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Lo bueno, si largo...

Vía El Séptimo Arte por 21 de mayo de 2011
Ni que sea porque desde El Séptimo Arte somos los primeros interesados en estar el año que viene en Cannes, es poco aconsejable criticar a la organización, pero resulta que a veces es obligatorio abrir el apartado de "Haciendo amigos"... y más cuando, tras diez intensísimas jornadas de festival, el cansancio acumulado hace que se pierda la noción de qué es real y qué es sueño... de qué es propicio y qué es contrario a nuestros intereses. Pero así están las cosas: en las largas colas que se forman alrededor del Palais des Festivals, los ánimos están más por los suelos a cada proyección que pasa. Más aún cuando algún insensato osa echar un vistazo al programa y comprueba que ninguna de las películas que está por llegar baja de las dos horas de duración.

Justo cuando la mente pide un descanso a gritos; justo cuando serían muy de agradecer productos de fácil de digestión (servida a través de un metraje reducido, o de temáticas con las que estemos relacionados, cualquier opción sería bienvenida), Monsieur Frémaux y compañía han decidido darnos el golpe de gracia con una serie de películas cuya ficha técnica/artística, admitámoslo, y para que conste en acta, incita más, si cabe, a la depresión absoluta. Entre bostezos, en el mejor de los casos, y ronquidos en el peor, han transcurrido (y seguramente van a transcurrir) las sesiones de las principales Secciones, que deben servir para despedir esta movidísima 64ª edición del Festival de Cine de Cannes. Una reacción que hay que saber analizar debidamente, al ser el hecho de ver por fin la luz al final del túnel, el único argumento usado por muchos por no perder una cordura corroída por la cafeína y otros sucedáneos.

La primera prueba de fuego de la jornada ha llevado por título 'This Must Be the Place', esperada última obra de uno de los autores italianos más fascinantes de los últimos tiempos. El eterno outsider del país transalpino vuelve después de tres años en silencio, después de la virtuosa pero también discutida 'Il Divo', biopic sin igual del lánguido y oscuro político Giulio Andreotti. Sorprende que para su regreso este provocador nato haya vuelto a aliarse con la productora Medusa, propiedad del todopoderoso Silvio Berlusconi. Maniobra que debe entenderse en clave de mayor acceso a recursos, y -imposible ocultarlo- porque si algo aprendimos de su citado último trabajo hasta la fecha es que se trata de un realizador que tampoco le hace ascos a personajes como 'Il Cavaliere'.

Sea como fuere, Sorrentino se ha hecho con los servicios siempre estimables de Sean Penn, que para la ocasión se pone en la piel de Cheyenne, una antigua estrella del rock que lleva veinte años apartado de los escenarios, disfrutando -o no- de su vida de casado en su ostentosa mansión, y que recibe la noticia de la repentina muerte de su padre. Tenemos el ya clásico personaje central peculiar con el que tanto le gusta contar al cineasta italiano. Un personaje que no llega a las altas cotas de cinismo de aquellas brillantes composiciones de Toni Servillo, pero que sin duda entra de lleno en la categoría de marciano; de perro verde, o como guste llamarle. Con una comicidad muy cercana a la del Bill Murray al servicio de Sofia Coppola o Jim Jarmusch, el actor que ya presentara hace pocos días en este mismo escenario 'El árbol de la vida' se pone toneladas de maquillaje en la cara y recorre todos los Estados Unidos en busca de reconstruir la historia de su progenitor, que le remonta a la Segunda Guerra Mundial.

Con consonancias de la brillante -nunca mejor dicho- ópera prima de Liev Schreiber 'Todo está iluminado', se trata de un viaje iniciático que se desinfla a medida que sube la cuenta de kilómetros, y en el que, como era de esperar, el viejo rockero va madurando con las experiencias compartidas con los otros viajantes que va encontrando por el camino. Del doble de Gordon Gekko a una madre soltera camarera de bar de carretera pasando por un jefe indio o el inventor de las maletas con ruedas. Sorrentino se muestra mucho más comedido y sentimental que en sus anteriores trabajos, dejando las filigranas con la cámara para otra ocasión, pero dejando muestras de su estilo, ya sea en el aprovechamiento de la música (moviéndose a ritmo de distintas versiones del tema de los Talking Heads, que de título al filme), ya sea en el dibujo de personajes y situaciones que, en su particularidad -para tirar de eufemismos- está su belleza.

De belleza formal sabe mucho Nuri Bilge Ceylan, ganador del Gran Premio del Jurado, así como el otorgado a la Mejor Dirección en Cannes en los años 2002 y 2008 respectivamente. Se trata de otro de esos autores arthouse, cuyo hábitat natural se encuentra en citas cinéfilas como la que nos ocupa estos días. Aquellos eventos en los que muchas veces se aprecian determinadas propuestas por el "simple" hecho de alejarse de las tendencias generales. El turco Ceylan encarna a la perfección este espíritu. Es quizás por esto, y porque su última película, 'Once Upon a Time in Anatolia' nos mantendría sentados en la butaca durante más de dos horas y media, que las caras de buena parte de los asistentes a la sesión de media tarde a la Sala Debussy eran más bien... largas, claro.

