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Diario de la 63ª Berlinale (3/4)

Vía Festival de Berlín por 28 de abril de 2013


Día #6 - Sin Panahi/Binoche no hay fiesta

Con el eco de las risas y de los gemidos orgásmicos retumbando todavía en mi cabeza, me despierto maldiciendo, una vez más, el que las cortinas sean un invento que no haya subido más allá de los Pirineos. Pero basta ya de quejas; basta ya de lamentaciones. Hoy toca arreglarse, ponerse guapo y lucir buena cara. Hoy es el día en que la Berlinale supuestamente va a reivindicarse por todo lo alto. La jornada que todo festival que se precie debe experimentar, más aún si pretende conservar si sitio privilegiado dentro del privilegiado club de la Categoría A. En dicha categoría encontramos aquellas celebraciones cinematográficas que presuntamente más calidad atesoran, año tras año, en su cartel. En otras palabras, aquellas que se han hecho con el favor de aquellos autores más prestigiosos o en su defecto -o complemento-, aquellas que mejor ha sabido erigir alrededor suyo una imagen de faro defensor de la cultura y de todas las buenas causas que acostumbran a ir de su mano.

Teniendo esto en cuenta, no debería sorprender lo más mínimo el que el -deplorable- caso de Jafar Panahi (recordemos, una de las más prestigiosas voces de una de las más prestigiosas cinematografías del mundo, arrestado por las autoridades de su país natal por el crimen de promover ideas contrarias, o simplemente distintas, al régimen de Mahmud Ahmadineyad) haya capitalizado la atención, como mínimo a lo largo de un día entero, de certámenes más importantes del mundo. El récord en este tema, y como no podía ser de otra manera, lo tiene Cannes. Fue en la Croisette donde estalló la bomba: ahí se supo antes que en ningún otro sitio que al autor de 'Offside (fuera de juego)' le aguardaba un señor calvario. Por si fuera poco, ahí se encontraba una señora actriz como Juliette Binoche a quien, como era de esperar, la noticia afectó mucho más que al resto de público presente. Aquel día nadie lloró más que ella y desde luego, aquel año ningún otro aparador fílmico logró tantas instantáneas para la posteridad.

En Berlín el Kosslick Team no quiere ser menos, con lo que hoy nos tiene preparada una de estas bombas lacrimógenas que hacen época. En la sexta jornada oficial de la 63ª Berlinale, la organización ha juntado ni más ni menos que a Jafar Panahi y a Juliette Binoche. En el café donde cada mañana mi latte de buenos días hoy he pedido doble ración de servilletas de papel, por aquello de tener a mano una buena ración de pañuelos de emergencia. De hecho, cuando todavía estoy ingiriendo mi primera ración de cafeína, veo, a pocos metros de las puertas del Palast una imagen con la que no me esperaba topar. Un grupo de curiosos se ha congregado alrededor de una figura a la que no paran de flashear con sus cámaras, móviles y tablets. El hombre que se encuentra en el epicentro de dicho terremoto fan atiende al espectáculo con posado sereno, una media sonrisa enigmática y en ningún momento mueve un solo músculo. Se trata, por increíble que pueda parecer, de Jafar Panahi.

Cuidado: como casi siempre en el séptimo arte, hay trampa. El espectador desprevenido deja de creer en el milagro de la liberación en el mismo momento en que los pasos que lo llevan a la primera proyección descubren el truco. Los ojos no han visto ninguna persona de carne y hueso, sino un cartón a tamaño real. Una impostura, un atrezo que a falta de algo mejor, se clava en lo más profundo de nuestra conciencia para recordarnos que la injusticia todavía no ha sido reparada. El director no ha podido llegar a Berlín porqué el director sigue siendo un prisionero de la misma barbarie que, al menos -y ya es algo- no ha logrado retener cautivo su último trabajo. Momentos antes de que éste se proyecte, la reivindicación está en las calles. Cuando la luz del proyector se enciende, ésta se traslada a la Sección Oficial a Competición.

