Diario de la 63ª Berlinale (1/4)
Vía Festival de Berlín
por reporter 25 de abril de 2013
Dos meses después y con la vista puesta ya en otras citas, aprovechamos la calma momentánea entre certámenes para reflexionar, como es debido, sobre aquello que nos dio (y también sobre aquello nos quitó) el 63º Festival de Cine de Berlín. Sesenta días han pasado ya desde que el último Oso de Oro fuera entregado, como dictan los cánones, en el Berlinale Palast. Ocho semanas para que la vorágine festivalera se haya enfriado y asentado en un cerebro que exigía tregua. Ahora que ésta por fin ha llegado, toca despedir a la Berlinale como se merece. Toca recuperar el diario de un festival inesperado...
Día #0 - Smartphones y mails, volamos hacia Berlín Pues va a ser que no. Tan cerca... pero a la vez tan lejos. ¿Acreditación? Sí. ¿Documentos en regla? Sí. ¿Alojamiento? Sí. Todo dispuesto. Todo preparado para ir a Berlín. El problema, como suele ser engorrosamente habitual en este país, es el financiamiento. La crisis, que nos machaca; nos ahoga, hace que nos endeudemos todavía más y, por supuesto, impide que cumplamos nuestros sueños. El más disparatado de este año era el de lograr completar el World Tour de festivales de cine. Empecé bien, con la carambola sideral de Sundance, donde los astros se alinearon para encadenar una serie de milagros que me llevarían a Utah. El problema es que, injusticias aparte -ya llegaré a esto-, la capital germana sigue vendiendo mucho más. Mejor dicho, sigue teniendo una imagen más exportable... será quizás porque ha tenido más de treinta años de ventaja (con respecto a Robert Redford) para construirla. Sea como fuere, para entrar en la Berlinale hay muchos más codazos. Se nota. Volví de Park City apenas dos semanas antes de que todo empezara a rodar en el corazón de Alemania. Poco tiempo y quizás demasiado tarde para empezar a picar puertas. Televisiones, radios, periódicos... quien sea. Perdón, mientras pague, quien sea. Por cuán poco nos vendemos. Pero está ya todo cogido. Ya se sabe que en este país las cosas se hacen con antelación. ''Lo siento, no nos interesa''; ''¿Berlinade? ¿Berlinale? No, no nos interesa, gracias.'' (Le entran a uno complejos de tele-vendedor... de hecho, por ahí va el asunto). Más, ''¿Y tú quién eres?'' (La clásica respuesta CR7, se entiende, no soy... no somos nadie), ''Lo siento, ya tenemos a alguien''. Para los interesados, y para que conste en acta, ésta última es mentira, directamente, pero no te ven la cara, lo cual hace que colar la trola sea tan o más fácil que marcar a portería vacía. ''Ya tenemos a alguien''. Como quien dice ''Lo siento, pero es que ahora mismo me iba de casa'' ante la propuesta de una encuesta del ayuntamiento. Por supuesto, no nos vamos a ningún sitio, nos quedamos apalancados en el sofá, calentándonos los dedos de nuestra mano favorita, mimando los genitales y pensando, que no falte, en lo listos que somos. Un panorama similar me espera a mí. Son las 18:30 del miércoles 6 de febrero. Al día siguiente se da el pistoletazo oficial de salida y de momento no hay luz verde, así que todo invita a practicar uno de esos deportes en los que los españoles podemos lucir orgullosamente nuestra nacionalidad y proclamar por todo lo alto, a quien a estas alturas nos esté escuchando, que podemos ganarle a esto y a lo que haga falta (fútbol, tenis, baloncesto, mentir, falta de oportunidades, recortes, corrupción, golpismo...). De lo que se trata aquí es de quitarle brillo a aquello que no podemos conseguir; a aquello que no está a nuestro alcance. De modo que... A ver, ¿qué se me ha perdido a mí en la Berlinale? ¿Un invierno europeo como los que ya no tenemos en la península? ¿Acaso el cuerpo no me pide a gritos un descanso después del maratón de Sundance? ¿Es que se me ha olvidado el mal recuerdo de la Competición del año pasado? Además, ¿qué me voy a perder? Lo nuevo de Wong Kar-Wai, y lo nuevo de Gus Van Sant, y lo nuevo de Steven Soderbergh, y lo nuevo de Ulrich Seidl, y lo último (?) de River Phoenix, y lo último de Danis Tanovic, y lo último de Isabel Coixet, y lo último de Hong Sang-soo, y lo último de Jafar Panahi... también lo nuevo de Ken Loach... y también, porque nunca se sabe, lo nuevo de Giuseppe Tornatore. Mierda. El parecido razonable con aquella escena de 'La vida de Brian', en la que el Frente Judaico