Diario de la 63ª Berlinale (2/4)
Vía Festival de Berlín
por reporter 27 de abril de 2013
Día #3 - La necesaria dosis de lecciones cinéfilas Ningún percance registrado hoy en el camino de ida al Palast. Ya he localizado definitivamente los puntos de referencia necesarios en la compleja red ferroviaria berlinesa y ya me conozco la mayor parte de trampas mortales que acechan en el asfalto. No obstante sigue habiendo una asignatura pendiente: la de localizar un lugar donde poder conectarme a internet tranquilamente y trabajar como Dios manda. Si a estas alturas todavía no he encontrado una solución a dicho problema no es porqué no haya hecho los deberes (el escenario habitual en la mayoría de ocasiones que me ha tocado saltar un obstáculo en el camino), sino porqué la organización no parece querer enterarse de que estamos en el siglo XXI. Resulta que en un festival donde los miembros de la prensa acreditada se cuentan a decenas de miles, hay tan solo dos salas habilitadas para que éstos puedan acceder a la red de redes. Cuando alguna de éstas debe cerrarse por razones de seguridad -por ejemplo- el consejo por parte de los encargados es que vayamos a cualquier bar y restaurante de la zona y nos conectemos al wifi de allí. Seguimos estando, nunca está de más recordarlo, en un festival de Clase A. Para colmo de males, en Alemania nunca se desperdicia la ocasión de sorprender al viajante. Aplicado a nuestra situación de extrema necesidad: ya no causa desconcierto la escena en la que el propietario del establecimiento de turno, cuando descubre que te has conectado a su red, se apresura en desconectarla, sin importarle lo más mínimo el que estés allí jugándote el tipo comiéndote su bazofia de comida única y exclusivamente porqué tienes que mandar un artículo. Más que ser un acto de estupidez -que también-; más que ser una muestra de ranciedad -que también-, es la manifestación del inquebrantable sentido germánico de la propiedad. ''No es tuyo, es mío.'' ; ''No acepto que me invites, no por desconfianza, sino porqué este dinero no es mío.'' ; ''No es que me caigas mal, pero es que internet es mío... no tuyo.'' Sin comentarios... ya trabajar rápido antes de que el dueño detecte mi cara de gorrón. Lección asimilada, porqué de las dificultades y de los errores -ajenos, en este caso- también se aprende. Lo mismo puede hacerse, es sabido, de las películas, porqué a un festival también se va a esto, a aprender. Por ejemplo, y abriendo de nuevo el tarro de la Competición, ya puedo afirmar sin remordimiento alguno que soy irremediablemente incapaz de conectar con la narrativa y lógica -fílmica, sobre todo- rusa. 'A Long and Happy Life', de Boris Khlebnikov es tan solo una viga más en la construcción de un edificio faraónico dedicado al desconcierto y a la incomprensión. Colosal es también el esfuerzo que tiene que llevar a cabo el héroe de la historia, un agricultor cuyas tierras, en un punto indeterminado entre San Petersburgo y Murmansk, están a punto de ser expropiadas por el gobierno. Es esta una situación que al principio no parece importarle demasiado, pues la generosa indemnización que va a recibir por parte de la administración va a permitirle abandonar el campo y afincarse de una vez por todas en la ciudad con su amada. Ningún problema... hasta que el pueblo de campesinos que depende del destino de las tierras de la discordia se unen en un clamor para la preservación de sus derechos. Por lo visto, van a ir todos a una para que la cosecha dé el máximo rendimiento, y para que así todo siga siendo como siempre. El pobre protagonista ya no lo ve tan claro, pero después de consultarlo con la almohada, se apunta a la aventura. Llegados a este punto, lo de casi siempre en la cinematografía de la madre Rusia. ''¿Hora y cuarto de metraje? ¿Pero no han sido más de dos horas?'' Pero sobre todo, ''Y esto, ¿por qué?'', repetido en demasiadas ocasiones. Khlebnikov se detiene el tiempo que haga falta a contemplar un paisaje avasallador y a seguir los pasos -en el sentido más literal- del personaje central, cuya pétrea máscara que lleva por cara oculta un desquicie con el que podemos sentirnos muy identificados... si hubiera destinado, ni que fuera una décima parte de esfuerzos a explicar de una manera convincente -o al menos mínimamente creíble-, cómo se producen los diversos puntos de inflexión que hacen avanzar la trama (y dicho sea de paso, tres cuartos de lo mismo puede pedírsele a una ejecución de ideas demasiado torpe en los momentos clave), la película habría ganado los suficientes enteros como para que sus reflexiones sobre la imposibilidad de reconciliar los intereses personales contra los del colectivo quedaran en algo más de lo que acaban siendo. Esto es -y volvemos al principio- desconcierto e incomprensión. La segunda clase magistral del día la imparte Thomas Arslan, quien con 'Gold' se suma a la renovada fiebre del oro de nuestros tiempos, recuperando la fiebre del oro de los pioneros. La Berlinale se va al salvaje oeste... y nos demuestra que el encasillamiento de géneros es, precisamente, cosa del pasado. Hablando en plata, el que una película se presente con la etiqueta de ''western'' para nada es garantía, ya deberíamos saberlo, de acción y ritmo trepidantes. Mucho menos cuando la nacionalidad del filme en cuestión es alemana. Menudo peligro... después de la última experiencia, me conformo con que los personajes no se pongan a filosofar y a emitir densísimos discursos con la excusa de cada piedra que se crucen por el camino. Un camino que, por cierto, se erige, y no es pedantería, como uno de los principales protagonistas de la función. 