a la tal vez mitificada Competencia. 'La loi du marché' nos habla de esto mismo, de las leyes del mercado, de las condenadas oferta y demanda,
de cómo el complejísimo sistema socio-económico en el que vivimos puede reducirse, en demasiadas ocasiones, a algo tan simple como, en esencia brutal. La ley de la jungla, exacto. Haciendo gala de ese estilo pseudo-documental que la cinematografía gala tiene tan dominado, la cámara irá siguiendo los pasos de un hombre (Vincent Lindon, de notable alto) sumido en la (gran) depresión del desempleo. La posibilidad de la dignidad, queda en el aire. La angustia se va acumulando.
El sistema de elipsis que estructura la narración (sólo veremos los episodios en los que el Sistema, en su poliédrica maldad, se las tendrá con el protagonista) está claramente enfocado a
convertir la película en gota malaya, en pura tortura, que así lo exige la temática, ojo. A falta de los Dardenne, Brizé se descubre como un más que digno sustituto que, por el contrario, no logra pasar del status de ''sucedáneo''. Si bien acierta en un tono sobrio, grave y sin estridencias (ideal para plasmar el contundente silencio con el que nos vemos obligados a encajar los golpes), sí que, por el contrario, cabe recriminarle la poca mesura en el recuento de daños. Las desgracias, para entendernos, se le acumulan hasta que la saturación le quita al asunto buena parte de su encanto realista. La crónica muta, de repente, en misterio de difícil comprensión, y el cine social, por su parte, pierde demasiado de esa credibilidad que en tantas ocasiones (y ésta es una de ellas) resulta ser su mejor credencial de cara a dar fundamento a sus tesis.
Fin. Salimos. Hacemos balance. Esto ha remontado un poco, pero sigue sin ser llegar a lo que nos habían prometido. ¿Será que, efectivamente, alguien ha estado mareando demasiado la perdiz con la separación entre esas mal llamadas ''Primera'' y ''Segunda'' división? Sigamos investigando, y centrémonos en otro ejemplo que clama al cielo. Uno vivido hoy mismo en la Sala Debussy (segunda en tamaño y capacidad del festival), mientras que en la Lumière (la primera en todo; la reservada a las mejores citas, vaya) ya salían los primeros gritos de júbilo porque, por lo dicho,
Pete Docter y su 'Inside Out' habían logrado encumbrar, una vez más (que ya tocaba), a la Pixar hasta lo más alto. Pero esto a nosotros no nos ha tocado vivirlo, pues para ese mismo horario, la organización había decidido contra-pogramar dicha -previsible- fiesta, con la presentación mundial de 'Rak Ti Khon Kaen'...
Traducido al inglés, 'Cemetery of Splendor'; traducido en términos un poco más comprensibles, la nueva película de
Apichatpong Weerasethakul, quien recordemos, con su último largometraje, 'Tío Boonmee recuerda sus vidas pasadas' tocó el cielo en este mismo escenario, llevándose para su Tailandia natal, una más que merecida Palma de Oro. Pues bien, dígase una vez más que este autor como la copa de un pino; este hijo predilecto de Cannes, ha sido relegado a una segunda línea que quizás sí que está adquiriendo más atractivo que años anteriores (si es que éste era el objetivo de los programadores, suposición ante la que, de nuevo, sólo encontramos el más profundo de los misterios), pero con todo esto, se están produciendo unas dinámicas peligrosísimas que ponen en serio riesgo la ya de por sí endeble definición de las líneas identitarias del certamen. En cualquier caso, y las cosas como son,
hoy en Cannes han coincidido en espacio y tiempo, dos bombazos que ya los quisieran para ellos todos los demás festivales del mundo. Seguro.
El que nos ha tocado a nosotros, sin duda alguna debería haberse visto en el marco de la Competición, porque
es digno de la que en circunstancias no tan extrañas, habría sido la segunda Palma de Oro (y consecutiva) para su autor. Salta al escenario Thierry Frémaux, el director del Festival (qué menos) e invita a todo el equipo de la película a acompañarle. Micrófonos aquí y allá, declaraciones amistosas para unos y otros... como si estuviéramos en el Grand Théâtre, claro. Solo que no lo estamos... por mucho que la película que se muestra a continuación se empeñe en opinar lo contrario.
El lugar de la acción (por así llamarla) es esa frontera donde el cine (de fronteras) de Weerasethakul se mueve tan bien. Pantalla en negro durante un largo período. Tiempo de sobra para que nos familiaricemos con los sonidos del entorno. El alboroto de las excavadoras compite a muerte con el de los animales de la selva, quienes forman alianza con el viento, mecedor de lujo de los hogares en los que viven. Se abre el objetivo, por fin, y vemos que, efectivamente, el hombre se está tragando la selva.