Y precisamente estos dos son los conceptos entre los que pivota 'Pardé', que a occidente ha llegado con la coletilla ''Closed Curtain'', en referencia de aquello que tanto se odia aquí. En Irán, el gobierno odia a Panahi, artista muy llorado aquí pero marginado allá. Artista obligado a reivindicarse, hecho que lo sitúa por encima de cualquier competición. Al final de la proyección, y avanzo ya acontecimientos, dos sujetos casi se quedan sin aire debido a la vehemencia de sus abucheos. Uno de ellos casi muere -literalmente- porqué, al querer que su indignación se impusiera a los aplausos de los demás, se ha levantado de su butaca del segundo piso y ha decidido seguir berreando con el cuerpo colgando de su palco. Entre ''¡Buuu!'' y ''¡BUUU!'' le ha parecido conveniente avanzar más y más hacia un precipicio que, cosas del éxtasis, ni debía haber visto. A la cuarta o quinta ostentosa muestra de desaprobación, un ruido sordo causa el enmudecimiento del Palast. El indignado ha resbalado e inaugura una lucha titánica contra su propia falta de equilibrio. Los demás: expectantes, rezando para que no se confirme la tragedia. Por suerte la sangre no llega a la platea pues el hombre ha vencido a la implacable ley de la gravedad. Después de unos segundos destinados a recuperar el pulso, el buen hombre reemprende sus bubucélicos aullidos.

Todo en orden pues, ya podemos respirar... y visto que no hay ninguna muerte que lamentar, toca reflexionar sobre lo visto y sucedido. Una compañera comenta, no demasiado contenta con el espectáculo que acabamos de ver, que si algo le ha hecho indignar es que se acaba de vulnerar una de las reglas no escritas más sagradas del mundo del arte. Y es que, siempre según su parecer, hay obras que deberían estar al margen -''por encima de'', si se prefiere- de cualquier análisis, pues sus intenciones, sin lugar a dudas muy nobles, las eximen de cualquier culpa. Son productos tan necesarios -volvemos a hablar de reivindicaciones- que el mero hecho de querer analizarlas supone ya una grave afrenta hacia esos valores intachables de los que se ha erigido como supuesta única defensora. Sí y no... cierto es que 'Pardé' lleva consigo el áurea de producto que, debido a las tristes -más bien intolerables- causas que lo envuelven, y debido a la valentía que implica su mera existencia, deber tenerse en altísima estima. No obstante, no hay que olvidar que, nos guste o no, las películas, obras de arte son, y como tales están sujetas al sagrado juicio de un público que -gracias a la bendita clandestinidad- ha podido jugar el papel de receptor.

Queda pues preguntarse -en vez de condenar- por qué aquellos individuos mostraron tan enérgicamente su descontento. ¿Será por motivos políticos? ¿Será porqué no congenian con las ideas de un autor al que efectivamente creen mejor privado de la libertad? Puede ser. Aunque también podría ser una buena explicación la sospecha de que a Panahi, por el deplorable calvario por el que está pasando, se le hubiera concedido una especie de carta blanca a la hora de colarse en cualquier festival. Con él, todo vale... lo que sea con tal de seguir recibiendo -esperanzadoras- pruebas de vida. Los certámenes, no nos engañemos, se sienten cada día más cómodos en el papel de ONG, y en este sentido, y sin querer ser excesivamente malévolo, el caso Panahi es una válvula de escape ideal a las necesidades santurronas de este tipo de celebraciones. Hay gente que, con todo el derecho del mundo, lo ve así... y no comprende cómo una película tan críptica y por ello, tan potencialmente inaccesible... y por ello, tan potencialmente aburrida, puede estar robándoles su precioso tiempo.

En esto sentido, las alarmas se disparan en la primerísima secuencia, interminable plano secuencia de la mejor escuela asiática tras el cual a uno le parece, como se dice, haber adquirido el poder de apreciar cómo crece la hierba. Puede llegar a desesperar, cierto, más aún cuando la anterior experiencia con el director fue la cinta de elocuente título 'Esto no es una película', aterradoramente sincero trabajo en el que al autor encarcelado no le quedaba otra que, literalmente (y siempre quedándonos con la punta del iceberg), filmar su reflejo con un teléfono móvil. Dos años después, el director se mueve mejor en el minúsculo espacio que se le ha dado y ha conseguido involucrar a más personas (a todas ellas les va a caer también un paquete de los gordos, seguro) para poder decir que ''Esto ya es una película''. Desde luego que lo es... por mucho que los handicaps antes señalados hagan que muchos se inclinen por la mucho más cómoda solución de la tomadura de pelo.