1500 kilómetros son los que tienen que recorrer un grupo de desesperados valientes. De Vancouver a... el fin del mundo, donde supuestamente aguarda la promesa del más precioso de los metales, sinónimo de cura de una miseria acuciante. Muy mísero pinta precisamente el destino de una troupe cuyo penoso progreso está marcado por la tragedia, de la más mundanamente absurda a la más divinamente insalvable. Arslan se asocia con la excesivamente idolatrada Nina Hoss (en tierra de hombres, nadie mejor que ella para dar vida a una mujer que se erija por encima de todos en un) para brindarnos otro episodio de la mítica odisea del oro maldito, eterno reflejo de la codicia -entre otras muchas flaquezas- humana. Se ven claramente las intenciones y embarcarse en la propuesta es tan fácil como, pongamos, olvidar la amplísima mayoría de sus puntos álgidos. En oro, es una aventura de corte clásico cocinada a fuego lento, tan correcta; impecablemente correcta, podría decirse, pero incapaz de subir el peldaño que convierte la pepita en un señor lingote. Suena el timbre, recojo la libreta y empleo el brake entre clases en aquello que, ya me lo veo, va a ser el origen de muchos dolores de cabeza: encontrar algo decente que echarme a la boca y, por supuesto, un sitio digno en el que estar conectado con el resto del mundo. La labor, ni falta hace decirlo, requiere su tiempo, con lo que, cuando quiero enterarme, ya está a punto de sonar el siguiente timbre. Cual mal estudiante que se da cuenta de que tiene que mandar un trabajo de cincuenta páginas para la mañana siguiente, me entrego, una vez más -y van...- a las prisas y al estrés. El sudor y la respiración entrecortada que acredito a la entrada del Cinemax 7 para nada impresionan al encargado de la cola. Sin perdón por parte del teutón gigantón, así que toca ir al aula de castigos. Un piso más arriba, en la ''kino'' número nueve nos apelotonamos el resto de alumnos rezagados, compartimos las cuatro quejas de rigor -dirigidas hacia lo primero que nos viene en mente- y nos callamos, porqué está a punto de empezar la tercera lección. El profesor es un debutante, se llama Fredrik Bond, y en Sundance, donde presentó hará pocas semanas su ópera prima, se lo comieron vivo. Qué poca piedad se tiene hoy en día con los novatos. En la Berlinale, al final del pase de prensa, un silencio sepulcral invade, por fin, la sala. La mala señal, unida a los airados comentarios escupidos por algunos de los críticos, me hacen pensar que voy a ser de los pocos insensatos en defender 'The Necessary Death of Charlie Countryman' (en cristiano, ''La necesaria muerte de Charlie Countryman''). La verdad es que esta reacción tan poco... ¿favorable? ya se intuía a lo largo de la proyección, y la verdad es que a los detractores tampoco les falta razón. Lo único cierto de la experiencia es que a veces las lecciones se interpretan al gusto del consumidor. Llevado a la película que ahora nos ocupa, donde algunos ven una insufrible memez, otros vemos una más que bienvenida tontería. Porqué los dramas sociales, las películas comprometidas y el ritmo cinematográfico que te otorga el poder de ver cómo crece la hierba están muy bien... a pequeñas cantidades. En los festivales más supuestamente prestigiosos, acostumbra a haber sobredosis de dichos ingredientes, de modo que perdónenme si pienso en la necesaria minúscula ración estupidez que debe presentar el programa de estas citas para que no se le licuen a una todas las neuronas del cerebro, que con los tiempos que corren se han convertido en un bien de lujo al que no se puede renunciar. Es por esto que, al menos para mí, la Competición cierra hoy dejando un estupendo sabor de boca. Me paso la lengua por el paladar y noto todavía las pequeñas partículas de la pastilla alucinógena que seguramente debió ingerir Mr. Bond a la hora de rodar su primer largometraje. El filme, cuya mayor virtud consiste precisamente en no querer ocultar -todo lo contrario- su carácter pastillero, empieza con una ración extra de muerte, se marca un salto atrás en el tiempo y nos da un poco más de muerte. La madre del tal Charlie Countryman (encarnado éste último por un Shia Laboeuf que, éste sí, merece morir en la mayoría de secuencias en las que muestra su careto... y no son pocas) y a los pocos minutos se manifiesta antes su desconsolado en forma de fantasma. Tiene un mensaje para él: debe ir a Budapest... o no, mejor que vaya a Bucarest. Como con nuestros amigos los rusos, mejor no plantearse el por qué, porqué, y ahora realmente se trata de un fortísimo atractivo, el non-sense se impone como principal argumento. Frederick Bond bebe tanto de Danny Boyle como de Guy Ritchie como