Destrucción masiva
Vía Festival de Venecia
por reporter 08 de septiembre de 2015
En la sala de prensa del Palazzo Casinò del Lido, unos cuantos críticos se conceden unos minutos, entre película y película, para comentar la jugada. Los ánimos están altos, el ambiente es cordial y las bromas que se gastan los unos a los otros son ingeniosas y están exentas de malicia. Una delicia, vaya... Cuando de repente, se hace el silencio en el grupo. En toda la estancia. La ausencia total de decibelios se prolonga durante unos incomodísimos diez segundos, y luego, todo sigue como antes, solo que no exactamente de la misma manera. Ante lo sucedido, el periodista novato no puede morderse la lengua y pregunta: ''A ver, ¿alguien me puede explicar qué cojones ha pasado aquí?''; ''¿Es que no lo has notado?'', contesta uno, ''Tío, acabamos de cruzar el punto de no retorno'' Y así es. En un abrir y cerrar de ojos la moral jornalística ya no está tanto por las nubes, la relación entre profesionales se ha desgastado sensiblemente y las bromas se han afilado más de lo que deberían. Y es que la ley es pura matemática: a partir del quinto día de festival, el organismo empieza a resentirse. Ya verán, mañana será peor que hoy, y mejor que el día siguiente.
Así, si en la primera jornada imperaban los abrazos, las palmaditas en la espalda y los planes zampa-celuloide más ambiciosos, al final del recorrido solo se registran gruñidos, respuestas monosilábicas desganadas y tos. Muchísima tos. Hoy hemos llegado, por cierto al temido quinto día de la 72ª edición de la Mostra, y efectivamente, las dinámicas han empezado a invertirse. Por si fuera poco, dicho cambio de rumbo se ha efectuado con vistas a una destrucción mucho más inminente de lo que nos esperábamos. Es el principio del fin, y nadie está a salvo. Ni Tilda Swinton, ni Matthias Schoenaerts, ni Dakota Johnson, ni mucho menos Ralph Fiennes. Especialmente Ralph Fiennes. Son las 9 de la mañana y comienza la primera sesión de la jornada. Dos horas después, a las 11, el patio de butacas estalla en un abucheo estremecedor, tanto, que cabría atribuirlo a estos nuevos aires de devastación, y no tanto a lo que viene de proyectarse (sean comprensivos, somos humanos y a veces, aunque parezca que no, nos dejamos llevar por las pasiones más bajas, más aún cuando estamos cansados).
El caso es que acabamos de ver 'A Bigger Splash', remake a cargo de Luca Guadagnino de 'La piscina', cinta de Jacques Deray de 1969, y por si Sorrentino y Garrone no lo habían dejado claro este año en Cannes, se confirma ahora, y de nuevo, que el cine italiano ha optado por la internacionalización. Así, vemos como en el reparto desfilan los nombres de los actores antes citados, que entre el italiano, el francés (permiso para malpensar) y sobre todo el inglés, se las apañan para no verse demasiado frustrados ante ese tan frustrante invento que ha sido siempre la comunicación humana. Esperando a recuperar la voz, una estrella del rock (Swinton) se toma unos días de descanso en una idílica finca italiana, junto a su pareja sentimental (Schoenaerts). Y como sucede en Venecia, la calma y el buen rollo se ven bruscamente interrumpidos. En este caso, por la entrada en escena de un amigo en común (Fiennes), y de su hija (Johnson). A recordar, hoy la vista está puesta en la destrucción.
