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Transexualidad para principiantes

Vía Festival de Venecia por 06 de septiembre de 2015
El calendario cinematográfico nos dice que en este año 2015, y desde el 2 hasta el 12 de septiembre, en todo el planeta sólo existe un lugar habitado o, al menos, sólo uno que merezca ser habitado. El Lido, ese pueblo flotante extraño, perteneciente a la no menos extraña (e igualmente flotante) ciudad de Venecia, pone a prueba la nomenclatura geográfica clásica. A la que en sus momentos de máximo esplendor fue conocida como la ''Serenísima República'', durante estos días se le puede adjudicar cualquier calificativo menos el citado. Los canales se ven noche y día rodeados de parásitos mitómanos en busca del enésimo selfie con la enésima celebrity; los críticos de cine descargan su frustración (contra la película de turno y contra el mundo en general) entre gritos y descalificaciones groseras; los fotógrafos dejan de lado el compañerismo profesional (si es que esto ha existido alguna vez) y se dan de codazos los unos a los otros, más o menos por los mismos argumentos esgrimidos por parte del primer colectivo al que se ha hecho referencia. Cualquier otra tribu urbana que venga en mente ahora mismo estará seguramente paseándose por las misas calles, y más probablemente aún ayudando a que el caos generalizado no decaiga un solo segundo.

Es lo que tiene ser la capital cinéfila mundial durante, hemos dicho, más de diez días... Solo que esto no va exactamente así. Porque aunque nuestra limitadísima perspectiva (sólo tenemos dos ojos, se siente) nos induzca a pensar lo contrario, el mundo sigue girando, el sol prosigue con su ronda eterna y todavía se registra vida en otras ciudades. En Toronto, por ejemplo, luce por todo lo alto un gigantesco reloj en modo cuenta atrás. El dispositivo de marras nos cuenta que faltan 4 días (hora más, hora menos) para que eche a rodar la 40ª edición de su certamen fílmico, con que si no fallan los cálculos, más que hablar de relevo entre la cita italiana y la canadiense, debe pensarse en términos más pegajosos o, si se prefiere, violentos: solapamiento, atropello, canibalismo... Que no les engañen las declaraciones oficiales, la competencia entre festivales existe, es feroz, y por supuesto no entiende de conceptos tan moderados como deportividad, fair-play o caballerosidad. Ahora cojan el calendario de nuevo y hagan el ejercicio mental de imaginarse a dos monstruos luchando por unos recursos que, no hay dudas al respecto, son limitados. Amplíen ahora el campo visual y pongan los ojos sobre la casilla de Febrero.

Ahí se toparán seguramente con unos premios que le birlaron el nombre al famoso tío Oscar y que nos guste o no, siguen erigiéndose, edición tras edición, como el momento cinematográfico más importante del año. Es ésta una realidad que, al igual que cualquier otra, se puede negar o bien aceptar, pero para los indecisos, un pequeño ejemplo: tanto el equipo de Sundance, como el de Berlín, como el de Cannes como el de Venecia descorchan la botella de champagne, se-gu-ro, cuando la Academia anuncia que tanto 'Whiplash' como 'El gran Hotel Budapest' como 'Foxcatcher' como 'Birdman' van a estar entre las finalistas a llevarse el premio más gordo al que uno puede aspirar si se dedica a esto del cine. Es así, y si todavía había escépticos en la sala, no tenían más que desplazarse hasta la Darsena hoy a las 9 de la mañana, hora ideal para descubrir la que, para muchos, figura ya entre las grandes favoritas a los Oscar de este año. ¿Lo ven? Estamos en septiembre, pero con la mente en febrero. Y así nos va. No se engañen, en parte hemos venido aquí a esto. Fuera máscaras venecianas. Y así nos enfrentamos a 'The Danish Girl', lo nuevo de Tom Hooper, quien en esta ocasión aparece con Eddie Redmayne bajo el brazo.