Pero resulta que más allá de la indignación facilona; más allá del atrincheramiento sistemático, se encuentra una película que (y ahí está la raíz de muchas de las críticas cosechadas) tras las cortinas puestas a propósito para que las miradas más superficiales se queden ahí mismo (en la superficie) esconde un documento tan escalofriante como, sí, necesario. Esconde a un hombre al que no le queda más remedio que esconderse del mundo, pues el mundo entero lo está buscando con intenciones poco amigables. Como suele suceder en estos casos, saber contextualizar es media vida, y el hecho de que Panahi, tres años (más aquellos que cada uno crea conveniente añadir) después, siga estando enjaulado, obviamente constituye uno de los pilares imprescindibles de la propuesta. La diferencia con su anterior filme, y ahí viene lo milagroso, es que la resignación ya no es el único invitado. Ahora también hay espíritu combativo, también hay rabia que salta de la pantalla y, por encima de todo, hay inventiva; hay una ración extra -demasiado para algunos- precisamente de aquello que ha querido castrar: de inspiración (conceptual, narrativa... artística) a manos de un mártir obligado a ensimismarse en su propia imagen y decidido a que el mundo no se olvide de él. El carcelero habrá tirado la llave al fondo del mar, pero para nada ha conseguido acallar el grito de la creatividad, algo que efectivamente está por encima de competiciones, aplausos y, faltaría más, abucheos.

Por si a la fiesta le faltaba algo, se ha sumado a ella, y durante la peligrosísima sesión del diablo, el astro de la interpretación, la más grande, la mejor actriz de la historia -¿iba así, no?-: Juliette Binoche. Todo el mundo a sus pies, como exigen las sagradas escrituras; y todo el mundo con el clínex a mano, por si a la vedette le da por mostrar, una vez más, que no hay nadie en este mundo que sienta más pena por todo lo que le está pasando a su buen amigo Jafar. LA intérprete ha llegado a Berlín, y no hay quien la eclipse... en esta ciudad de permanente cielo gris seguro que no. ¿O quizás sí? A priori, el mayor encanto de 'Camille Claudel, 1915' es el titánico choque de egos propuesto desde la ficha técnica y desde el póster promocional. En un lado del ring tenemos a la más grande de todas... en el otro tenemos al que se cree el más grande de todos.

El director Sol. Un autor... perdón, un auteur de pura cepa. Un director que seguro que no se embarca en ningún proyecto a no ser que se le asegure por escrito y bajo certificación notarial que él, y solo él va a ser la única estrella del espectáculo. Y cuando se dice ''espectáculo'' se piensa en cualquier cosa que se proyecte en una pantalla de cine. Maravillémonos con la nitidez del sonido y con la magnitud de las imágenes expuestas... porqué aparte de esto, pocos o ningún argumento hay para no quedarse frito en la butaca. En efecto, los programadores lo han vuelto a hacer... han vuelto a dejar la lucha titánica contra el dios Morfeo para la hora de la digestión. Esto es sadismo y lo demás son cuentos.

Esto es exactamente 'Camille Claudel, 1915', pura tortura para todo aquel que intente aguantar despierto. A lo mejor, Dumont confía precisamente en esto; en dormir al espectador para que a éste después se le tenga que caer la cara de vergüenza antes de reprocharle algo. Pero por suerte unos cuantos hemos aguantado (no sin destinar muchos esfuerzos en ello) la vertical sin cerrar los ojos, y aparte de consolar a los desertores y a los somnolientos asegurándoles una y otra vez que ellos, a diferencia de nosotros, sí han acertado con su elección, queda prevenir a los desprevenidos que todavía sientan curiosidad por esta nueva muestra del glamour culturueta (sí, los gafapasta también tenemos derecho a nuestra propia alfombra roja) que hay factores que penalizan a un conjunto entero. Lo nuevo de Dumont es la peor -por clara- muestra de ello. La película es, para entendernos, y para no ir con rodeos, un rollo. Un aburrimiento con pretensiones de aburrimiento. Un sopor que no busca renunciar a esta condición quizás por lo comentado antes, porqué Dumont confía en la somnolienta complicidad de la audiencia.