de, a ratos, Richard Kelly para preparar un Bloody romance plagado de caras conocidas y muy voluntariamente prisionero de un estilo videoclipero que, a pesar de que a muchos les entre la alergia solo con mencionar este concepto, le sienta estupendamente. Por esto no es de extrañar que el film, cuando mejor funciona, sea cuando se entrega sin remordimiento alguno a la locura por la locura, al desenfreno espídico de la loca juventud, experta en quemar todo cuanto se encuentre a, como mínimo, doscientos metros a la redonda. Como buen ejercicio narcisista, está presente en todo momento la amenaza del más bochornoso de los desastres (véase, por ejemplo, Harmony Korine), especialmente en unos tiempos muertos que le sientan fatal a la criatura, pero mientras desfilan los trepidantes estallidos de sangre, adrenalina y testosterona y no hay tiempo para pensar -esta es, al fin y al cabo, la intención- el show es una auténtica gozada... y no me importa lo solo que me voy a quedar durante la celebración de la fiesta. Punto final, hasta mañana, a las clases correspondientes a las asignaturas troncales. Preparo la mochila, me relajo y voy a ver qué puedo pescar hoy en mis queridas optativas. ''Good Evening in Panorama!'' y a deleitarse primero con la constatación que, al menos de momento, no ha habido sesión que no esté hasta los topes, y luego con título que por fin hace que la sección pegue el salto cualitativo que tanto estábamos esperando. 'Deshora', de la Argentina Bárbara Sarasola-Day es uno de estos incómodos que dejan latente que en la Oficial a Competición, sin importar demasiado el certamen en el que pensemos, quizás se prioriza demasiado el prestigio del autor por encima de la calidad de su trabajo presentado. Sino, que alguien me explique por qué esta cineasta formada en Buenos Aires no está luchando por el Oso de Oro. La respuesta es tan evidente como la calidad del debut en el largo de la Srta. Sarasola-Day. Presentada irónicamente en un horario que da sentido al título, 'Deshora' nos lleva a una adinerada finca rural argentina, lugar en el que un factor semi-externo va a hacer saltar en mil pedazos la relación amorosa y el proyecto de familia de Ernesto y Helena, una pareja de casados que sienta que cada vez dispone de menos tiempo para ver cumplidos sus sueños. Jugando magistralmente con las miradas, los reflejos y los desenfoques, la directora y guionista se pone el traje del Pasolini de 'Teorema' y crea, apoyándose en unas interpretaciones sólidas y en una factura técnica de notable alto, una atmósfera que a medida que se va enrareciendo, va creando en el espectador una inquietud cada vez mayor, brindando así un magistral ensayo (cuyos créditos deberían ser de obligada obtención) sobre cómo incomodar al espectador al mismo tiempo que se desnudan en pantalla los enfermizos mecanismos que ayudan a fortalecer -o destruir- los puentes más íntimos. A no tan buen nivel, pero sin duda atestiguando el incremento en el nivel de Panorama ha rendido lo nuevo de Lee Don-ku, primera de las muchas apuestas surcoreanas (coincidiendo con la celebración del año nuevo en su país natal). Se abre la representación de una de las cinematografías actualmente más potentes con 'Kashi-Ggot (Fatal)'. Unos adolescentes se aprovechan del estado depresivo de una mujer para dar rienda suelta a sus más oscuras fantasías... y años después, empiezan a brotar las secuelas de tan repugnante sesión. Dicho de otra manera, la provocación de Kim Ki-duk se asocia con el estilo impactante y sucio de Sion Sono y crea un monstruo, siempre a la sombra de sus referentes, que nos habla sin pelos en la lengua pero también sin excesiva brillantez, sobre la culpa y la posibilidad del perdón (ético, moral, religioso...)... e involuntariamente sobre los peligros artísticos de adentrarse en terrenos excesivamente empantanados. Que sirva de lección.
Día #4 - Gloria esquiva para las viejas glorias Haciendo amigos... una actividad la mar de agradable por la mañana. Especialmente cuando el primer café de la jornada (combustible matutino primordial) todavía no ha llegado al estómago. Especialmente con franceses. Especialmente con francesas. Especialmente con francesas de la tercera edad. Especialmente con francesas de la tercera edad que pretenden ocultar el número de anillos en su tronco. El caso es que en esta Berlinale no ha habido sesión ''latina'' que no haya empezado con, por lo menos, un cuarto de hora de retraso. A los ''latinos'', faltaría más, esto nos importa más bien poco... en el resto de Europa, esta circunstancia es intolerable, con lo que no es de extrañar que entre sus ciudadanos afloren los nervios... y rebroten las iras contra, por ejemplo, y porqué sí, nuestra querida lengua castellana (por aquello de ser el nexo de unión entre tanto holgazán). Tras mirar su reloj repetidas veces y de la forma más descarada, la mencionada tipeja me mira, y en un francés impecable sentencia: ''Los españoles, creando problemas... como siempre''. ¿Y qué vas a contestar? ''Como siempre...'', claro. Y ''como siempre'' sucede cada vez que veo aquello de ''Premio Cine en Construcción'' (ahí queda la firma del Zinemaldia, porqué