Se huele el prestigio (ése de las grandes productoras, ése que jamás surge por azar), y también las intenciones. Desde la bella presentación del Copenhage de 1926 (en el que, por cierto, y por lo visto, todo el mundo hablaba un inglés perfecto) hasta los títulos de clausura en los que se incide, por ultimísima vez, en la abrumadora trascendencia del drama de los protagonistas, el filme se reivindica como sacro guardián de la quintaesencia académica. A Hooper se le ven también las intenciones, y a Redmayne (por sólo citar dos ejemplos) aún más. El oportunismo del proyecto es total, y se ve refrendado tanto en su ficha artística como en las páginas de actualidad, sección sociedad. Y a sentarse, a esperar la lluvia dorada (perdón). La película llega justo a tiempo (porque su productora así lo ha elegido, con precisión milimétrica, cabe añadir) para que el tema de la transexualidad (y hablamos de ella siempre desde el punto de vista del mainstream más absoluto) haya pasado de ser un tabú, a un chiste a (y llegamos al día de hoy) un caramelo híper-apetecible al que se haga imposible evitar la tentación de hincarle el diente. Ración extra de caries para todo el mundo, eso sí, sin una pizca de dolor.

A no olvidar: el objetivo final son los Oscar, y para llegar allá, hay que gustar a cuanta más gente mejor. Bajo este cometido nació, evidentemente, la película que ahora nos concierne, y para este tipo de misión, pocos profesionales mejores que Tom Hooper. En sus manos, trampas tan potencialmente letales como cualquier cosa que tenga que ver con no contentarse con la heterosexualidad (así como con el cuerpo que Dios nuestro Señor nos otorgó en el momento de nuestro nacimiento), se convierten la excusa ideal para conectar con el -Gran- público. Esto, también es un arte, y si la palabrota suena demasiado mal, siempre puede invocarse ese oficio del que Mr. Hooper es, sin lugar a dudas, uno de los mejores profesionales. ''Pues aquí está tu audiencia, Tom'', dijo el pez gordo de la Universal, ''¡Trátala bien!'' Y a fe que lo hace. Demasiado. 'The Danish Girl' es una película tan agradable de ver (en el disfrute de su escenografía, en la apreciación del trabajo de sus intérpretes, en la ligerísima digestión de los temas propuestos, etc.) que a mínimo que en el gallinero quede un resquicio de conciencia, alguien, ni que sea una triste y sola persona, debería ruborizarse, ni que sea un poco, ante el conflicto de intereses que se está barajando sobre la mesa. Dicho de otra manera, ¿es compatible el dolor con el placer? Cuidado, no hablamos de perversiones sexuales.

Hablamos de sufrir sobre el papel y de regalarnos los sentidos en la pantalla. Todo, recordemos, para que nadie se sienta ofendido, para que nadie se ría más de lo que permite la -puta- corrección política... en resumen, para que a nadie le importe demasiado lo que está viendo. Y en un abrir y cerrar de ojos, han pasado ya las dos horas de metraje prometidas. Voilà, y a esperar a los Oscar, que alguno caerá, seguro. Y los puristas, venga a preguntarse qué diablos hace en la Competición veneciana un producto tan neutro y cobarde en lo que a toma de riesgos se refiere, y los venecianos, mientras, venga a esperar el favor de la Academia... y el Gran Circo ese en el que estamos atrapados, venga a reírse de todo un poco. La situación, vista desde lejos, ciertamente tiene su gracia: Siglo XXI, conciencia colectiva (la occidental, claro) plenamente abierta y desarrollada... pero en el fondo (no tanto) con los mismas ganas de siempre a acallar los mismos miedos de siempre. Ya saben, todo lo que huela a ''diferente'' tiene que pasar por una especie de filtro que convierta la antipatía del rechazo en algo parecido a la simpatía de lo conocido. Y silencio, porque Eddie Redmayne va a decir algo... Pues no, pero lanza una mirada furtiva a ninguna parte, y sonríe, y tropieza, y cae al suelo, y suena el piano meloso del Alexandre Desplat en modo piloto-automático, y los decorados hipnotizan con sus colores... Y a esperar...

