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La realidad como terror

Vía El Séptimo Arte por 17 de febrero de 2012
Estamos en la recta final de la 62ª edición del Festival de Cine de Berlín, y en la calle todo sigue igual. La nieve aprovecha las concesiones del termómetro para hacer eventuales actos de presencia, los espectadores ávidos de su droga particular se agolpan en las taquillas para ver la nueva película de su director favorito, no sin antes haberle dedicado al programa del certamen unos cuantos minutos, bolígrafo en mano, para ver hasta dónde permite llegar el reloj. Como hacer cola no se hizo para divertir, los más listos optan directamente por plantarse en la entrada de la sala de proyección cinco minutos antes de que ésta empiece, y mostrarle al pobre vigilante su mejor cara de Oliver Twist para entrar y así ahorrarse cualquier mero trámite previo. La táctica funciona, por cierto. Doy fe.

Es dentro de las salas donde ha habido verdaderos cambios remarcables, exactamente dos. El primero ha venido a confirmar un tópico festivalero que este año estaba esperando demasiado en dejarse ver. Es por ello que se notaba cierto cabreo entre el personal, porque lo admitamos o no, a todos nos gusta que las cosas salgan según lo previsto; que se siga el guión pactado. Éste nos dice que en todo buen festival cinematográfico, la industria local, a través de sus propuestas, debe estamparse estrepitosamente en algún momento u otro. Será porque dichas películas entran en la competición con criterios más laxos de selección, será porque la prensa local simplemente le tiene ganas a los suyos... pero los datos son irrefutables. Así, en el Kursaal de San Sebastián siempre nos cargamos alguna película patria (aunque ésta se acabe alzando, para mayor sorpresa de medio mundo, con la Concha de Oro), del mismo modo que siempre habrá alguna cinta italiana que salga escaldada del Lido de Venecia. En la Croisette de Cannes esto no se da tanto, lo cual puede tener mucho que ver con el tan típico chovinismo de la nación gala.

El caso es que el Palast de Berlin no escapa de esta esquizofrenia colectiva que consiste en tirarse piedras al tejado. Christian Petzold y Matthias Glasner se habían salvado de la quema (el primero además sacando buena nota)... no puede decirse lo mismo de Matthias Glasner (una vez más aliado con el famoso cómico alemán Jürgen Vogel, muy hábil también en tareas dramáticas), que ahora sí, con 'Gnade (Mercy)' ha propiciado que se diera el comentado tópico en el Palast. El problema es que queda la sensación de que los abucheos oídos al final de la sesión se hubieran podido evitar de haberse proyectado la cinta en cuestión durante los primeros días del festival. Aquellos en que tanto crítica como público (pero sobretodo el primer grupo, que por razones obvias acusa más el desgaste del paso de los días) acuden con las baterías rebosantes de energía, y de entrada no le ponen tantos ascos a lo que se disponen a ver... por muy larga, lenta y/o densa que sea la película.

Este es precisamente el problema, que se trata de un film largo... cuando podría no haberlo sido. Así, las más de dos horas de metraje podrían haberse comprimido en una más que aceptable y honrosa hora y media. De hecho, en los últimos compases de esta historia situada en las gélidas tierras noruegas, más allá del círculo ártico (lo cual permite que la vista se deleite con impresionantes paisajes, y que los acontecimientos queden entre la luz y la sombra permanentes de esas latitudes), y que tiene como tema principal la culpabilidad (y la posibilidad del posterior perdón), se ha oído en más de una ocasión diversas voces que pedían con voz más o menos alta, que se terminara la historia. Pero no, Glasner, especialista en dotar a los personajes de sus películas con un muy profundo trasfondo psicológico, se empeña en rizar el rizo, en remarcar lo que ya había definido, y en consecuencia, en ser obvio, incluso cargante, y esto a estas alturas de la competición, no se perdona.

No han mejorado nada las sensaciones en la ronda de hoy de aspirantes al Oso de Oro con el danés Nikolaj Arcel, un director que a lo largo de su breve pero intensa carrera, ha demostrado que si de algo no tiene miedo, es de atreverse a entrar en esa especie de jaula que hasta hace bien poco parecía reservada a los más raros de la clase. Nos referimos al cine de género, aquel que, en el mejor de los casos (y éstos se ven vez más a menudo), va de dentro a fuera. Comienzan en una temática muy concreta, que acostumbra a requerir unos esquemas muy concretos, para ir asomando poco a poco la cabeza en otras materias, e ir trascendiendo así en temáticas más universales. En sus dos primeros largometrajes, Arcel ya había practicado este tipo de cine (interesante thriller político en 'El juego del rey' y fallido terror para toda la familia en 'La isla de las almas perdidas'). Como guionista, también sirve para su presentación el texto que escribió para adaptar a la gran pantalla la saga Millennium de Stieg Larsson.