a pesar de todo, nosotros también tenemos derecho a sacar pecho), un ingenuo brote verde de esperanza surge en lo más hondo de mi normalmente escéptica naturaleza. Porqué hay éste es ciertamente uno de los pocos escenarios en los que nos podemos sentir cómodos abriendo melones... y 'Gloria', nuevo trabajo de Sebastián Lelio, producido por la factoría Larraín, no es la excepción a la regla. Así lo atestigua la primera gran ovación registrada este año en el Palast. Un éxtasis colectivo de gritos de aprobación que estalla en el preciso momento en el que desfilan los primeros títulos de crédito. Ante tal reacción hay que mostrarse precavido, pues es sabido que en estas proyecciones acostumbra a contar con la presencia de miembros del equipo de la película en cuestión. No obstante, las muestras de apoyo son de tal intensidad y se han extendido por tantas butacas que no queda otra que creer en su sinceridad. Honestidad es de la que alardea también Sebastián Lelio, cuyo objetivo en su nuevo largometraje no es otro que hacer que el espectador abandone la sala de cine con la sensación de haber conocido totalmente a un personaje que se antoja real como la vida misma. La mirada da paso al retrato, y éste a la fotografía de alta definición, y ésta a la radiografía... y ésta a la disección que, como mandan los cánones, deja desparramadas por toda la mesa las entrañas de la víctima. Ésta se llama igual que aquella canción que popularizó Laura Branigan, y la primera vez que la vemos es escondida bajo unas inmensas gafas y una mirada tristona, en el rincón del rincón del lugar más apartado de una fiesta. A los pocos segundos de ver cómo se desenvuelve en sociedad, creemos que ya la tenemos calada, y seguramente sea esto lo que pretende el director... solo para que nuestra percepción cambie radicalmente pocos minutos después. Así sucesivamente durante casi dos horas. Bravo, porqué por muchas veces que el arte haya intentado demostrarlo, lo cierto es que no existen buenas o malas personas, sino gente con especial propensión a días dulces o amargos. La vida de Gloria, la heroína magistralmente interpretada por Paulina García, es precisamente esto, el imprevisible pero siempre coherente en su credibilidad -ahí reside el auténtico encanto- encadenado de experiencias divertidas, tristes, terroríficas o sin más trascendencia que la del más discreto y mágico de los números musicales. Lelio, como podría hacer Carlos Sorín en pleno ataque de inspiración, lo muestra todo a veces sin mostrar nada, y exprime al máximo cada uno de los ingredientes con los que trabaja, consiguiendo de este modo que el jugo resultante sea lo suficientemente adictivo como para que lo aparentemente carente de interés nos muestre la incontestable verdad sobre el encanto de las bromas más crueles que nos tiene deparada la vida. Los que nos depara cada festival de Clase A es una película en la que Isabelle Huppert se deje ver, por lo menos, diez minutos. Por lo visto, si no se cumple este requisito, dicha cita cae en la más humillante de las vergüenzas y los directores de los otros grandes certámenes del mundo tienen el sagrado derecho -casi obligación- de reírse hasta caerse de culo ante tal humillación. Esto hay que evitarlo a toda costa. El Kosslick team lo sabe, por esto ha decidido adquirir, sin pensar demasiado en los altos requisitos de calidad que se le presuponen a una carrera por el Oso de Oro que acaba de ponerse cara, los derechos de proyección de 'La religieuse' en la que ''mademoiselle la pianiste'' provoca al respetable interpretando a una madre superiora del siglo XVIII con un desmesurado apetito sexual enfocado a las queridas que están a su cuidado monjitas. Una de ellas es la auténtica protagonista de la historia, una hija de aristócratas que debe purgar los crímenes a los sacros votos matrimoniales perpetuados por su madre, dedicando el resto de su vida al santo y casto encierro religioso. Como es de esperar en una joven que hasta hace bien poco gozaba de toda la libertad que quería y cuyo organismo está empezando a notar los efectos de la revolución hormonal, el ataque de vértigo ante la perspectiva de entregarse en cuerpo y alma -nunca mejor dicho- al Señor, es como para ser tenido en cuenta. Lástima que la decisión ya esté tomada y que no haya posible vuelta atrás. Todo dispuesto pues para que empiece un calvario de, perdónenme, proporciones bíblicas. La técnica es casi kubrickiana sobre todo en el tratamiento de la luz ''artificial'' (todo lo contrario puede decirse del montaje final de sonido) y la plasmación del sufrimiento de Pauline Etienne no está demasiado lejos de aquel réquiem de primeros planos que Carl Theodor Dreyer dedicó a una tal Juana de Arco... el resto del vía crucis, tanto física como espiritualmente transcurre, cómo no, en un mar de dolor que desgraciadamente puede usarse para arremeter contra la propia película de Guillaume Nicloux. Y es que si bien es admirable la voluntad de mirar hacia el pasado para evidenciar la preocupante supervivencia del fanatismo religioso, igualmente indignante es que, con un material tan inflamable, y con un acercamiento tan acertado, el