Y con la segunda película comentada de la jornada, se abre el segundo debate sobre el comentario de las películas. En el caso que ahora nos atañe y pasando directamente a la práctica: ¿el terrible y verídico encierro (otro de los lugares revisitados en esta Berlinale) vivido por la protagonista está lo suficientemente bien plasmado como para, por lo menos, incomodar al espectador? Desde luego. De hecho, el director de Baileul no escatima en esfuerzos y detalles escabrosos (las pacientes del manicomio que aparecen en la pantalla son realmente mujeres dementes) para que la angustia se asiente en el patio de butacas. En lo que a transmitir el dolor ajeno se refiere: chapeau. Lo mismo puede decirse, como era de esperar, del trabajo de la Binoche, que está, sencillamente perfecta... en vez de insoportablemente perfecta, como de costumbre. La factura técnica engrosa también una lista de virtudes que no obstante, y ahí vamos, queda irónicamente desvirtuada por los fundamentos sobre los cuales se erige la cinta. No es reiteración gratuita, es la constatación de lo que realmente importa; de lo que invalida cualquier buena intención: en el arte, y mucho más en el cine, lo plúmbeo se lo carga todo. En un festival, con el desgaste mental que cualquiera de estos implica, el sufrimiento se magnifica. En esta línea, Dumont da una clase magistral en el segundo tramo de su último trabajo: la densidad y la falta de intención clara en su compilación de monólogos sobre teología, sufrimiento humano y otras materias de incuestionable trascendencia cósmica, despiertan algo demasiado próximo a la risa nerviosa. ¿Lo desgarrador puede convertirse en dormilina? Sí. Por pura desesperación... por puro coñazo.

Después de sobrevivir a la dupla Binoche/Panahi y con muchas lágrimas en los ojos todavía por verterse, me acuerdo de la terrible injusticia que ha cometido el programa de hoy con una de las estrellas que teóricamente más debía mimarse por parte de las cabezas pensantes del certamen. Es lo que tienen los nombres mediáticos, que exigen un mínimo de respeto... ni que sea por aquello de que son polos de atención, que de esto también estas citas. El caso es que con tanta reivindicación político-artística, ya casi nadie se acordaba de que hoy era el día de Steven Soderbergh. Hoy era el día para preguntarse si el autor de 'Sexo, mentiras y cintas de vídeo' nos sorprendería con otra de sus inesperadas obras maestras o con otra de sus intrascendentes (y por esto, en estos terrenos, más que bienvenidos) divertimentos. El año pasado, sin ir más lejos, vino a congelarse con todos nosotros con la excusa de la presentación de gala -que no oficial- de 'Indomable', película cuyos detractores la atacaron por los mismos motivos que sus fans la defendieron.

Se trataba, para bien o para mal, de una lujosa tontería... y tres cuartos de lo mismo puede decirse de 'Efectos secundarios', cuya selección para la pugna por el Oso de Oro cabe interpretar más como una táctica para atraer caras bonitas al festival (Jude Law, Rooney Mara, Catherine Zeta-Jones... reparto de ensueño marca de la casa). En otras palabras, se trata todo, efectivamente, de un engaño. De otra tontería, si se prefiere. De la confirmación de que el empaque de heterogeneidad con el que desde años lleva cubriéndose Soderbergh esconde en realidad uno de los estilos más homogéneos (en el buen sentido... hablamos de solidez) del cine moderno. No se trata solamente de estética, se trata de dignificar el en demasiadas ocasiones incomprendido oficio de la dirección cinematográfica, aquel que debe hacer atractivo cualquier relato. En el caso de este autor nacido en Atlanta, nos puede hablar de streappers, de chicas de compañía, de enfermedades que suponen una amenaza mundial o (para que no se diga de esta crónica) de los temibles efectos secundarios que vienen descritos en la letra pequeña de ciertas recetas médicas.

Sin importar el escenario, la experiencia Soderbergh se impone una vez tras otra con su clínicamente impecable toque videoclipero, confirmándose como una fórmula todoterreno, que rinde en cualquier circunstancia. Aquí, el tiempo es manipulado con toda la mala intención del mundo y los actores se ponen al servicio de una trama que, siguiendo los dictados del buen thriller, se va enredando más y más y va mutando constantemente, todo esto con el objetivo de que al espectador que le interese llegar al final del recorrido no se despiste ni un solo segundo. Así, lo que empieza siendo un retrato cargado de mala baba sobre la necesidad enfermiza por parte de la sociedad moderna para encontrar solución rápida y fácil a sus problemas, poco a poco va tomando la forma de complejísimo y apasionante caso de responsabilidad jurídica fragmentada para acabar desembocando en una agradecidamente tonta explosión morbosa al más puro estilo De Palma. Calculadísima y divertida locura orquestada por el imprevisible pero paradójicamente muy fiable Soderbergh y al servicio de una Rooney Mara que se confirma como uno de los jóvenes talentos más fiables del Hollywood actual.