Y hacia allá se dirige precisamente el propio film, el cual después de unos dos primeros actos la mar de disfrutables (merced al estilo inquieto y juguetón de Guadagnino y a la presencia de un Ralph Fiennes tan omnipresente como magistralmente desmadrado), toma la decisión sorprendente (y por qué no decirlo, encomiable) de consumar el harakiri. Todo esto sin que a uno se le quite la sonrisa de la cara. Tan insensato como, a la postre, genial. A cada escena que pasa, el director italiano se libra más y más a un sentido de la comedia que atrapa por su atmósfera enrarecida, y también por el incómodamente sugerente diálogo que establece con el material fílmico original. Más o menos, como lo que hizo Herzog con el 'Teniente corrupto' de Ferrara. En aquella ocasión, se trataba de ver hasta donde cubrían los excrementos del primero, el cuerpo (alma y mente) del segundo; ahora, hay mejores vibraciones entre ambas partes, aunque a modo de filosofía vital, sigue imperando esa tan saludable irreverencia hacia lo que teóricamente debería ser sagrado. Y ríanse, por favor, que ésta es la intención de la cinta, porque en determinadas ocasiones (y más ahora, con los tiempos que corren), nos damos cuenta de que no hay nada más gracioso que un plato roto, que un coche averiado o que, ya puestos, un cadáver en el fondo de la piscina.
Y como en la primera sesión ya se han consumido muchas energías, nos tranquilizamos un poco por un momento y adoptamos el posado serio que exige (a gritos) el siguiente anfitrión del día. Pablo Trapero desembarca en Venecia con 'El clan', la película argentina más taquillera de la historia en su propio mercado (y ya que ha salido el tema, después de 'Relatos salvajes', gran triunfo, por segundo año consecutivo, de la factoría Almodóvar). Números del Box Office aparte, lo que realmente importa aquí es que la Competición está dando por fin signos de vida. Hoy lo hace principalmente a costa de uno de los capítulos más oscuros de la historia reciente del país latinoamericano. La noticia la encontramos en la sección de Sucesos, pero es claramente resultado directo de unas esferas mucho más altas. El titular nos habla de secuestros, de rescates, de víctimas mortales, pero de nuevo, hay que saber remontar en el contenido, leer entre las líneas y ver más allá de la gravedad de lo narrado. Se trata de que el impacto de la historia no nos noquee del todo, porque después del golpe (destructivo donde los haya), al espectador se le exige (previa invitación-a) una reflexión sin la cual el esfuerzo previo del cineasta argentino no hubiera servido de demasiado.
Podría decirse que éste ha encontrado por fin, el tan ansiado (y esquivo) equilibrio entre su habitual nitidez narrativa (pocos como él a la hora de que comprendamos toda la magnitud de un drama social que, desgraciadamente no se queda encerrado en las fronteras de su país) y ese punch corporal (nos ceñimos ahora a términos estrictamente corporales) del que tradicionalmente iba más necesitado. La crónica de todo lo acaecido durante los años 80 en la casa del clan Puccio definitivamente exigía esta combinación de elementos, pero claro, como siempre en el cine (y en la vida, en general), una cosa son las peticiones, y otra muy distinta es lo que se nos acaba dando. Afortunadamente, y después de haber recibido, durante casi dos horas, otra ración de palos marca de la casa, queda la firme convicción de que poco más se le podía pedir a la experiencia. A través de un uso sabio (y muy ilustrativo en las intenciones) de la música pop de la época, se va articulando un aterrador tratado sobre la cotidianidad del... terror, obviamente. De la aceptación de la atrocidad (en su implementación en el día a día) como el más aberrante de los síntomas de un estado de salud mental que, una vez más, y escandalicémonos (por favor) no se queda en el otro lado del charco.
Apoyándose en la también aterradora composición de ese monstruo que nunca falla (Guillermo Francella, quien suma otro trabajo memorable en su ya muy memorable carrera), Trapero nos va sumergiendo en otro paisaje que de nuevo responde perfectamente al sentimiento de destrucción, omnipresente estos días (por si no se había dicho ya) en Venecia. Crimen y familia se pegan el uno a la otra (y viceversa) mientras el sentimiento de pertenencia (esa droga de la que todos hemos tenido que echar mano en alguna que otra ocasión) se pervierte para desvirtuar, de paso, y con toda la malicia que se pueda adjudicar a la jugada, el concepto de la culpa, con su inherente responsabilidad (ya sea ésta compartida o no). Lo peor es que, mirándonos al espejo (que de esto va, principalmente, el cine del argentino), todo esto sigue presentándose con la angustia de los deberes que todavía están por cumplir. La conclusión es tan irrefutable como dolorosa, aunque no tanto como el siguiente plato que nos tiene preparado la Oficial.