resultado final termine siendo, a fin de cuentas, tan inofensivo (más allá del dolor causado por la herida superficial), tan cómico (hablamos de nuevo de la Hupert)... tan frustrantemente olvidable. Con el recuerdo de este recorrido por los manicomios cristianos casi del todo borrado, es hora de conocer a la última candidata de hoy para conquistar un hueco de peso en el palmarés final. El canadiense Denis Côté, rey en plazas como la imprevisible Locarno apunta altísimo con el prólogo de 'Vic et Flo ont vu un ours' (ó ''Vic y Flo han visto un oso''), inspirada micro-pieza de humor absurdo y cargado de mala leche... y hasta aquí la parte agradecida de la película. El resto se convierte de forma demasiado evidente en la faceta más antipática del cine de autor, es decir, aquel que se reivindica bajándose los pantalones e inclinándose sobre sí mismo hasta ejecutar la ''limpieza de sable'' perfecta. Para entendernos y para entendidos, en el amplio transcurso del trayecto se muestra como la peor de las ''rebolladas'' y solo en demasiado pocas ocasiones como el mejor Javier Rebollo. El carácter marciano se luce por el simple hecho de ser alienígena (interpretado aún peor: por estar fuer del alcance terrícola) con una presentación enervante que se dedica en demasía a crear una sensación de dinamismo tan falsa como la pretendida gracia de casi todos sus gags (si es que puede emplease un concepto tan mainstream en este caso). Es en definitiva una trampa para osos (que este año se estilan mucho en este festival, por cierto) que por muy imponente que parezca al principio, casi nunca logra atrapar entre sus fauces metálicas oxidadas el encanto freak que tanto afirma jura conocer. Con lo bien que había empezado la jornada... en fin, a los sádicos les gusta -y de esto deben saber mucho los osos- sacarnos la miel de los labios, ''Como siempre...''. La cuestión ahora está en ver si Panorama, ''Como casi siempre...'', ayuda a que volvamos a casa con una sonrisa en la cara. Con el simpático pero simplón cortometraje 'Jury', firmado por el fundador del prestigioso Festival de Cine de Busan, Kim Dong-ho, sobre las acaloradas discusiones en el seno de un jurado de, precisamente, un certamen fílmico, parece que no va a cumplirse con dicha misión. Por suerte, inmediatamente después viene otra propuesta de -sorpresa- Corea del Sur, que no solamente dibuja la deseada parábola de la felicidad en nuestro rostro, sino que además por poco consigue nuestro cerebro implosione. O algo peor. Lo que hace el geniecillo E J-yong darle vida a un monstruo que, a la que se despiste, puede, directamente, aniquilarle. ¿Y si un entrenador de fútbol gestionara el día a día de sus jugadores a miles de kilómetros de distancia y a través de un teléfono móvil? Desastre a la vista. ¿Y si un cineasta decidiera dirigir una película vía Skype y con un océano, ni más ni menos, de separación entre él y su equipo? 'Behind the Camera' nos sitúa, exactamente detrás de las cámaras, cogiendo los planteamientos fílmicos y elevándolos a la enésima potencia. Cine dentro del cine, dentro del cine, dentro del cine... y un engaño dentro de otro engaño en el que el que estafa es a la vez estafado por sus víctimas. Una empanada mental deliciosa que arroja luz sobre la incomunicación en plena era 2.0 (¿o ya vamos por el ''3''?) y que, desde las entrañas de la bestia, experimenta de forma lúdica y jocosa con la adicción -es así- humana a ser estafado. Hablando de... Ken Loach. En la Sección Berlinale Specials, el espacio dedicado, salvo honrosa excepción a las viejas glorias sin otro sitio en el que caerse muertas, hemos tenido el honor de ver la supuesta última maravilla del veterano cineasta británico, quien en 'The Spirit of '45' se pasa al documental para mirar al pasado -qué raro- con tal de encontrar soluciones para el presente. Dioses... El apreciable trabajo de investigación y el atractivo planteamiento (consistente en conjugar material de época con entrevistas a testigos que cubren desde el academicismo más erudito hasta la insobornabilidad de la tan idolatrada clase obrera) se ponen al servicio del didactismo y los discursos tendenciosos marca de la casa. El resultado es un compendio de respuestas nobles pero fáciles a una situación mucho más compleja que no debería tratarse con la ligereza y poco rigor tan típicas de un autor al que incomprensiblemente se le perdona... incluso su cansina recurrencia a lo obvio. ¿Que la equidad, la justicia y el bien común son los pilares sobre los que debe fundarse toda sociedad civilizada? ¿Que Margaret Thatcher fue el mismísimo demonio? No me diga... Todo esto, por si fuera poco, como quien acaba de descubrir la penicilina.