... Y a seguir esperando, porque la Competición de esta 72ª Mostra sigue sin despegar. A este ritmo, rodarán (o deberían rodar) cabezas. Atentos a los despachos... y a la pantalla, porque Juliette Binoche está llorando. Una vez más. Qué gozada, por Dios. Así de bien empieza 'L'attesa', primer largometraje de Piero Messina, drama familiar en que la joven Lou de Laâge afronta la papeleta de compartir escenario con la supuesta mejor actriz de la historia del cine, en lo que es una espera Beckettiana no a Godot, sino a un tal Giuseppe, novio de la primera e hijo de la segunda. La reunión se da en Sicilia, lugar donde, ahora sí, se respetan las lenguas autóctonas, y donde al espectador le sobra tiempo para preguntarse sobre el peligro de confundir lo corto con lo largo. Digamos que lo que Messina quiere contarnos, podría uno ventilárselo en poco menos de, pongamos, veinte minutos (que ya que estamos, es lo que duraban, más o menos, sus anteriores trabajos), y digamos que, por desgracia, el hombre se toma el quintuple de tiempo. ¿Para poder así desarrollar mejor los personajes y las temáticas que les sobrevuelan? Ni por asomo.

La inversión se destina, casi por completo, en un narcisismo (estético, se entiende) que demasiado poco tarda en perder su encanto, y que demasiado poco ayuda a ocultar lo más aterrador del asunto: que la historia, por mucho que el envoltorio se empeñe en demostrar lo contrario, carece casi por completo de interés (emocional, intelectual, sensual...). Todo para llegar al final del recorrido (donde aguarda una pretendida bomba final que en realidad, y por pura obviedad, no es tal, ni nada que se le asemeje) con la cara de tonto que se le queda a uno al darse cuenta de que el absurdo de la situación, se lo ha comido con patatas. Y Beckett, que ahora sí, debe estar aplaudiendo. Y la nada, que le acompaña en la carcajada, y que como se ha dicho, no dura veinte minutos, sino cinco (o seis) veces más. Una tortura. Y la Binoche sigue llorando... suerte de ella. De su ego, que todo lo llena; de sus ojos, que todo lo ven; de sus lagrimones, que todo lo inundan. Bendita ella y todos estos sus atributos. En serio.

Y bendita sea la multiplicidad de secciones en los festivales. La carrera por el León de Oro, visto lo visto, puede quedarse en stand by hasta mañana. En la Sala Perla 2 (la misma donde se celebran las ruedas de prensa, pero con una pantalla más o menos ''grande'' y las luces apagadas), aguarda un programa triple compuesto por el Fuera de Concurso (¡bien!), la Semana de Crítica y las Jornadas de los Autores. Por partes. Empezamos con el plato fuerte de la jornada. Más que por su duración (tres horas y diez minutos, para no escatimarle a la propuesta ni un solo segundo), por quien la firma. Con 'In Jackson Heights', el incombustible Frederick Wiseman se toma un descanso en un su never-ending-tour de la excelencia, y se detiene en uno de los más emblemáticos barrios de Nueva York para mostrarnos lo que queda del mito del Melting Pot. Como con Hooper, las alarmas del subconsciente vuelven a dispararse ante la amenazante presencia del paria. Pero que no cunda el pánico, aquí éste recibe el trato que se merece, aquel que huye de cualquier edulcoración, vaya. Está presente, en cada plano, en cada decisión de montaje, pero sobre todo en la actitud observadora, nítida donde las haya, el sello distintivo del que puede considerarse como uno de los mejores documentalistas de la historia del cine.

