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Terroríficas metamorfosis

Vía Festival de Sitges por 08 de octubre de 2011
Nada permanece igual indefinidamente. Todo cambia, en parte por ello se dice que las apariencias engañan. Ejemplo, a simple vista podría parecer que Sitges es una población pacífica, silenciosa, amante incondicional de la calma y otros tesoros en peligro de extinción. Seguramente así es, pero nada es para siempre, y al menos, tenemos constancia que desde ayer, este encantador pueblo del Garraf se ha transformado, entregándose por completo a esa pasión medio-culpable que siente hacia el séptimo arte. Donde antes había calles semi-desiertas, ahora hay avenidas por las que circula gente con camisetas en las que se pueden reconocer fácilmente varios mitos del celuloide. Donde antes habían anuncios de compañías telefónicas, ahora hay inmensos carteles de películas que van a poder verse a lo largo de los próximos días. Ha habido una metamorfosis.

Un proceso con el que está muy familiarizado uno de los personajes más legendarios de la historia del cine. El retrato robot nos hablaría de un hombre que ronda los dos metros de altura, con dientes afilados como cuchillas, con ingentes cantidades de baba espumosa saliéndole de la boca, y con suficiente pelo en el cuerpo como para no pasar frío ni el Ártico. Eso sí, la mayoría de estas características sólo se dan cuando la luna llena resplandece en el cielo. Bingo, hablamos del hombre lobo, que ya tiene en su haber casi ochenta años de idilio con la gran pantalla. Felices bodas de roble, pues, y larga vida a los novios. A lo largo esta relación, no han sido pocos las cinematografías que se han acercado a este mito, y la nuestra no iba a ser la excepción. Para más información, consultar en cualquier buscador el nombre "Paul Naschy".

En España nadie duda quién es el rey de la materia, pero que conste que hay vida más allá del malogrado director/actor/guionista. Una prueba, el último filme del todoterreno Juan Martínez Moreno, que vuelve a probar suerte en el largometraje con 'Lobos de Arga', cuya acción comienza en 1901, año en el que un pequeño pueblo rural de Orense vivió bajo la temible represión de una condesa que ansiaba un descendiente digno de su linaje. Visto que en este asunto su marido no podía satisfacer sus necesidades, tomó medidas desesperadas -y sangrientas- que la llevaron a ver cumplidos sus deseos, pero que a cambio hicieron caer sobre su población una terrible maldición. Y de aquí al 2011, año en el que un escritor va a descubrir los horrores que se esconden en Arga, sitio en el que la evolución no ha hecho acto de presencia.

No, no es una película de terror. Ni por asomo. Sus intenciones no se alejan en ningún momento de las que por ejemplo debió tener en su día Edgar Wright cuando concibió aquella excelente cinta de culto titulada 'Zombies Party'. ¿O es que acaso una historia con muertos vivientes tiene que inspirar necesariamente miedo? Va a ser que no. Para no alejarnos demasiado del tema principal, estamos en la misma órbita que John Landis y su inolvidable 'Un hombre lobo americano en Londres', que nos lleva a repetir la pregunta y la respuesta de antes. Este mismo espíritu encontramos en 'Lobos de Arga', cuyo director la ha definido como "un completo disparate".

Totalmente cierto, y bienvenido sea, puesto que pese a que no aporte nada nuevo a la a estas alturas algo sobada mezcla de géneros, pesa más el que a lo largo de poco más de hora y media, predomine un buen rollo contagioso, merced sobretodo a los tres personajes protagonistas y a la buena química que hay entre ellos (estupendo una vez más el roba-escenas Carlos Areces, que le saca un partido extraordinario al tan tópico pero efectivo sentido gallego de la resignación) y a algún que otro momento de extrema inspiración (atención al juego que dan los dedos del protagonista). En el Auditori, pocos han sido los que no le han reído los chistes a esta pequeña pero muy digerible comedia gamberra.

La que ha conseguido todavía más respaldo popular ha sido una película que partía con ventaja antes de situarse en la parrilla de salida. Y es que su director es uno de los autores más reverenciados por las costas de Sitges. Como para no recibir este trato después de firmar obras tan extremas en todos los sentidos como 'Love Exposure' o 'Cold Fish'. Vuelve por enésima vez el maestro de las perversiones de todo tipo. Vuelve Sion Sono. En pie todo el público del festival... y en pleno éxtasis después del visionado de su último trabajo hasta la fecha, 'Guilty of Romance', que nos presenta a una dedicada y afectiva ama de casa que va dar un giro de ciento ochenta grados en su vida cuando se decida a probar nuevas experiencias que la alejen un poco de la reconfortante pero anodina rutina hogareña.

Los que estén mínimamente relacionados con la filmografía de este inconfundible cineasta, ya habrán adivinado al instante que la aventura terminará como el rosario de la Aurora. No es ningún spoiler, es el principio de la película, que nos habla de un asesinato que pone los pelos de punta. ¿Cómo se ha llegado a aquella situación? A esta cuestión contesta Sion Sono a lo largo de cinco capítulos desgarradores en los que saca a relucir una vez más su inimitable estilo (sucio, precioso y siempre estremecedor), en el que toda las fuerzas, que no son pocas, van dirigidas a la cara del espectador en forma de puñetazo fílmico. El resultado es una película que nos habla de nuevo sobre las metamorfosis, no sólo la de la protagonista, que se ve arrastrada hacia una espiral de sexo cada vez más repugnante, en una liberación vía explosión de la lívido, sino también la de una sociedad estiradísima, que bajo la máscara de la rectitud, esconde un rostro descompuesto por sus innumerables depravaciones. El viaje da todo lo que prometía: poner todos los pelos (todos) de punta, hecho que sólo puede surgir de la innegable fascinación que nos ha producido siempre el mal.