Día #5 - Amor de madre y otras cochinadas El humor de los programadores de un festival de cine es, sin lugar a dudas... curioso. Al principio cuesta entenderlo, lo cual lleva a muchos a la conclusión errónea de que éste no existe. Por supuesto que existe, lo que pasa es que sus manifestaciones tienden a confundirse con las putadas más rastreras. Por ejemplo, el que la proyección más tempranera en todo el certamen vaya a ser a las ocho y media de la mañana y vaya a estar dedicada a una película rumana de prácticamente dos horas de metraje parece una invitación demasiado obvia a provocar los ronquidos en la platea. De esto no puede extraerse más que una conclusión: aquí hay gente cuyo grado de responsabilidad es solamente comparable a su sadismo. ¿A quién se le ocurre celebrar el paso de ecuador con una película de dos horas de duración, de Europa del este y a las 8:30? ¿Nos hemos vuelto locos? No, es que, simplemente, somos así de graciosos. Pero quizás la mayor broma está aún por llegar, porqué el shock experimentado al ver la parrilla de la quinta jornada de esta 63ª Berlinale es solo comparable a las extremadamente agradables sensaciones que va dejando tras de sí lo nuevo de Calin Peter Netzer, 'Child’s Pose', que tiene en un desafortunado y funesto accidente de tráfico un impactante punto de partida que va a ramificarse, sin prisa pero sin pausa, en un drama (que bascula entre lo familiar y una crucial investigación policial) cuyas implicaciones, como no puede ser de otra manera, van a ir mucho más allá de lo que en un principio cabía esperar. Así, lo que empieza siendo un frío acercamiento a una familia desmembrada (cuya punta del iceberg es una madre entradita en edad que pretende dejar huella en todas y cada una de las decisiones que conciernen a su entorno más cercano), desemboca en un absorbente drama de vocación farhadiana. La sombra del maestro Asghar planea sobre la que ya puede considerarse como otra seria candidata al Oso de Oro, y lo hace por su naturaleza bicéfala, en la que el preciso y nada obvio retrato de una ralidad sin duda lejana (y por ello, quizás, excesivamente extraña) no quita que el impacto de sus situaciones y problemáticas sea universal. En este caso, el periplo de la protagonista tiene los apuntes suficientes como para que salgamos de la sesión con la sensación de saber un poco más sobre un país en el que, quizás, los mecanismos del poder, puedan decantarse demasiado a favor de aquellos cuya cartera dispone de un fondo no fácilmente vislumbrable. Al mismo tiempo, Peter Netzer permite la entrada en el conflicto a más y más personajes, cada cual con sus razones y con sus equivocaciones. Imposible no implicarse. En el ojo del huracán, una madre coraje -tremenda Luminita Gheorghiu- con la que es tan fácil encariñarse como odiarla a muerte; una luchadora capaz tanto de encarnarse en las más altas virtudes como sumergirse en las cloacas de la ética. Todo para salvar la convulsa, compleja y sin duda castradora relación con su hijo. Y como auténtico telón de fondo, la apasionante, trágica e inevitable propensión al conflicto por parte del ser humano. A otra cosa mariposa... y a seguir intentando entender el peculiar humor de los organizadores. Uno de ellos me he preguntado esta mañana por los amores que he estado cosechando durante este festival. Le he contestado que de momento no muchos, pero que todo se andará, ni que sea por aquello de ''Por nuestras mujeres y nuestras amantes... y porqué nunca se conozcan.'' Es una suerte que entienda el castellano, porqué no creo que hubiera sido capaz de transmitirle la gracia del Capitán Jack Aubrey en una lengua extranjera. Entre risas, el somático voluntario me pregunta si estaría interesado en tener ''algo'' con una rubia despampanante que está pasando justo por detrás de mí. Esto ya es incómodo, porqué no sé si estamos cruzando las -reconfortantes- fronteras de la confianza o, peor, las del proxenetismo. Como siempre en estas situaciones, río como un gilipollas y me doy la vuelta, confiando en que mi camino no vuelva a cruzarse con el de este tipejo durante los días de Berlianale que nos quedan. Lo mismo deseo con las películas proyectadas a primera hora de la tarde, en lo que popularmente ya se está empezando a conocer como ''la sesión del diablo''. Será porqué, en un horario que empieza justo cuando sale el sol y termina bien entrada la noche tiene que haber obligatoriamente un momento para la pausa, y no es de extrañar que éste caiga justo cuando la digestión absorbe buena parte de las energías de nuestro organismo. Dicho esto, toca meterse cafeína en vena, porqué además la rumorología -que en estos escenarios pocas veces falla- dice que estamos a punto de comernos uno de estos ladrillos que hacen época. Y esto que la película no empieza precisamente mal. Es más, se sigue con el interés que se le presupone a cualquier título que esté compitiendo por los grandes premios en uno de los grandes festivales cinematográficos. Con 'Layla Fourie' el cine alemán vuelve a jugar con fuego mezclándose con culturas que poco o nada, al menos a priori, tienen que ver con la suya. La directora Pia Marais se va a Sudáfrica para presentarnos a otra madre coraje que tiene que luchar para salir adelante (tanto ella como su hijo) sin la presencia de su ex marido, quien ha encontrado una nueva familia en la que ocupar sus felices pensamientos. En las entrevistas de trabajo a las que asiste día sí día también los detectores de mentiras forman parte del mobiliario habitual; en la calle, el panorama no es mucho más agradecido, al ser cada extraño con el que se cruza nuestra heroína un