Como marca el libro de estilo, la cámara y el micro apuntan (y nunca dirigen, mucho menos condicionan) hacia cada pieza del engranaje. No por vicio, sino por firme convencimiento de que el mosaico solo se puede ver una vez se han comprendido todas y cada una de sus piedras. El espíritu de este analista humanista se traslada en unas prácticas que, no por ya experimentadas en infinidad de ocasiones antes, pierden por ello su encanto. Es lo que tiene trabajar con una dedicación, compromiso y profesionalidad tan incontestables, que casi sin proponérselo, la predecible frialdad del producto muta en un calor casi abrasador. De asambleas, principalmente, va el asunto, y desde la reunión de propietarios más -drásticamente- trascendental hasta la cháchara aparentemente más insulsa, Wiseman siempre logra meter cucharada (sin intervenir jamás de forma directa en la acción, que ahí está el auténtico logro), rescatando de cada pizca de cotidianidad capturada por su objetivo una bocanada de vida para el séptimo arte. El maestro tiene, por cierto, 85 años de edad. Y como si fueran 20. Su último trabajo dura, dígase una vez más, 190 minutos... y como si fueran 20. Maravilloso.

Calificativo al que nos acercamos mucho (pero al que no llegamos) en las dos siguientes propuestas. En la Semana de la Crítica volvemos a encontrar otro debut en el largometraje, solo que ahora la experiencia se salda de forma mucho más satisfactoria. En 'Montanha', el director y guionista João Salaviza navega elegantemente entre las luces y las sombras de ese momento vital marcado por las primeras veces. Un dormitorio, una cama, una chica, un chico. Silencio casi sepulcral en el ambiente. Como aquí no va a pasar nada, la cámara se toma la libertad de mostrarnos el resto de la escena en una rotación de 360º que, cuando por fin ha acabado, nos descubre que aquí, al final, sí ha pasado algo. Un ruido, un momento, un beso. Fantástico, y sólo es una muestra de lo bien que este cineasta portugués combina la estética con el contenido. La magnífica fotografía de Vasco Viana, por ejemplo, nos deleita la vista con los tonos amarillentos / anaranjados de un sol que no se sabe si se levanta o si, por el contrario, se va a dormir. Lo mismo que los protagonistas de un coming-of-age que entiende que buena parte de la confusión de esa etapa por la que todos hemos pasado, viene dada por la entrada en una zona de la que ya se quiere salir. Tan fácil de decir como complicado de plasmar, pues bien, el tal Salaviza se lo propone y lo consigue. Sin excesos ni berreos, sin lucimientos, más allá del que nosotros debemos reconocerle por el temple, buen saber hacer y, en definitiva, sabiduría, calidades todas ellas tan raras en un rookie. Bienvenido al club de los adultos, pues.

Por último, y para no desentonar, otra ópera prima. Celia Rowlson-Hall pone cara, cuerpo y alma a 'Ma', suerte de reinterpretación de las Sagradas Escrituras en plena orgía entre Quentin Dupieux y Gregory Crewdson. Tan peligroso y estimulante como suena. Paseando por el desierto de Nevada, la Virgen María se detiene en un motel de mala muerte. Y a partir de ahí, a hacer volar la imaginación. Un inicio espectacular (tanto en el plano visual como en el conceptual) nos da a entender que en cada esquina nos estará esperando una nueva imagen de una creatividad tan extraña como atractiva... y sí, pero a un ritmo más aletargado a cada escena que pasa. Ya sea por problemas de sequía o por una excesiva (e infructuosa) fijación con conciliar la danza moderna con el cine, Rowlson-Hall termina el camino dejándonos cierta sensación de estancamiento final, pero también con la sospecha de que la marcianada que nos ha ofrecido puede servir, perfectamente, como carta de presentación de un talento a seguir. A esto hemos venido, también. En serio, hay vida más allá de la Academia.

Mañana, más.

por Víctor Esquirol Molinas
@VctorEsquirol

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