Más allá de la competición, la parada obligatoria en Berlinale Special hoy nos ha recordado que quizás deberíamos estar todavía en la sección que acabamos de abandonar. Es decir, aún deberíamos estar hablando sobre los candidatos llevarse los grandes premios. Incomprensiblemente, 'Tokyo Family', de Yôji Yamada se ha quedado fuera de la lucha por entrar en el palmarés. Quizás será porqué lleva la palabra ''remake'' impresa en su carnet de identidad (aunque este argumento quedará invalidado en los próximos días), quizás sea porqué la sombra del maestro que firmó el filme original sea demasiado alargada y, por ello, insuperable. Pero lo cierto es que el pionero Yasujiro Ozu, esté donde esté, a buen seguro debe de estar aplaudiendo. La mínima recompensa que se merece este largo compendio de -''renovado''- clasicismo fílmico nipón.

La familia como eje vertebrador se reivindica de nuevo en el país del sol naciente para brindarnos una sesión non-stop (que afortunadamente dura tanto como dos horas largas... y ojalá fueran más) sobre cómo los lazos de sangre constituyen uno de los mejores catalizadores conocidos a la hora de despertar, tanto en los afectados en primera persona como en los que eventualmente se detienen a ver el espectáculo, las amarguras y alegrías más puras; más catárticas. Para que esto se produzca no tiene por qué mediar manipulación sentimental alguna... mucho menos los alaridos de cualquier director con ganas de imponerse poro encima del material sagrado sobre el que está poniendo las manos. Yamada, claro exponente de la intachable y casi centenaria tradición de cine familiar japonés, da buena cuenta de ello en cada escena, en cada situación, en cada enfrentamiento y en cada reconciliación. Pide que se le trate como a maestro, más que como alumno aventajado, y lo hace de la única manera posible en estas lides: con la pausa, el temple y la paciencia del más veterano de los observadores. El resto lo provee, cómo no, la familia. Una delicia.

No tan buen sabor de boca ha dejado la sesión nocturna de esta sexta jornada, en la que Panorama ha pedido paso de la peor manera posible: despertando por enésima vez y unas horas después de que mi vista se topara con aquel Panahi de cartón-piedra, los fantasmas de la sospecha de que los festivales cinematográficos, en demasiadas ocasiones, se libran con demasiada despreocupación al espíritu ONG. Y sino pregunten a los responsables del documental 'Art / Violence', quienes, antes de que empezara la proyección de su película, han pedido a los asistentes una buena puntuación de cara al Premio del Público, aduciendo las mejores intenciones del mundo como motor principal de su proyecto. Éste trata, y que nadie se sorprenda, sobre Palestina, sobre como el estado de Israel se ha convertido en la máquina más implacable de destrucción cultural de aquel pueblo al que lleva comiéndose desde el mismísimo momento de su fundación moderna.

Ante esta explosiva combinación de arte -en peligro de extinción- y violencia, un grupo de jóvenes valientes con genética de ''résistence'' se une para demostrar, a quien tenga ganas de escuchar, que la violencia puede combatirse con, por supuesto, el arte. Encomiable moraleja que se ve maltratada de forma horrible por una realidad espantosa... quizás tan inasumible que los directores de dicho documental se ven demasiado afectados por la rabia, impotencia y otras pasiones bajas que a buen seguro debe despertar el terrible entorno en el que ha sido concebida su cruzada. El cóctel es tan destructivo que, desde luego, daña frontalmente a la narración y a la exposición de argumentos. La denuncia y las buenas intenciones devienen en caos y confusión, amalgama de sensaciones sintomático de precisamente, el objeto a denunciar, pero con todo esto es demasiado fácil perderse y -peor aún- desentenderse. Llegados a esta tierra de nadie, el análisis se ve envuelto en la misma tesitura: la voluntad es la mejor, sin duda, pero las formas son insuficientes. ¿Y qué? ¿Es Wieland Speck una hermanita de la caridad por permitir en su sección la entrada de cintas como 'Art / Violence'? ¿Soy un monstruo por ponerme así de puntilloso? Ni idea... solo sé que necesito ir a dormir. Ya.
Día #7 - Tragicomedia del anonimato

Sí, afortunadamente para todos, he logrado descansar el mínimo de horas que el organismo me exigía para seguir funcionando. Parece que ya le he cogido el tranquillo a eso de dormir sin los estándares mínimos de oscuridad que necesitamos ahí abajo en la zona mediterránea. Parece que el encapotadísimo cielo berlinés se hace un pelín más agradable a la vista y, si las papilas gustativas no se han vuelto totalmente majaras, parece también que el café matutino se ha dulcificado hasta alcanzar óptimo. Será, tal vez, que por muy complicado que lo tuviera (pienso obviamente en la más bien decepcionante experiencia del año pasado), la Berlinale me está sorprendiendo y está mostrando la cantidad necesaria de buenos -interesantes sin duda- títulos para que cada mañana me despierte y eche un primer vistazo al programa cargado de expectativas. Lo curioso -o no- es que dicha conquista, que no es moco de pavo, la ha conseguido casi desde el anonimato.