Lo rural choca con lo urbano... lo palpable con lo onírico... lo vivo con lo muerto. Allá donde la tierra removida levanta montículos artificiales, se levanta un hospital militar que reúne a los enfermos y médicos de la zona. Tres personajes sobresalen por encima de los demás: una anciana con una deformidad en las piernas, una médium y
un narcoléptico (claro guiño, éste último, al público de Cannes). Tres piezas que al cineasta tailandés le van como anillo al dedo para indagar en las inquietudes que han marcado, desde siempre, su manera única de ver, pero sobre todo, de entender el cine. Ésta confirma su esplendor, al mostrarse en pleno control de unas facultadas que parecen haber sido inventadas por él mismo. Por supuesto, no es regodeo en unas formas en las que se siente cómodo, sino la constatación de que el hombre no sabe filmar de otra forma. Digamos que
le sale todo del alma, y que no puede hacer nada para evitarlo. Ni falta que hace. Sorprende, en primera instancia, el -amplio- espacio que se deja a los diálogos, pero vuelve, al poco tiempo, el confort que sólo puede salir de esa mirada única, fundamentada, si de tecnicismos hablamos, en
un montaje (de imagen y de sonido) que se erige, una vez más, en una especie de lengua exótica y, claro, misteriosa. Una lengua que, sin embargo, podemos entender a la perfección. El resto, depende del alma. En serio.
Weerasethakul vuelve a obrar el milagro del trasplante de ojos, y cuando hemos querido darnos cuenta, después de haber parpadeado, parece que, una vez más, el mundo que nos rodea; aquel que creíamos conocer tanto, está todavía por ser descubierto, porque de hecho (y esto es así), no sabemos absolutamente nada él. Porque es después de las mejores películas de este inigualable maestro (y 'Cemetery of Splendor' desde luego lo es), que recordamos que el espacio y el tiempo son conceptos tremendamente relativos. Que el pasado convive siempre con el presente, que un árbol es testigo silencioso de aquel palacio que un día fue, que una roca nos habla, en realidad, y por qué no, de los suntuosos espejos que presidían, siglos atrás, ese mismo sitio...
Que el fantastique es realismo, y viceversa. Que la realidad es sueño, y que como tal, es susceptible de transformarse en aquello que nuestro subconsciente dicte en aquel momento. Esto, por supuesto, no es una película cualquiera. No es, ni siquiera, una película. Es el elegante, solemne y precioso testigo de que la magia existe.
Y claro, al final de la proyección, la locura se ha apoderado de la Debussy, este cine que, durante unos minutos, parecía el más grande e importante del mundo. Misterios del cine. Algunos, sólo posibles en Cannes, ¿dónde sino?
Mañana... ¿más?
por Víctor Esquirol Molinas
@VctorEsquirol
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No, en serio, suele pasar en la mayoría de festivales no? En la Oficial hay que meter lo que "vende" en secciones paralelas lo bueno, bonito y barato. Por lo menos en los que yo he estado me queda claro cómo Málaga con el Zonazine o las secciones paralelas de Donosti.
La SO del SEFF es canela. El resto tenía sus cositas..
Depende del carácter del festival. Las secciones oficiales pueden tener limitaciones normativas que propicie que secciones paralelas en las que existe más libertad tengan más nivel. En Donosti, por ejemplo, tienen que ser estrenos en Europa. Mientras tanto la sección Perlas es una recopilación de grandes títulos vistos en otros festivales.
En Cannes sin embargo los requerimientos son los mismos para todas las secciones, y lo lógico es que la sección oficial fuera la más potente. Que no sea así me parece un fracaso, pero también es verdad que es en parte resultado de diversas servidumbres que coartan la libertad a la hora de programar las películas (como es el buscar las estrellas, la fidelidad a directores, la geopolítica de las producciones, etc.).
Este año tiene pinta de que la Quincena ha sido la más interesante de todas (especialmente si contamos la de Miguel Gomes como tres películas diferentes).
La gran ventaja de Sevilla, al hilo de lo que comenta Yeezus, es que se ha quedado casi sin competencia en su línea de programacion, y puede elegir películas poco menos que a placer. La SO del año pasado era una barbaridad, quizás incluso pecando de exceso de autores/títulos consagrados para un festival que presume de inquietud.
Totalmente. Daba gusto ver lo que tocaba un día sí y otro también. Y el año pasado tocó Sorrentino..