'The Endless River' llegaba a Venecia con la intención de, por ejemplo, servir como consagración del sudafricano Oliver Hermanus, quien después haber firmado las muy dignas 'Shirley Adams' y 'Beauty (Skoonheid)', parecía preparado para dar ese salto cualitativo que le situara en, por ejemplo, plazas tan importantes como la que ocupamos estos días. Al inicio de la proyección, las expectativas se disparan, más si cabe, pues una melodía con aires nostálgicos nos despierta, precisamente, la mejor de las nostalgias. Lo que ven nuestros ojos son una serie de paisajes del país del director, pero el ritmo al que se nos presentan, sumado a la ya comentada música, sumada a la disposición de los títulos de crédito, nos recuerdan el sabor de aquellos clásicos del western. Huele, podríamos decir, a John Ford; huele a victoria. Solo que en realidad se trata de un oasis. Hay trampa, y no tardamos demasiado en descubrirla. Tan poco como el tiempo transcurrido entre el prólogo y el primer par de escenas, tras las cuales la apacible vida de un padre de familia se va al traste la noche en que tres encapuchados irrumpen en su hogar y matan tanto a su mujer como a sus dos hijas.
A la carta de presentación no se le puede negar el impacto... a todo lo demás sí. Lo que apuntaba a ser el punto de partida de una historia de venganza sangrienta, va derivando poco a poco (poquísimo a poquísimo, para ser más exactos) en un drama pseudo-romántico expiatorio de culpas. Nada que objetar ante dicho cambio de rumbo (siempre teniendo en cuenta, claro está, nuestras expectativas iniciales), donde sí puede alzarse la voz (y a grito pelado) es a la hora de explicar la gestión que hace Hermanus de sus propios recursos. Y es que a la endeble dirección de actores (pésimo el protagonista, Nicolas Duvauchelle), se le añade un guión con el vicio de redundar en sus defectos (básicamente, una irrisoria obsesión por los momentos involuntariamente surrealistas), así como una puesta en escena demasiado obsesionada por el aspecto estético y descaradamente negligente con todo lo demás. En esto del séptimo arte, la aritmética a veces da sus frutos: la suma de los contras supera, por goleada, a la de los pros, y así, es imposible tomarse en serio nada de lo que se nos muestra, en el peor de los casos, cuesta horrores mantener altos los párpados. El de atrás ha caído, y el del lado. El de dos filas adelante se levanta unas cinco veces de su butaca, se va, y vuelve, y se vuelve a ir... y nadie, absolutamente nadie, se queja. Y así durante casi todo el interminable de ese interminable río.
Y como no hay bien que por mal no venga (¿o era al revés?), podemos decir, al menos, que con Hermanus la Competición ha tocado fondo (al menos de momento). Básicamente, por la engorrosa falta de interés del producto, pero nos vale igualmente. A partir de ahí, nos dije la lógica de las funciones matemáticas, solo podemos ir a mejor. Veamos... Siguiente parada, Turquía. 'Abluka', cuya traducción más o menos literal sería ''locura'', y efectivamente. Emin Alper, sigue incidiendo en algunos los miedos expuestos en 'Beyond Hills', solo que de manera más abierta o, si se prefiere, desacomplejada. Sigue planeando por Venecia el fantasma de la destrucción. Más aún cuando en poco más de dos minutos y sin que medie diálogo alguno, el director ya ha conseguido que nos quedemos clavados en la butaca. Un hombre encerrado en un vagón de tren se despierta en plena noche por el barullo que hay organizado en el exterior. Intenta salir pero no puede, las cadenas que fijan la puerta se lo impiden. Ante la sensación de impotencia, esa reacción tan humana (y animal) que es el gritar. Y como si las cuerdas vocales del hombre las hubieran invocado, se producen en el exterior una serie de explosiones que hacen que todo (tanto lo que está delante como detrás de la pantalla) tiemble.