La gran cita cinéfila de Berlín, quizás consciente de que no hay manera de atar fuerte un elenco importante de grandes nombres (la competencia entre festivales de la misma categoría es feroz, y ahora mismo, tiene un balance insosteniblemente desequilibrado... este mismo año, por ejemplo, se espera que Asghar Farhadi, uno de los hijos predilectos del Oso de Oro, haga las maletas y se vaya a la Croisette), se ha encomendado los artistas de -y que nadie se ofenda- aparente segunda línea para elevar el nivel de su programación. Ahora mismo, si la competición está resultando mucho más atractiva que el año pasado es precisamente gracias a los directores cuyo nombre tuvo que ser googleado cuando se anunció la parrilla de este año. Es gracias a aquellos autores que, para la gran mayoría, se han escondido, hasta ahora, en el anonimato. Así pues, quizás será que el efecto sorpresa redunda positivamente en la valoración del ''producto'' en global.

Es por todo esto que sonrío cuando veo que la primera sesión de hoy está presidida por el siguiente: Danis Tanovic. Si bien es cierto que no puede ponerse en la carpeta de ''anónimos'' un nombre que un su día conquistara el Oscar a la Mejor Película de habla no-inglesa, no menos cierto es el que desde entonces (está en la memoria la excelente 'Tierra de nadie', su ópera prima con doce años ya en su haber) su carrera ha caído, en el mejor de los casos, en la más absoluto olvido. Visto cómo se está desarrollando esta 63ª Berlinale, me encomiendo de nuevo al espíritu de remontada del mencionado efecto sorpresa. A veces las tendencias no fallan: 'An Episode in the Life of an Iron Picker' no tarda nada en confirmar las buenas sensaciones con las que he decidido atiborrarme antes de la sesión.

El título, traducido al cristiano, nos deja con un ilustrativo ''Episodio en la vida de un chatarrero'', y la película es precisamente esto: una cámara que sigue de cerca (tan cerca que a veces parece más un microscopio) los pasos de un padre de familia que se levanta cada día sin saber a ciencia cierta cómo demonios va a poner comida en el plato de su esposa y sus dos hijas. El drama se establece a las primeras de cambio a través del factor ambiental. De forma sabia, Tanovic cede el relevo del protagonismo a una realidad que habla por sí sola, y lo hace porqué sabe perfectamente a lo que juega. Su intención no es la de emocionar, mucho menos la de jugar vilmente con los sentimientos del espectador. Lo que pretende es firmar, de la manera más honesta posible, un estudio sobre una cotidianidad totalmente definitoria.

Es por esto que no es de extrañar (al contrario, es motivo de celebración) el que la acción se quede indefinidamente suspendida en los quehaceres que marcan un presente que constituye el principal argumento para acercarnos al filme. De la escasísima hora y cuarto de metraje, una generosísima porción se destina a momentos en principio intrascendentes (durante cinco minutos vemos, por ejemplo, al protagonista efectuar todo el proceso de tala leña para proporcionar un poco de calor a su familia antes de que la fría noche se cierna sobre ellos), pero que, como todo en este filme, inmediatamente se descubren como fundamentales a la hora de entender la aventura más sincera de todas: la de la supervivencia en un día a día que es enemigo mortal de cualquier calendario. Al final de esta discreta, silenciosa pero brutal odisea, un personaje choca contra la cámara y se confirma así la dinamización de las barreras invisibles de un cinéma vérité tan intrusivo como respetuoso con los sujetos de estudio. Un compromiso total con la causa presente desde su ficha técnica, donde todos los ''actores'', héroes anónimos de lo cotidiano, están acreditados, como no podía ser de otra manera, como ''as themselves'', y donde la ejecución final es el resultado de unos deberes impecablemente, es decir, una pieza (contundente en el plano físico e igualmente efectiva en lo espiritual) casi perfecta dentro de los objetivos que se ha establecido.