Para su nuevo proyecto en la dirección, 'A Royal Affair', no cambia de filosofía, probando suerte ahora con el cine histórico, para ubicarnos en la Dinamarca de finales del s.XVIII. Sí, la misma época que tanto nos hizo sudar en las clases de historia del colegio, por la sencilla razón de que no había nación del mundo civilizado que no anduviera cabreada y por lo tanto a malas con lo que más adelante bautizaríamos como "el Antiguo Régimen". Vientos de cambio soplaban desde Francia, y el pequeño nórdico reino no pudo evitar resfriarse. El nuevo filme del cineasta danés es precisamente el análisis de este estornudo en forma de implantación frustrada de la ilustración. Para ello se centra en el triángulo atípico amistoso-amoroso compuesto por los dos monarcas y un doctor alemán que va a ir ganando peso en el gobierno del país. Las cosas de palacio van despacio... y 'A Royal Affair' también. Demasiado, siendo éste otro triste ejemplo de películas innecesariamente alargada, que para colmo de males se alimenta de una melosidad y sentimentalismo en ningún momento convincentes, además de una interpretación demasiado endeble y maniquea de la historia, que ni Mads Mikkelsen, ni una correcta recreación de la época (en términos técnicos) consiguen borrar.

Volviendo al principio de esta crónica, el segundo gran cambio de la jornada se ha producido también en el errático rumbo de la Sección Oficial a Competición, y ni falta hace decir que ha sido para bien. Éste ha llevado por título 'Just the Wind', firmado por un auténtico asiduo de la Berlinale, el húngaro Benedek Fliegauf (cuyo último filme, 'Womb', inquietante cruce de romance y ciencia-ficción, pudimos ver en la última edición del Festival de Cine Fantástico de Sitges). Ha falta de una jornada, no son pocos los que señalan a esta cinta como la gran favorita a hacerse con el Oso de Oro... y razón no les falta. En efecto, y mirando el palmarés de otros años, parece que todo encaja en la ecuación planteada por el cineasta nacido en Budapest. Al fin y al cabo, ahí tenemos dura -durísima- historia que además está comprometida con una realidad social deplorable. Ingredientes que aquí gustan, y mucho.

Para ponernos en materia nada mejor que unos títulos que nos dicen que lo que vamos a ver a continuación es la recreación de unos horribles actos delictivos que tuvieron lugar en Hungría entre los años 2008 y 2009... y cuya investigación judicial sigue en proceso. Esto es riesgo, y lo demás son tonterías. Bienvenido sea. Esto es auténtico cinéma vérité, de aquel que se te queda grabado en la retina, más aún en este caso. Porque Fliegauf ya ha avisado de lo mal que va a acabar todo, con lo que uno solo puede sentarse a esperar el momento fatídico. La tensión se hace insufrible (como debe ser), y la asfixia en forma de cacería humana, a la que el racismo encarnado -y descarnado- somete a una comunidad gitana, traspasa la pantalla para agarrar del cuello al espectador, que nota como cada vez le cuesta más respirar. Lo que comentábamos antes del buen cine de género se aplica también a 'Just the Wind', al ir mutando el contenido social en puro horror. Y exactamente esto acaba siendo la película, uno de los ejercicios de terror más conseguidos y brutales de los últimos años. Por estar excelentemente puesto en escena; por apestar a realidad.

Con la conciencia tranquila nos hemos zambullido, ya fuera de la Competición, en un documental dedicado a una de estas figuras en la sombra (en los últimos años ya no tanto) del mundo del arte, Anton Corbijn, fotógrafo de profesión, que ha ido extendido su hoja de servicios pasándose a la dirección primero de videoclips y después de largometrajes, donde encontramos el sorprendente biopic de Ian Curtis 'Control' y la no tan inspirada 'El americano'. En 'Anton Corbijn Insde Out' Klaartje Quirijns indaga con poca precisión pero con interés (de esto su estrella va sobrada) en la vida y obra que a través de su personalidad melancólica y su inconfundible blanco y negro granulado, tanta incidencia ha tenido en el trabajo de grandes como Metallica, Depeche Mode, U2, Nirvana, Tom Waitts, David Bowie, Arcade Fire... o incluso el mismísimo Clint Eastwood. Un documento al que le falta ambición pero que sin duda es ideal para conocer a un creador de imágenes en el que todos quieren reflejarse, esto es, un auténtico artista de artistas.

Mientras, en las noches de Panorama, una propuesta del lejano oriente. Desde Tailanda nos llega lo último del alabado Pen-Ek Ratanaruang, otro trabajo de cine de género (thriller negro) titulado 'Headshot', en referencia al disparo a la cabeza que recibe el protagonista, ex-agente policía reconvertido en sicario, después de que un trabajo no salga según lo planeado. A partir de entonces sufrirá una misteriosa lesión en la visión, que le hará ver el mundo literalmente al revés. Algo similar le debió pasar al propio Ratanaruang, que se empeña en complicar a base de incontables y caóticos saltos temporales, una trama que sencilla que debía ejecutarse para el disfrute más llanero. Buena cuenta de ello dan unas escenas de acción que sin llegar a ser magistrales, sí desprenden una energía propia, no localizable en otros productos occidentales, y que a la larga se erigen como emblema de una descompensada pero bellamente extraña cinta de acción.

Mañana, más.

Por Víctor Esquirol Molinas

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