Placeres culpables
Vía Festival de Sundance
por reporter 26 de enero de 2013
Desde bien pequeños nos dicen qué debemos y qué no debemos hacer; qué nos conviene y qué tenemos que evitar. Recomendaciones, consejos, avisos... reglas. Estamos bien educados cuando las seguimos obedientemente y sin plantearnos su conveniencia real. De hecho, hay recompensas por seguir el camino pactado, la mayoría de las cuales reducibles a la prorrogación de un contrato social en el que supuestamente todos salimos beneficiados. Perfecto. Pero también existe lo prohibido; lo teóricamente perjudicial, aquello que nos marcará permanentemente y le dirá al resto del mundo que cedimos a la tentación del lado oscuro... ¿y qué? Como si éste no fuera divertido. Cuando Sundance ’13 ya casi ha vendido todo lo que tenía que vender -en el sentido figurado y en literal-, huimos de la corrección de las secciones principales y vamos a buscar aquello que tanto nos gusta; aquello que el cuerpo nos pide para seguir en marcha.
La búsqueda de los conocidos como Guilty Pleasures (“placeres culpables”) empieza en el terreno a priori más propicio. Park City at Midnight abre de nuevo sus puertas y en el escenario aparece un maestro de ceremonias grandullón; de gestos inseguros que en absoluto reflejan su inmenso talento cinematográfico. Después de triunfar en Toronto tres años atrás con la imprescindible ‘Stake Land’, Jim Mickle vuelve a la palestra llevándonos a un lluviosísimo Delaware, lugar donde un ama de casa entra en un supermercado con signos aparentes de una enfermedad en estado avanzado, transcurridos pocos minutos, se desploma... y ya no se vuelve a levantar. Unas horas después del incidente, y cuando la tormenta ha dado una pequeña tregua, la policía intenta rehacer el camino de pistas que había trazado con tal de detener una misteriosa ola de crímenes.Estos dos hechos aparentemente inconexos marcan el punto de partida de la estupenda ’We Are What We Are’, cuyo título no oculta el parecido más que razonable con la cinta mexicana de culto ‘Somos lo que hay’, de Jorge Michel Grau. Mickle no se esconde quizás para honrar al material... y porque sabe que sale ganando en cualquier comparativa. No es un remake, se trata más de un reboot, al cogerse la idea primigenia y llevarla a un escenario (así como usarla con unos propósitos) totalmente diferente. Así, el impecable aprovechamiento de los nuevos (dentro de este escabroso universo de canibalismo) factores ambientales configura un American Gothic que además confirma a su autor como un auténtico superdotado del género.
Con la paciencia de los grandes maestros y una puesta en escena impecable, la película consigue que el terror se instale y se acomode en la atmósfera; que pase a ser parte imprescindible de ella, haciendo que sus grotescos estallidos se puedan producir en cualquier momento, y por supuesto, de la manera más desagradable posible, tal y como mandaban las reglas del juego. En la abarrotada sesión de madrugada en el Prospector Square Theatre la gente gritaba y se tapaba la boca para evitar males mayores. Al final de la sesión, eso sí, las manos volvieron a emplearse para lo que esta propuesta estaba destinada. Esto es, un cálido y merecidísimo aplauso... porque, admitámoslo, nos lo pasamos genial con los placeres culpables, así como con los cafres que nos los suministran.
En la inexplorada Sección Next, dedicada a descubrir los talentos que apuestan más rabiosamente por las nuevas tecnologías y/o nuevas fórmulas narrativas, encontramos una de las películas que más se están comentando este año en Park City. Y con razón. Un rápido vistazo a la sinopsis ya consigue que un escalofrío recorra nuestra espina dorsal. El baúl de los recuerdos se abre dejando al descubierto uno de los episodios más oscuros de la historia moderna. Año 2002, un francotirador consigue poner en jaque a la policía de un país entero por el rastro de implacable e indiscriminada muerte que va dejando a lo largo de un camino tan macabro como impredecible. Como en el peor cuento de terror, la alargadísima sombra del asesino de Beltway se alza amenazante sobre Sundance con ’Blue Caprice’, en referencia al color y modelo de coche desde el cual la letal pareja sembró el pánico.
El experimental y muy inquieto Alexandre Moors, hace ya más de diez años, quedó impactado -y quién no- por las noticias que veía en la televisión, pero lo que definitivamente le llevó a embarcarse en un proyecto dedicado a tan horrible efeméride fue la relación entre ambos asesinos. Es por esto que no debe extrañar que su película dedique la amplia mayoría de su metraje a la hora de acercarse, de la manera más directa y descarnada, a estos renegados que acabarían haciendo lo inimaginable. Tomándose ciertas licencias artísticas, Moors lleva propone al espectador un planteamiento algo hermético pero innegablemente efectivo si se consigue conectar con él. Una vez cocinado a fuego lento, el horror más inenarrable estalla en el patio de butacas, y entonces aparece la seguridad de que ya no estamos en un coche, sino en lo más profundo, oscuro e infernal del alma humana.