Pasado el seísmo, Alper pone el freno de mano y prosigue su camino de forma mucho más tranquila, pero para nada menos inquietante. Como otros muchos filmes de la misma cinematografía, el producto forja su identidad a través de un misterio (siempre rozando la antipatía del hermetismo) refrendado tanto por el apartado visual (estupendos juegos de claroscuros) como por el conceptual, plano este último desde el que se nos dibuja un país a medio camino entre la realidad y la ficción. Tanto en lo identificable como en la invención más pura se detectan siempre elementos demasiado relacionables con el terror del mundo que nos está tocando vivir. A partir de ahí, toca ir desencriptando la parábola socio-política. Los ojos ven controles policiales, infiltrados en comunidades vecinales, bombas caseras y perros asesinados a sangre fría. Recordemos, por ejemplo, el 'White God' de Mundurczó, así somo la necesidad, una vez más, de ver más allá. En este aspecto, 'Abluka' se descubre como un ejercicio (para el espectador, se entiende), tan estimulante como potencialmente frustrante. El riesgo de desafección es altísimo, tanto como el de la posible recompensa que espera al final del camino. Depende, principalmente, que el esfuerzo que el receptor esté dispuesto a hacer. Si es el requerido, encontrará en esta cada vez más desquiciada espiral paranoide, una de las experiencias más satisfactorias este año en Venecia. Y de no cumplirse dicho requisito, todo lo contrario. Cosas de la esquizofrenia; cosas de la destrucción festivalera.
Por último, el plato más fuerte que de momento nos ha dado la carrera por el León de Oro. Ahora mismo, a esto mismo huele el último trabajo de Amos Gitai, quien con 'Rabin, the Last Day', nos ayuda a comprender, entre otras muchas cosas, el por qué de su autoexilio en París. ''Soy sionista'', afirmó hará unas semanas en una master class, ''lo cual no significa que esté ciego''. Y si en Israel existieran cuatro voces más (no pedimos más) la mitad de sensatas que ésta... A lo mejor ya existieron, y a lo mejor éstas fueron asesinadas. Pongamos que hablamos de Isaac Rabin, Primer Ministro hebreo asesinado en 1995 a manos de un joven... sionista, precisamente. Simon Peres, ni más ni menos, se encarga de las presentaciones. De hablar del personaje homenajeado (por así llamarlo) y hasta de atreverse a teorizar sobre el transcurso de la -sangrienta- historia de su nación de no haber sucedido nunca el maldito atentado. Nos movemos pues, una vez más, entre la realidad y la ficción, y en este sentido, Gitati inicia esa odisea de dos horas y media (que esto es lo que dura la película de marras) con una lección brutalmente magistral sobre cómo mezclar el documental con la invención cinematográfica.
Vista de pájaro de una muchedumbre que se abalanza sobre la figura de Rabin. Gritos, confusión, caos... y claro, destrucción. Se oyen tres disparos, y de repente, hemos pasado del material de archivo más estremecedor a la recreación más reveladora. La tónica se mantiene, como se ha dicho, durante 150 minutos, y el experimento solo agota antes o después, cuando se constatan los malditos números. Durante el visionado, las horas se convierten en minutos, y los minutos en segundos. Pura magia fílmica. Puro milagro, si no fuera porque quien lo firma es un confeso ateo. Aquí solo hay una divinidad que vale: una verdad que es respetada (hasta sacralizada) tanto desde la perspectiva del documental como el de una ficción que en realidad no es tal. Tan valiente como necesaria, 'Rabin, the Last Day' es el último grito (de destrucción) por de un autor tan comprometido como inspirado, dirigido a las mentiras (y peor, medias verdades) usadas para construir las mentiras que, al mismo tiempo, han levantado el edificio que habitamos ahora mismo. Fuera miedos, fuera toda la basura que nos han contado para que nos callemos. Destruyamos toda esta porquería. El cine, también sirve para esto.
Estamos destruidos, buenas noches.
Mañana, más.
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por Víctor Esquirol Molinas
@VctorEsquirol