Igualmente, lo llaman amor
Vía Festival de Venecia
por reporter 05 de septiembre de 2015
No te has movido de la cama, pero para ti, la noche ha sido muy agitada. Esos malditos sueños se han repetido una y otra vez. Ella (en inglés, ''Her'', por ejemplo) sigue mirándote desde el otro lado del subconsciente, con esa arrogancia que tanto te martiriza... y que en el fondo, tanto te gusta. Bendita tortura. Afortunadamente (o no), abres los ojos, y después de secarte el sudor frío (más bien gélido) de la frente, te pones en situación. Vale... estás en tu casa. Solo. Y vuelves a pensar en ella. No hay manera. Te miras en el espejo, y como lo que ves no acaba de convencerte, te acercas un poco más... y sí, parece que las pupilas no pueden estar más dilatadas. Mierda. Defcon 2: Definitivamente, estás enamorado. Entendido, pero ¿ahora qué? Ante todo, que no cunda el pánico. Respira hondo, cuenta hasta diez y ahora sí, por lo que más quieras, despéjate, muévete, espabila... haz algo. Lo que sea.
Y sales de casa (bien), con la ropa puesta (doble comprobación... bien) y te diriges hacia la oficina, o hacia esa cafetería, o simplemente hacia ese lugar en el que sabes que te vas a topar con ella. Hay una voz dentro de ti que sigue desaconsejando dicha ofensiva; que opina que lo más sensato es seguir en la siempre confortable reclusión de la negación... Pero llegados a este punto, solo alcanzas a oír al valiente que llevas dentro, y que insiste en que o atacas, o la soledad (ay, la soledad) te ataca a ti... y esta vez será para poner fin, de una vez por todas, a tu patética existencia. Seguro. De modo que hacia ahí te diriges. Con determinación, convencido de la solidez de las posibilidades que el destino te ha reservado... Y cuando finalmente llega el momento, se repiten los síntomas de siempre. Esos temblores que se disparan, ese olor corporal que mata a cualquier ser vivo que se encuentre a cien metros a la redonda, esos tartamudeos que convierten las frases más simples en el más indescifrable de los jeroglíficos. No falla: Ella está delante tuyo... y tú te has vuelto a desmoronar. ¿Cómo ha podido suceder? No, ¿cómo ha podido suceder OTRA VEZ?
¿Por qué en casa eras el mismísimo Casanova y ahora no llegas ni a la sombra de aquel adolescente con acné que se meaba encima (literalmente) cada vez que una chica osaba dirigirle la palabra? Por el miedo escénico, está claro, pero sobre todo por ese maldito amor (lo llaman así), que agudiza todos tus miedos y carencias. Qué jodido; qué injusticia. Y qué decepción nos llevamos aquella vez que Drake Doremus decidió salir de su caparazón. El director de California, amo y señor de la Meca del indie estadounidense (esto es, el Festival de Cine de Sundance, donde en 2011 se erigió como triunfador absoluto con 'Como locos'... para volver dos años más tarde y dejar aún mejores sensaciones con la magnífica 'Breathe In'), se estrenaba en Venecia en el Concurso de uno de los grandes certámenes fílmicos del mundo... o al menos en lo que algún día (más o menos remoto, dependiendo de la memoria del cronista) fue realmente grande. Tanto como la decepción generalizada que podía palparse en el patio de butacas durante el pase de 'Equals'.
Muchas ganas había de ver lo nuevo de Mr. Doremus... y muchas más hay ahora de que llegue un nuevo proyecto suyo que ayude a limpiar el mal sabor de boca que nos ha dejado la experiencia. Estamos en Venecia, de acuerdo, pero la pantalla dice que en la Sala Darsena ya ha llegado el futuro. En él, el ser humano se ha olvidado de lo más fundamental: de su propia humanidad. En una sociedad supuestamente utópica, se ha logrado eliminar la práctica totalidad de enfermedades... excepto una, la peor de todas. Con el jodido amor (que así lo llaman) volvimos a topar. Silas se despierta algo agitado, y tras un breve autochequeo psico-físico, empieza a preocuparse. En sus pensamientos hay cada vez menos espacio para cualquier cosa que no sea Ella, que en este caso ha adquirido el nombre de Nia. Los problemas no cesan ahí: Inseguridad laboral, mente y memoria cada vez más dispersas, breves episodios depresivos... El pobre está en el pozo, y por lo visto todavía no ha tocado fondo, pues los resultados de su último análisis de sangre traen más malas noticias: Acaba de dar positivo en las pruebas del SOS, el síndrome más letal jamás conocido, que viene a confirmar que, efectivamente, está enamorado.