Pero como de la chatarra no puede vivirse eternamente, abandonamos la desoladora Bosnia y Herzegovina y hacemos las maletas para dirigirnos a un panorama igualmente depresivo. Ahora estamos en la Texas de 1987, cuya masa forestal quedó arrasada casi por completo debido a unos incendios de origen, a día de hoy, todavía indeterminado. David Gordon Green, director semi-anónimo básicamente por su carácter libremente indeterminado (lo mismo firma la desternillante comedia freak 'Superfumados (Pineapple Express)' como el drama indie de culto 'Snow Angels') pone toda la carne en el asador en este remake de la cinta islandesa 'Á annag veg (Either Way)', de Hafsteinn Gunnar Sigurðsson. A pesar de sus orígenes exóticos, 'Prince Avalanche' se antoja en todo momento como un producto genuinamente americano.

Para ser más exacto, como un producto directamente surgido de la mejor tradición Sundance, escenario en el que, por cierto (y esta es otra constante en esta edición de la Berlinale) realmente fue presentada dicha película... aunque esto, como indica el protocolo, tiene que decirse por lo bajini. El toque de la factoría Redford impregna esta road / buddy-movie tan marciana (en el buen sentido, Gordon Green sabe encontrar el punto intermedio ideal entre la distinción y la accesibilidad, siendo éste caso una especie de primo hermano simpático del borde de Denis Côté, a quien ya sufrimos unos días atrás) como entrañable y, desde luego, cómica, virtud ésta última que cabe achacar casi en exclusiva a la química que desprende la fantástica dupla compuesta por Paul Rudd y Emile Hirsch, éste último manifestándose en forma parecida a lo que sería una versión algo más flaca del bueno de Jack Black.

Se construye así un dream team que puede considerarse como una de las grandes sorpresas de este festival. Cogiendo a unas figuras que dentro del imaginario colectivo americano podrían considerarse casi mitológicas, esto es, la de los builders, los constructores que de la nada y con la soledad (compartida o no, pero soledad a fin de cuentas) como inseparable compañera de aventuras, Gordon Green y compañía trazan un cuento con apuntes que tocan todos los registros, satisfaciendo con nota en cada uno de ellos. Mientras los dos atípicos héroes de la historia van reconstruyendo el calcinado asfalto tejano, la relación entre ambos (así como la que mantienen con los cuatro gatos que vagan por su entorno) va evolucionando basculando entre el drama y la comedia más sinceros; entre la simpática payasada y la trascendente metafísica para confirmarnos una vez más que de las montañas de park City se ha depurado hasta la excelencia el complicadísimo arte de jugar como nadie a ser diferente... y gustar a un amplísimo espectro de público.

Y por hoy, se acabó la Competición, a la que a estas alturas pocos más cartuchos le quedan por quemar. Hasta que no se haya hecho uso de toda la munición (para esto solamente quedan tres disparos), es hora de refugiarse del frío, cómo no, en Berlinale Special donde nos espera Jeremy Irons... en la sesión del diablo. Chuck nos coja confesados. Y no lo digo por ninguna manía en especial hacia el veterano actor británico, lo digo por la poca fiabilidad que despierta el horario... y por, ahora sí, las nulas garantías del currículum más reciente de Mr. Irons. Al fin y al cabo... ¿cuál fue la última película mínimamente potable que le tuvo a él como cabeza de cartel? Exacto, la respuesta está, como casi siempre, en San Google... porqué la memoria hace tiempo que la olvidó.

'Night Train to Lisbon' (''Tren nocturno a Lisboa'') de algún modo coge el peligrosísimo relieve de Giuseppe Tornatore en 'The Best Offer' y nos lleva de nuevo de tour por un viejo continente en el que, inexplicablemente, todo el mundo habla un inglés impecable. Los eruditos de la lengua de Shakespeare se encuentran ahora en la capital de Portugal, donde va a parar, desde Suiza, y como quien no quiere la cosa, un profesor que busca a una misteriosa mujer que ha despertado algo en su interior. Normal, teniendo en cuenta que vive más solo que la una y que seguramente sea ésta la primera en mucho tiempo que intercambia cuatro palabras con él. Muy felices se las promete el profesor bobalicón, pero una vez en Lisboa le explotará en toda la cara una truculenta historia que tiene sus orígenes en la sangrienta represión perpetuada por la dictadura de Salazar. Bille August, carente tanto de ideas como de ganas, hace avanzar la trama de forma tosca e increíble, desaprovechando un reparto de prestigio para vomitar un thriller sentimentaloide demasiado inepto a la hora de calibrar el sentido de lo estúpido. Es, en definitiva, un disparate que si no es más divertido es porqué la ética nos dice que juega demasiado negligentemente con una historia que debería tratarse con mucho respeto. El público alemán no se ha meado de la risa durante la proyección quizás por esto... o tal vez porqué le falta sentido del humor. A saber.