Mientras, en la Sección Documentary Premieres, y por petición popular, nos metemos en la repesca de ’Sound City’, donde nos encontramos con un grupo de individuos a los que ciertamente les van los placeres culpables. Nuestros queridos roqueros, los adictos a cualquier subidón -emocional o corporal, todo vale-; los mismos que nunca mueren, nos llevan a un inolvidable viaje por el tiempo para conocer la historia del mítico estudio de grabación que da nombre al documental, y que tuvo en las décadas de los 70 y 80 su época de máximo esplendor. Con ritmo, claridad en la exposición y un gran sentido del humor que hasta permite reírse -siempre con cariño- de los propios entrevistados (todos ellos consumadas eminencias del mundillo), el director David Grohl firma lo que solo puede definirse como una auténtica maravilla.
Desde la presentación del escenario, en el que nos encontramos con que una de las mayores catedrales históricas del rock and roll es también una andrajosa pocilga, suerte de patio de recreo para los colegas y en el que literalmente se podía orinar en el suelo o las paredes sin levantar las quejas de nadie, la magia de ’Sound City’ inunda la pantalla. Invitados de excepción que en su día dispararon allí mismo el contador de decibelios (hablamos de Metallica, de Nirvana, de Fletwood Mac, de The Pixies, de Johnny Cash, de Rick Springfiled... incluso del mismísimo Vincent Price) comparten de forma abierta y divertida sus vivencias el estudio, para que Grohl hilvane con precisión quirúrgica un estimable, entrañable e imprescindible documento sobre la tecnificación del mundo de la música. Un precioso canto a la artesanía como inigualable medio para alcanzar metas que trascienden lo temporal y lo material.
El discreto concurso en la Sección Oficial ha estado marcado por dos propuestas en las que existe una intolerable privación de determinados placeres... para algunos culpables, para otros imprescindibles para la supervivencia. En la primera, ‘Afternoon Delight’, empieza con una crisis matrimonial. A Kathryn Hahn su marido, encarnado por Josh “Ted-Mosby” Radnor, no le da un buen revolcón desde tiempos inmemoriales, y claro, así no hay quien comparta techo. Para poner fin a tan deplorable situación, se le ocurre la brillante idea de hacer una excursión familiar a un club de striptease, para ver si al bobalicón se le despierta de nuevo el apetito. Ni así, pero al menos de tan creíble salida sacará algo de partido, para ser más exactos, se hará amiga del alma de una stripper a la que por supuesto se llevará a casa.
Lo mismo que en aquel indignante panfleto ultra-conservador en el que la infame Sandra Bullock se llevó -y todavía esperamos explicaciones al respecto- el Oscar a la Mejor Actriz. La caridad de las juzgadoras (facilísimo serlo desde una posición de privilegio) élites sociales se lanza al rescate de los más desvalidos... siempre y cuando a éstos ni se les ocurra mezclarse con ellas. El absurdo se impone en una comedia que, para mayor tragedia, no pretende asentarse en estos terrenos, sino erigirse en un divertido a la vez que amargo estudio sobre las insatisfacciones de la clase media-alta americana. Va a ser que no. Por suerte los pequeños burgueses, bien interpretados todos ellos por el solvente reparto, vuelven a entregarse al polvo, y el público, al menos, puede dibujar una leve sonrisa en el rostro.
La segunda cita con la cama se titula ‘Concussion’, y también empieza con una crisis conyugal, motivada también por la falta de orgasmos diarios (después semanales, después mensuales...). Esta propuesta al menos tiene más chicha. El matrimonio es lésbico; la mujer más necesitada entra en la categoría MILF -googlear- y para encontrar aquello que no encuentra en el hogar decide -ahí va- empezar a ejercer la profesión más antigua de todas. Toma. Con este impagable material sobre la mesa, la directora y guionista Stacie Passon no parece sentirse del todo cómoda, de modo que va dando vueltas sobre sí misma sin acabar de llegar a ningún sitio en concreto; desarrollando bien sus personajes principales, sí, pero despilfarrando, por su falta de punch, cantidades inmorales de morbo. Y eso que al octogenario de dos filas adelante, durante uno de los muchos encontronazos sexuales, le ha empezado a brotar sangre de las fosas nasales.
Mañana, más.
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Por Víctor Esquirol Molinas