enemigo mortal en potencia. Marais juega con la indefensión para configurar un thriller al que le puede la multiplicidad de frentes abiertos. La intriga y angustia vividas al principio se derriten en calor africano a una velocidad vertiginosa, merced a una dirección y a una escritura igualmente embusteras empeñadas en reivindicarse en una complicación que se estanca en lo incomprensible -y no por complejo- y en lo absurdo. Si el público no ha abucheado al final de la sesión es por ese hipócrita y muy europeo sentido de la educación... o bien porqué, efectivamente, hacía rato que estaba soñando con los angelitos. Una vez descansado, y como es sabido que el gremio de la crítica cinematográfica está abonado a esto del masoquismo, acudimos en tropel a la sesión Berlinale Special, donde nos espera un cadáver fílmico llamado Giuseppe Tornatore. ¿Se acuerdan cuando este mismo autor encandiló a medio mundo con, por ejemplo 'Cinema Paradiso'? Servidor tampoco, que desde entonces ha llovido mucho. 'The Best Offer' es el enésimo intento de resurrección por parte del cineasta italiano, y como suele suceder en los casos de resucitación, el experimento termina en fiasco. Era de esperar... pero, como sucediera con el trompazo que me he metido justamente antes, durante los primeros compases de la película, hay el espacio suficiente como para albergar una mínima esperanza en la jugada; hay el espacio suficiente para que nuestro espíritu se eleve ante el posible milagro que está a punto de presenciar. Pero ya se sabe... la caída, cuanto más alta, más estrepitosa. En la subastas, la oferta, cuanto más alta, más probabilidades tiene de adjudicarse el objeto de deseo de turno. Lo aprendemos, una vez más, en 'The Best Offer', en la que un reputado jefe de subastas de arte se asocia con un viejo compinche para llevarse a casa las obras que más le atraen la atención. De carácter antisocial e iracundo, este triste personajillo interpretado por Geoffrey Rush (como era de esperar, lo mejor de la película) verá en el descubrimiento de una misteriosa villa, habitada por una todavía más misteriosa jovencita, algo parecido a lo que para los mortales sería el mismísimo Fort Knox. Oro puro en forma de piezas artísticas cuyo valor en cuanto a conjunto se estima muy cerca de lo incalculable. Tornatore se enfunda el mono de artesano para filmar un thriller con pinceladas románticas que recuerda al Polanski más moderno, el mismo que hará tres años sorprendiera en este mismo certamen con la solidísima 'El escritor'. Lo cierto es que, para mayor sorpresa y para mayor piropo, la comparativa no le sienta del todo mal, en cualquier caso, seguro que no le viene excesivamente grande. El director y guionista crea una atmósfera enfermiza de intriga lo suficientemente sólida como para que el relato avance -y se siga- sin excesivos problemas y casi siempre de forma fluida. Pero, como viene siendo habitual en el género, el autor cae en la necesidad de sorprender; de golpear al espectador justo por donde, teóricamente, no se lo espera. Y sí, dicha necesidad se huele a la legua. Es como si Tornatore (que en muchos momentos parece que delegue las tareas de dirección en su buen amigo Ennio Morricone) no confiara en sus propias dotes y no se creyera el papel que está interpretando, jamás pujando demasiado en serio. Es como si estuviera esperando la hora de impactar impacientemente desde el primer fotograma, y claro, con esta praxis de mal jugador de ajedrez, los movimientos se anticipan horas antes de que se produzcan. Cuando por fin llega el ''ansiadísimo'' twist argumental, al pobre Geoffrey Rush se le queda una cara de tonto que ya no se le quita ni a patadas. Dicha reacción, más que reflejar lo que está sucediendo en el patio de butacas, hace lo propio -y esto es lo realmente triste- con la cara de un director al que, otra vez, se le ve el plumero. Porqué otra vez -y van...- se acomoda en exceso en lo irritantemente obvio, tratando a su audiencia de lo que seguramente es él mismo. No es una empanada mental -o sí-, es más bien la triste demostración de que, aunque la mona se vista de buen cineasta, mona se queda. Y como ya he tenido suficientes raciones de viejas glorias, rebajo el caché del programa y me meto, encantado de la vida, en Panorama, donde artistas en principio mucho menos conocidos aguardan con propuestas que, en el día de hoy, van a hacer elevar las cuotas de ''gayness''... un clásico en Berlín. Una tal Angela Christlieb presenta en nuestra sección favorita un documental de título tan sugerente / inquietante como rara es su nacionalidad luxemburguesa. 