'Equals' se apoya en los mecanismos (por no hablar de tópicos) del nuevo (?) cine de ciencia-ficción para incidir en las inquietudes habituales del cine de Doremus. Ahí se empiezan a intuir los problemas. Para no complicarnos demasiado (que para esto ya está el cineasta americano), el amor (llamémoslo por su nombre) se presenta una vez más como, primero, esa fuerza sobrenatural a la que tanto tememos, y después como principal excusa narrativa. ¿Regalo o condena? Ambas cosas, pero sobre todo, incidamos, enfermedad. Chico conoce a chica... en un contexto en el que todo lo que surja a continuación va a traer, principalmente, muchos quebraderos de cabeza, por aquello de quedarse en los eufemismos. Se trata, principalmente, de enfrentarse a aquello que no puede medirse, con la frialdad y eficiencia del científico más laureado. Así, esa mirada, ese gesto nervioso de la mano y ese pelo erizado se convierten en el objeto de estudio por parte de un chaval que se debate entre su propio talento y el ya comentado miedo escénico. ''Mi jefe me llamaba Pequeño da Vinci'', afirma uno de los personajes de la película, y con esta falta de pudor, tanto hacia la genialidad como hacia el ridículo, se van destapando las miserias.
Descaradamente deudora de una infinidad de referentes (Spike Jonze, Charlie Brooker, Mark Romanek, incluso el propio Drake Doremus...) ante los que siempre queda en evidencia, 'Equals' no tarda en descubrirse como un ejercicio de estilo tan afectadamente hueco, cuyo encanto no logra sobrevivir más allá de los cinco primeros minutos. La hora y media restante confirma el desastre demasiado pronto detectable. Habiendo creado un mundo visualmente atractivo y cargado de posibilidades, Doremus se queda en lo primero (y gracias), y más que profundizar en él, se contenta con regodearse en su superficie. El esfuerzo arquitectónico es remarcable... al menos en lo que a fachada se refiere, pues en el interior del edificio solo logra percibirse un eco que, a cada réplica, no hace más que confirmar los peores temores. Éstos mutan en puro terror cuando la habitual falta de química que Kristen Stewart (por increíble que parezca, en el año 2015, la industria sigue confiando en ella) con cualquiera de sus parejas de baile marca la pauta en una historia demasiado obvia en la defensa de sus tesis, demasiado reiterativa en el uso de sus recursos, y demasiado torpe en el desarrollo (y posterior transición, véase la ridícula inyección de deus ex machina) de sus diversas etapas.
El exceso es, efectivamente, un defecto desesperante, y para muestra, un film que a pesar de la carga emocional con la que intenta arremeter, apenas logra rascar la epidermis. Lo mismo que tener entre las manos la mejor botella de vino de la bodega... pero sin la posibilidad de descorcharla. A falta de verdaderos estímulos, la calidad de su interior debe intuirse. Pero ni así. Cosas de la no-ficción especulativa, que ante todo, frustra. Y mucho. Este nuevo drama de amores condenados de Drake Doremus se contagia de la apatía de su punto de partida, y lo que es peor, la transmite también al espectador, quien de repente se da cuenta de que Guy Pearce y Jacki Weaver no son más que tristes monigotes, que Nicholas Hoult invierte su dinámica de consolidación como garantía de éxito, y que la Stewart, simplemente, sigue siendo igual de insufrible. Casi tanto como esa cursilada a la que alguien decidió llamar amor. Ya saben, no se fíen ni del tipo ni mucho menos de su brillante invención, al principio la broma tiene su gracia, pero tarde temprano, acaba estallándole a alguien en la cara. Y hay heridos, claro está... y por supuesto, ya se ha perdido esa ''gracia''. Qué lástima.