La sociedad nipona, experta en contradicciones (AKA, aquella en la que convive el protocolo más estricto con, por ejemplo, las máquinas expendedoras de bragas usadas), es la que hace caer al siguiente protagonista en otro proceso de metamorfosis. Se trata de un samurái que tras la muerte de su esposa, pierde las ganas de luchar; renuncia a su espada, a su honor, y por ello es obligado a ejecutar la ceremonia del harakiri (otra gran contradicción), no sin antes pasar por una condena por lo menos atípica, y que al mismo tiempo puede ser su única vía de salvación. El reto consiste en hacer reír a un joven príncipe que ha quedado traumatizado tras el fallecimiento de su madre. Días para conseguir la hazaña: treinta. Intentos por día: uno. Sin darse cuenta, este samurái de la vaina vacía (de ahí el título 'Scabbard Samurai') se ha convertido en un bufón. El punto de partida no está nada mal, y afortunadamente, el famoso cómico nipón Hitoshi Matsumoto no lo estropea.

Es más, le saca mucho más jugo del esperable, para regalarnos la que de momento es la gran sorpresa de este festival. Habiendo visto sus anteriores y más que interesantes trabajos, era de esperar una excentricidad que en efecto no falta a la cita (véanse por ejemplo personajes como el temible asesino quiropráctico, que lleva tatuado en la frente el sello Matsumoto) pero, y aquí está el regalo inesperado, la sucesión de payasadas dignas del primerizo Takeshi Kitano de 'Humor Amarillo' van dejando paso poco a poco a un cuento que conjuga con maestría la comedia con el drama, y en el que poco a poco se va abriendo paso una ternura no impostada que emociona y se queda en el recuerdo del espectador, algo digno del ya más experimentado Kitano de 'El verano de Kikujiro'. La guinda la pone el descubrimiento de la niña Sea Kumada, un pequeño prodigio de la interpretación que se come la pantalla en cada aparición.

Para terminar nuestro periplo asiático, una breve parada en Corea del sur, ideal para descubrir el nuevo largometraje de Ryoo Seung-wan, amigo del alma de Park Chan-wook y Kim Ji-woon. Con 'The Unjust' accedemos a un intrincado juego de poderes y puñaladas traperas varias entre un policía y un fiscal, asfixiados por sus ambiciones y por la hostilidad de sus respectivos entornos. Desconcierta el enfoque que Seung-wan le da al tema, a camino entre la denuncia más feroz y la comedia más histriónica. Aún así el relato sigue siempre adelante con un ritmo endiablado, y las dos horas de metraje pasan volando en este interesante relato sobre los conflictos de intereses que se encuentran en toda jungla laboral.

De Asia a Europa para recoger a Xavier Gens... e irnos inmediatamente a Nueva York, sólo para darnos cuenta de que la que podría ser considerada como la capital del mundo, ha cambiado radicalmente en cuestión de segundos. Una excelente primera escena para introducir 'The Divide', clase magistral de aprovechamiento ultra-eficiente de recursos (una filosofía en este caso de imperativa necesidad, sobre todo teniendo en cuenta que debido a ciertas dificultades económicas, el proyecto sólo pudo llegar a buen puerto gracias a la financiación de... los padres de un ayudante del director). A través del reflejo en la pupila de una aterrada chica vemos cómo una lluvia de misiles cae sobre la Gran Manzana. A partir de aquí, la oscuridad absoluta.

Un refugio antinuclear que da cabida a un grupo de gente comandado por un recuperado y convincente Michael Biehn (que momentos antes de la proyección recibió el premio Màquina del Temps en honor a su carrera dedicada al fantástico), así como a los temores e impulsos de sus ocupantes. Es así cómo avanza la historia de 'The Divide', a base de impulsos... cada vez más extremos. El encierro prolongado sumado a la poca -y desesperanzadora- información proveniente del exterior harán que la convivencia pacífica vaya cediendo espacio primero a las tensiones, después a la barbarie, y por último al salvajismo más desenfrenado. No hay manera de salir de este infierno diseñado por un director que en 'Frontière(s)', su anterior película, ya dio muestras de su gusto por lo escabroso. Este mismo adjetivo sirve para definir su última propuesta, que no escatima en episodios morbosos, más que por sadismo, por interés antropólogo, en el que, eso sí, reina un pesimismo exacerbado. Mientras el espectador no puede apartar la vista de la pantalla a lo largo de toda esta experiencia extrema, la degeneración física (soberbio trabajo de maquillaje) y ética se va agudizando en un colectivo que ofrece un gozo absoluto al público de un festival con el doctorado en regodearse en las situaciones límite. Y a quien no le guste, que abandone el maldito búnker.

Mañana, más

Por Víctor Esquirol Molinas

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