'Naked Opera' (en cristiano, ''La ópera desnuda'') vuela hacia el minúsculo país para conocer al que es desde ya uno de los grandes personajes de esta 63ª Berlinale. Marc es un pomposo millonetis homosexual al que se le diagnosticó hace tiempo una enfermedad mortal incurable. Desde que se le anunció tal calamidad, decidió darle un nuevo rumbo a su vida... y ahí es donde entra Christlieb y su equipo. A viajar de nuevo se ha dicho, porqué de lo que se trata aquí es de un periplo por todo el mundo siguiendo todas las representaciones operísticas que se hagan del Don Giovanni de Mozart. ¿Todas? No, solamente aquellas que permitan mantener a la vedette de la función su elevadísimo estatus. Entre escenas del mítico filme de Joseph Losey dedicado a la misma obra y entrevistas que van dejando por el camino una incontable cantidad de perlas, la invisibilidad del observador irónicamente desaparece para que el acercamiento a este encantador esnob sea más directo, más auténtico, en lo que es una recatada y encantadora vorágine hedonista y nihilista en la que la pedantería de aquel que afirma tener mejor gusto que cualquiera en este planeta se mezcla de forma muy divertida con el más insaciable de los apetitos... en este caso, por si había dudas, de carne masculina, bien entendu. Enésimo café de la jornada (estoy empezando a abusar del negro elemento), pequeña charla para comprobar que sigo siendo el único en Berlín que disfrutó con 'The Necessary Death of Shia Laboeuf'... ¿o era Charly Countryman? Ya no lo sé. Lo que sí sé es que para la última sesión de la jornada, el Cinemax ha vuelto a vestirse con aquellas galas que tanto gustan en esta ciudad: piezas de ropa de cuero que muy premeditadamente dejan al descubierto pezones, pelos, miembros y, por supuesto, mucha carne. Miro a la izquierda, miro a la derecha y el panorama en la sala es de una homogeneidad que asustaría si no se hubiera instalado en el ambiente un aire de festividad y celebración al que uno no puede resistirse entrar. Mucho menos cuando el maestro de ceremonias de la función es el guarro de James Franco, gurú del Hollywood más moderno y que como actor combina colaboraciones en las grandes apuestas de la Disney (véase la precuela de 'El mago de Oz') con participaciones en proyectos algo menos recomendables para el público infantil (véase 'Locelace', en la que se deja ver como uno de los maestros del porno que auspició el fenómeno 'Garganta profunda'). Su carrera detrás de las cámaras es, a día de hoy, mucho menos ambigua. A la hora de ejercer tanto de productor como de director, sus trabajos tienden siempre a la mueca de disgusto, al rubor y, por supuesto, a la provocación. Que dé testigo de ello 'Interior. Leather Bar', película a medio camino entre la recreación y el documental que tiene como objetivo -dice- el de reconstruir los cachos amputados de 'A la caza', cinta maldita presentada en el año 80 en este mismo festival, dirigida por William Friedkin y protagonizada por Al Pacino. En ella, un policía debía investigar los asesinatos de un demente que la había tomado con la comunidad homosexual. Para poner fin a la matanza, el héroe debía infiltrarse en el mundo semi-clandestino en el que gays, lesbianas y transexuales de medio país podían satisfacer libremente sus necesidades más ocultas. Quien no pudo ejercer libremente su profesión fue el cineasta encargado de dicho proyecto, que vio cómo se le recortaron 40 minutos de material sexual explícito con tal de que el título no viera lastrada su carrera comercial. En esas que más tres décadas después el marrano de James Franco se asocia con su amiguete Travis Mathews para reconstruir ese footage tristemente desaparecido. La alocada estrellita encargada, hará ya ... años, de presentar los Oscar (tarea que llevó a cabo bajo vaya-usted-a-saber-qué-sustancias) defeca en las convenciones técnicas (''¡A la mierda el guión!'', proclama alegremente) y morales... y en este último punto es donde la propuesta cobra auténtico sentido. Los, en palabras del propio co-director Travis Mathews, ''sesenta minutos de rodeo que no dan mucho que hablar'' en realidad sí lo hacen, al confirmarse, más allá de las sesiones de sexo duro, que la deriva carnal de la carrera de James Franco obedece a una cruzada para que el sexo (sobre todo sus facetas peor vistas) pase a formar parte, de una vez por todas, de un mainstream que se venda los ojos ante lo evidente: semana tras semana, la cartelera está inundada de títulos en los que, por ejemplo, la gente muere asesinada de la manera más retorcida. Es normal, pero lo que para nada puede permitirse es que, también por ejemplo, en una pantalla de cine dos hombres se besen, cuando esto es algo que, afortunadamente, se da, en la -olvidada- vida real, infinitas veces más. Y por suerte hay gente que se da cuenta de ello y que se ha propuesto invertir dicha dinámica. 'Interior. Leather Bar' es una más que bienvenida prueba de ello. Divertido y gamberro desenfreno en el que los protagonistas se quitan, para bien o para mal, la máscara de las apariencias y se ponen, les guste o no, hasta las botas de lo prohibido; de lo mal visto. De aquello que, con tiempo, con un poco de suerte y gracias a los granitos puestos por la gente como la que está detrás de esta película, va a convertirse no en algo que celebrar, sino en algo totalmente normal. Mientras este momento no llega, en Berlín la gente se lo pasa teta, quizás porqué -y esto hay que admitirlo- su público entendió, largo tiempo atrás, que detrás de las barreras de la intolerancia se halla la incomparable felicidad de entender que las pesadillas de los dinosaurios constituyen la esencia de la más saludable de las burlas.
Por Víctor Esquirol Molinas