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'Ida': Empezando con el pasado

Vía El Séptimo Arte por 27 de marzo de 2014

El pasado, lo sabe bien Paul Thomas Anderson, es una especie de fantasma. Un monstruo que, de algún modo u otro, siempre está al acecho. ''Puede que nosotros hayamos terminado con él... pero seguro que él no ha terminado con nosotros''. Sin previo aviso y de forma despiadada, su peso cae (mejor dicho, se ceba) sobre el individuo, normalmente cuando éste menos se lo espera. Quizás porque no contaba con ello; quizás porque había sido lo suficientemente iluso como para creer, precisamente, que había terminado con él. La tragedia puede producirse tanto en plural como singular. Por ejemplo, no son pocas las naciones que, en un ejercicio de enfermedad mental colectiva, han decidido arrancar (o peor, reescribir) algunas páginas de su propio libro de historia, para así enterrar unos traumas (sufridos o infligidos) que, supuestamente, nada ayudarían a la hora de afrontar un futuro mucho más brillante y esperanzador.

Dicho escenario, a pesar de ser mucho más frecuente de lo que podamos llegar a imaginar, es, por supuesto, falso, ya que sólo puede sustentarte por la asunción de una mentira, esto es, el que el mencionado monstruo no atacará nunca... sencillamente porque no existe. Pero como ya sabemos todos, los fantasmas del pasado siempre regresan... o siempre aparecen por ''primera vez''. Yendo al plano más estrictamente íntimo (que como veremos más tarde, y como casi siempre, va a llevarnos al colectivo), nos topamos, en un convento de la Polonia de 1962, con una joven novicia que, literalmente, no tiene pasado... o esto, obviamente, es lo que cree. La hermana Anna, que así se llama la muchacha, recibe noticias, por ''primera vez'', al menos desde que tiene memoria, de una tía suya, que resulta ser el único familiar que le queda con vida. Una vez se haya encontrada con ella, Anna descubrirá que en realidad su nombre es Ida... y que en realidad es judía.

Contextualizada en el lugar y la época, la bomba que acaba que caer sobre la protagonista ha ganado muchos más megatones de los que en un principio cabía esperar. Quizás porque las noticias, todas de un carácter sísmico más o menos pronunciado, son en realidad las réplicas de un(os) terremoto(s) mucho más intenso(s). Hablamos (y se nos habla) del día después, por así llamarlo, del infierno del nazismo... así como de su posterior y traumática cura, por así llamarla también. 'Ida', de Pawel Pawlikowski, aparte de ser una de las sorpresas cinematográficas más -incómodamente- agradables de la temporada, es también, con toda seguridad, uno de los mejores documentos sobre el holocausto (y como se ha dicho, sobre lo que vino a continuación) jamás filmados, a pesar (o no) de que su acción tenga lugar en el más estricto a posteriori.

Al fin y al cabo, no hay nada mejor que la perspectiva Histórica para acercarse a temas que, incluso a día de hoy, siguen siendo de lo más peliagudos (véase la faraónica filmografía de Claude Lanzmann, a riesgo de entrar en comparaciones con las que el propio Pawlikowski ya se ha mostrado en desacuerdo). En el año 62, en la Polonia soviética, del mismo modo en que sucede ahora, quedaban todavía muchas tumbas por encontrar, muchos árboles genealógicos por reconstruir... en definitiva, muchos asuntos por zanjar. Las facturas del pasado, desgraciadamente, suelen ser kilométricas. La hermana Anna, quien en realidad es Ida Lebenstein, va a darse cuenta de esto... y a experimentarlo en sus propias carnes. De forma repentina y con una intensidad desmesurada (reflejado esto último en el rostro pétreo, y aun así ultra-expresivo de una fantástica Agata Trzebuchowska), como mandan los cánones de la adolescencia por la que está pasando la protagonista.

De la mano de Pawel Pawlikowski, el despertar adulto y el fin de la inocencia, en todos los sentidos, adoptan magnitudes microscópicas y a la vez gigantescas. Con un excelente gusto por los encuadres y un magistral aprovechamiento del blanco y negro, los personajes se mueven por escenarios en los que quedan empequeñecidos... pero en los que, no obstante, tienen cosas a decir. Sea cual sea el ángulo de la cámara, ésta nos muestra una realidad gélida, a simple vista impenetrable, pero con una capa de hielo protectora de lo más endeble, lista para resquebrajarse en cualquier momento y dejar al descubierto un mar de aguas volcánicas. Una realidad que se cae literalmente a trozos por el insoportable hedor a putrefacción que proviene directamente de un pasado feroz mal sepultado que, como no podía ser de otra manera, pervive para hacer lo que mejor se le da: acechar para poco después atacar a sus víctimas.

La bomba, el (post)terremoto, y sobre todo los zarpazos del maldito pasado desembocan en una road movie con toque marcada y reivindicativamente femenino, técnicamente impecable, espiritualmente despiadada; certera. De una belleza siniestra. Cristalina en la formulación y exposición de sus tesis, pero para nada obvia y/o acomodada. Histórica, también, aunque de una vigencia espeluznante, seguramente porque nos habla de unas cuentas pendientes que jamás llegarán a ser saldadas. Víctimas, testigos, jueces y verdugos juegan a un angustioso juego de las sillas en el que nadie está a salvo, pero en el que también puede encontrarse algo parecido a la salvación. Sí, Pawlikowski nos deja con el amargo "¿Y ahora qué?", al igual que con la certeza de que no hay manera humana de acabar con el pasado, si acaso de empezar con él (y gracias a Dios por la posibilidad...). Pero por el camino, y no es poco consuelo, encuentra la esperanza de que la verdad nos hará libres (del peor encierro de todos, se entiende, el de la ignorancia)... o al menos nos dará los instrumentos para serlo.

Nota: 7 / 10

por Víctor Esquirol Molinas

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