Y qué suerte que, justo después, la Mostra nos ofrece la posibilidad de levantarnos gracias al apoyo de un valor tan fiable como Sergei Loznitsa. Su último trabajo (si es que realmente puede usarse aquí dicha terminología), presentado fuera de la Competición por el León de Oro, nos sumerge en los convulsas calles del San Petersburgo (¿o era Leningrado?) de finales del año 1991. En 'The Event', el orden bipolar del mundo está a punto de romperse, y no teman por el posible spoiler, pues los personajes que se reflejan ahora en el patio de butacas no tienen ni la más remota idea de cómo puñetas va a terminar la por aquel entonces interminable Guerra Fría. Imágenes en blanco y negro, formato 4:3 y esa veracidad que solo puede emanar de los mejores documentales. Seguimos en la no-ficción, solo que ahora no hay trampa ni tropiezo que valga. Como aquel Patricio Guzmán que no temió en ningún momento afrontar (magistralmente, cabe añadir) el mayor proyecto de su carrera (hablamos obviamente del tríptico 'La batalla de Chile'), el director ucraniano se lanzó por aquel entonces al único sitio que realmente importaba: al pie de calle, de visión panorámica tan limitada como (y ahí está el qué) reveladora.
Suena de fondo, en lo que debe definirse como un solidísimo trabajo de montaje cinematográfico, un megáfono que no calla, un rumor exaltado que no cesa, y la mítica partitura de aquel Lago de los Cisnes de Tchaikovsky, cuyas notas fueron usadas durante esas agónicas últimas semanas, como último intento a la desesperada para intentar hacer creer al mundo que ahí ''todo estaba en calma''. Sin necesidad de meter mano en la nitidez del relato Histórico (al montaje nos volvemos a referir), Loznitsa está (o estuvo) siempre en el lugar y momento indicados, para forjar así un documento que tarde o temprano (enseguida llegamos) cobraría mucha más relevancia. Si el espectador parpadea, seguramente se lo perderá, pero ahí puede verse, durante al menos dos gélidos segundos, el rostro joven y desafiante de un tal Vladimir Putin. En aquel instante, la URSS se colapsaba ante el apoyo desesperado de su propio pueblo hacia ese pegote de emergencia (/chapuza) que fue la Federación Rusa. Ahora mismo, el invento ya consolidado, se divierte causando el mismo caos, en otras calles. Hablamos ahora de Maidan, esa plaza, ese accidente o ese brillante documental firmado por (¿adivinan?) un Loznitsa (estaba escrito) quien, de forma más o menos involuntaria, nos acaba de golpear, y de qué manera, con la contundencia de esa Historia empeñada en repetirse, hasta la saciedad, de la forma más cruel.
Y como de maldad hablamos, terminamos este primer recorrido veneciano en Israel, esa grandísima incomodidad, y ese país (dejémoslo así) desde el que llega 'Mountain', primer largometraje de Yaelle Kayam, presentado en la Sección Orizzonti. En un cementerio ubicado en la cima del Monte de los Olivos de Jerusalén, nos topamos con una madre de familia hebrea ortodoxa (peligro) que atiende estoicamente a todas las necesidades de sus seres amados. El que apuntaba a ejercicio de costumbrismo (marcado por la gravedad de unas circunstancias demasiado obvias y desagradables para ser citadas aquí, y ahora), se convierte poco a poco en un estudio de peronsaje(s) igualmente marcado por su entorno. La transición de una faceta a la otra marca también la superación de la posible frustración inicial (cosas de la pausa hermética con la que la autora aborda los primeros compases de la narración), para llegar al posterior interés en una historia que cuando finalmente descubre sus cartas (para entendernos, lo que pretende Kayam es acercarse lo más posible, y sin tapujo alguno, hacia las consecuencias del confinamiento, sin importarle demasiado, porque realmente no importa, la naturaleza de éste), se descubre como un magnético y desgarrador descenso a los infiernos.
Y desde ahí mismo, es decir, desde el Lido de Venecia (ese sitio invadido hoy por Johnny Depp) seguiremos informando.
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por Víctor Esquirol Molinas
@VctorEsquirol