Pero resulta que finalmente, y por increíble que parezca, los ciento sesenta minutos de metraje han pasado mucho más rápido de lo esperado, gracias a un cineasta en estado de gracia tanto a la hora de escribir, como de dirigir. La historia empieza con tres coches circulando por una carretera en plena noche. De uno de ellos baja un hombre esposado y unos policías que buscan lo que parece ser la escena de un crimen. No hay suerte, y la caravana se ve obligada a retomar la marcha. Y así hasta que salga el Sol. "Puede usted contarlo como si se tratara de un cuento de hadas", comenta un personaje a otro al principio de la aventura... y precisamente de esto va la película: Unos policías buscan un cadáver. O dicho de otra manera: Érase una vez en Anatolia, un grupo de hombres que surcó las llanuras turcas amparados por el misterio de la oscuridad, y con la mente puesta en la resolución de un terrible crimen.

Así, se construye un clarividente discurso sobre la dicotomía entre la fantasía y el escepticismo (que tiene su cumbre en la cada vez más enigmática historia de una mujer que predice la fecha exacta de su propia muerte), en el que el espectador, según lo abierto que esté a lo planteado por Ceylan, se decantará por una opción u otra. Donde ya habrá más unanimidad es a la hora de reconocer la capacidad del otomano a la hora de captar imágenes de todo tipo -importante- que se quedan grabadas en la retina... ya sea un tren atravesando la negra noche, o una roca con forma humana iluminada por un relámpago, o el perfil de un doctor que poco a poco, va digiriendo lo que acaba de vivir... Solo posible en Anatolia; solo posible de la mano de Ceylan.

Para no desentonar con la tónica de esta décima jornada, en la que también cabe destacar la lección de cine que ha dado Malcolm McDowell en la Sala Buñuel, repasando sus experiencias más destacables de toda su carrera, en Un Certain Regard solo se han visto películas de más de dos horas de duración. Y que nos quiten lo bailado. La primera de ellas, 'The Murderer (The Yellow Sea)', nos sumerge en la zona bañada por el mar Amarillo, donde se junta la nación china con la coreana. Sus habitantes, conocidos con el término semi-peyorativo "Joseonjok", tienen el dudoso honor de ser una de las comunidades con una mayor tasa de criminalidad en todo el mundo: un escalofriante cincuenta por ciento. Es decir, la mitad de dicha población tiene contacto directo en algún momento de su vida con actividades delictivas, y por supuesto, el protagonista de esta historia, no marca la excepción.

Ahogado por las deudas contraídas en los juegos de azar, y amargado por la ausencia de una mujer que consiguió emigrar a Corea del Sur, se trata de un taxista que se verá obligado a aceptar un encargo que le llevará a Seúl para asesinar a un hombre. Un trabajo aparentemente fácil (si se obvian los conflictos éticos, no hace falta decirlo), que no obstante llevará al antaño taxista a jugar un papel decisivo en una cada vez más encrudecida guerra entre bandas criminales. Explosiva mezcla entre cine de gángsters y bloodshed-hero movie, en la línea de la interesante 'A Bittersweet Life', de Kim Ji-woon, 'The Murderer (The Yellow Sea)' es otro producto que parece hecho para el disfrute del público de Sitges, al irse cambiando, a cada escena que pasa, de forma más descarada, la calma y la tensión por la furia y la hemoglobina, en una espiral de violencia progresivamente descerebrada, pero por ello divertida. Más si no se es un alma sensible.

Donde sí que el sueño ha ganado la partida ha sido en 'Okhotnik (The Hunter)', de Bakur Bakuradze, que sin proponérselo, ha ofrecido un memorable repaso de biología humana. Resulta que cuando estamos a punto de dormirnos, el cerebro manda estímulos a ciertos músculos del cuerpo, para asegurarse de que éste no está muerto. El clásico espasmo, a veces preludio de la caída, a veces prórroga de lo inevitable. Al cabo de media hora (y quedaban todavía más de noventa minutos), la rutina en una granja de cerdos rusa, dirigida por un cazador (a quien le gusta soltar escopetazos de vez en cuando), ya daba síntomas de agotar todo su encanto... si es que llegó a tenerlo alguna vez. Excusa perfecta para bajar un poco la vista, y concentrarse en el patio de butacas, en el que los comentados espasmos, hacían que periódicamente, se viera saltar por encima del asiento, alguna cabeza o brazo, síntoma irrefutable de que el somnífero estaba haciendo su efecto.

A mitad de la historia (y quedaban aún sesenta minutos), un compañero de la prensa rompe el silencio sepulcral del filme con una respiración profunda, que poco a poco, va derivando en ronquidos. Sería el momento de despertar al irrespetuoso individuo. Cuando el movimiento de codo va a rescatar al agotado periodista de los brazos de Morfeo, la maniobra no llega a ejecutarse. El brillo de la estepa rusa proyectada en la pantalla se ha posado en su cara, vislumbrándose así una imagen celestial. Cabeza ligeramente inclinada hacia la izquierda, ojos cerrados... y una leve sonrisa que revela un estado de felicidad absoluta. El angelito ha alcanzado el nirvana. Muy desalmado se tendría que ser para poner fin a tanta alegría. Mejor cederle el honor al cazador, que si los cálculos no fallan, debe estar a punto de coger su querida escopeta. Y así se hace. El señor acreditado vuelve a la realidad convulsionando y con cara de susto, causando la risa generalizada entre unos espectadores que han visto en esta escena, el único argumento para no abandonar la sala, y llegar hasta el fin de esta película pesada, aburrida y carente de cualquier tipo de atractivo. Lo malo, si largo...

Mañana, más.

Por Víctor Esquirol Molinas

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