Más anómalo ha sido el comportamiento del respetable en mi primera cita de hoy de Panorama, en la que se proyectaba lo último de nuestra querida Isabel Coixet, quien a esas horas ya había abandonado la ciudad... no se sabe si porqué tenía compromisos más importantes que atender o porqué ya había salido suficientemente escaldada (los informes que han llegado al respecto hasta ahora son, directamente, horribles) de las dos anteriores sesiones de presentación de su 'Ayer no termina nunca' (otro título marca de la casa). Si es por esto último, debería habérselo pensado dos veces, pues, al menos a la tercera, el público se ha entregado totalmente a la propuesta... aunque como se ha dicho, cabría adjudicar dicha reacción a los gustos peculiares (por no decir ''incomprensibles'' de la audiencia alemana).

En esta ocasión, Coixet pone en marcha la máquina del tiempo, y nos damos cuenta de que, aunque Leo Messi gane su décimo Balón de Oro, la tasa de paro en nuestro país seguirá por las nubes y el BCE nos denegará el tercer rescate. Para suicidarse. Al menos, la estatua de Fabra en el aeropuerto de Castellón ha volado por los aires. Ya es algo. Así es, en el futuro España está continuamente asolada por un fuerte viento post-apocalíptico y donde se dan cita Candela Peña y Javier Cámara. Esperando a... el funcionario de turno. Peor que con Beckett. Mejor sentarse y ponerse cómodo. La lástima es que, para amenizar dicha espera, no haya mejor opción que atender a los desvaríos de una directora a la que se ve venir a la legua y que además, para la ocasión, tiene la desfachatez de vestirse con el heroico traje del compromiso y de la indignación. No hay que dejarse engañar, pues lo último de la cineasta barcelonesa es puro politiqueo en cuanto al uso de grandes palabras para construir un discurso que cuando rinde mejor se antoja más vacío que ciertas líneas del AVE... en el peor de los casos, es un repetidísimo anuncio de colonia.

Pésimo sentido estético (aunque sería más apropiado hablar de esclavitud voluntaria) que convierte en chiste el sentimentalismo, en pura pesadez lo teóricamente devastador y que se come cualquier atisbo de sinceridad que pueda haber en un relato que presuntamente trata sobre las heridas mal cicatrizadas del corazón. Poesía de nivel ESO; referencialismo de wikipedia y un enervante besugueo dialéctico como hilo conductor. Javier Cámara y Candela Peña consiguen, la mayor parte del tiempo, la proeza de no quedar ahogados en el absurdo impuesto por la comandanta del barco. Una cineasta perdida en un pasado, que ya quisiera ella que no terminara nunca, y con ganas demasiado evidentes de reinventarse, que buena falta le hace. Una directora que, a falta de algo mejor, parece haberse acomodado en aquel punto que, por recurrente, no es que ya no sorprenda... es que fastidia a más no poder. El agravante está precisamente en nuestros presente y futuro, que pintan tan negros que, a estas alturas, dárselas de artista privilegiado sin ir más allá del ''La vida es una puta mierda'' sitúa a la propuesta demasiado a tocar de la broma de mal gusto.

La montaña rusa en la que se ha convertido este año Panorama ha remontado un poco gracias a 'Baek Ya (White Night)', de Hee-il Leesong. Corea del Sur al rescate... una vez más. Una de las cinematografías actualmente más potentes de todo el mundo vuelve a aprovechar la ocasión para reivindicar su posición de supremacía con esta cinta en la que la mezcla de géneros se produce de forma subliminalmente vertiginosa, aunque la acción avance siempre (al menos casi siempre) a ritmo pausado. Dos chicos homosexuales se conocen por primera vez en una noche que va a enloquecerse a medida que se acerque el amanecer... momento en el que uno de los protagonistas abandonará el país. Antes de que esto suceda, va a desfilar por la pantalla un romance con tintes linklaterianos manchado por la más que posible amenaza de la tragedia criminal. Una combinación impactante excelentemente presentada (merced a una factura técnica impecable, como era de esperar en estas latitudes) e interpretada por la pareja protagonista compuesta por Won Tae-hee y Yi Yi-kyung. Una escapadita nocturna que invita al dulce insomnio, argumento imprescindible para aguantar de pie en cualquier festival. Obviamente, lo compro.

Por Víctor Esquirol Molinas

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