Popular se da cuenta de que el invasor romano quizás le ha dado al invadido mucho más de lo que parecía, es demasiado obvio como para no darse de cabezazos contra la pared. Me despejo la frente, me saco las gafas, que las voy a necesitar si sobrevivo, y me dispongo a agujerar el muro. Pero de repente, suena el móvil. Nuevo mail en la bandeja de entrada. Benditos smartphones. La magnífica cobertura 3G hace que el contenido del correo aparezca inmediatamente en la pantalla. El susto es histórico, porque resulta que al final sí; a ultimísima hora ha aparecido la financiación que tanto esperaba. Miro el reloj y evito el infarto de milagro. Son exactamente las 18:34 y el festival empieza en menos de 24 horas. Para ser más exactos, y después de comprobar tres veces el horario, en Berlín todo empezará a rodar de forma oficial en 17 horas y 36 minutos. 17 horas y 36 minutos para hacer la maleta, confirmar el alojamiento y averiguar dónde coño está éste; 17 horas y 36 minutos para hacerme un planning festivalero con cara y ojos y, importante, encontrar vuelos de avión que me permitan llegar a tiempo. Huele a misión imposible, pero he decidido que el mantra de mi segunda aventura berlinesa va a ser ''Si quiero, puedo''. Si quiero puedo, si quiero puedo, si quiero puedo... vamos. Cinco horas más tarde -y quedan menos de doce- estoy en el aeropuerto. Mejor no revisar el equipaje, porque seguro que me habré dejado en casa algo vital. Mejor no desesperarse a las primeras de cambio. Lo importante es que he comprado todas las toneladas de fuet (mi llave para entrar en la casa que a va acogerme durante los próximos once días) con las que podía cargar. El resto ya se verá. El caso es que, por horarios de ''aerobuses'', por supuesto ajenos a mi voluntad, toca hacer noche en el Prat. Seis horas por delante -quizás debería parar de mirar el reloj- para acabar de planificarlo todo; para devorar por enésima vez la pírrica información previa brindada por la organización y así empezar a tachar y a marcar en rojo aquellas películas que por nada en el mundo voy a perderme. Ahora que ya estoy ''dentro'', todo parece más bonito; casi todo parece apetecible. Con el apetito cinéfilo activado, me meto en el primer de los dos aviones que va a llevarme a la capital germana. Una parte de mí desea que estos dos vuelos que me esperan sean los más largos de mi vida (se aceptan incluso problemas técnicos que retrasen el despegue): todavía estoy en Barcelona y siento imperiosamente la llamada del sueño... así vamos mal. Desplomarse en la primera jornada será feísimo. ¿Le quitarán a uno la acreditación por ello? No, imposible, de ser así, en el último día de certamen -incluso antes- no quedaría ni un solo periodista en las instalaciones de la Berliane. Por otra parte, ojalá llegue a mi destino cuanto antes mejor, porqué todavía tengo que solucionar el problema de quedar con mi amigo el anfitrión, librarme de la maleta y recoger la acreditación antes de la primera película. En fin, que sea lo que los encargados de la compañía aérea quieran.
Día #1 - The Grandmaster is Back in Town Por suerte -o no- no ha habido ningún problema. Ni en los despegues, ni en los aterrizajes -gracias a Dios- ni en el aeropuerto de Munich, ni en la recogida de maletas. Donde sí lo hay es a la hora de salir de Tegel para llegar a Berlín. El tiempo es oro... y los autobuses alemanes, directamente, no. Investigar la posibilidad del tren también es una opción poco eficiente, pues al personal del aeropuerto no se le ve demasiado predispuesto a cumplir las tareas más atribuibles a puestos de información. Son muros; mejor no pelearse con ellos... van a ganar, seguro. Última carta, ''¡A mí los taxis!'' Dicho y hecho, salgo de la terminal y mientras me topo con el General Invierno alemán -no es para tanto- una horda de taxistas de nacionalidad impronunciable se abalanza sobre mí y mi equipaje. También lo hace un hombre cuyo peto chillón delata que está ahí para poner un poco de orden. Debe verme actitud -y cara, que esto no se oculta- de guiri, con lo que en un inglés impecable -bendito bilingüismo berlinés- me dice que me aleje ipso facto de esos conductores y que me dirija a la cola ''oficial'' de taxis. Su tono y su mirada añaden implícitamente la coletilla ''... si quieres seguir viviendo''. No hay más que hablar. Dejo al Sr. Oficial -¡ja!- peleándose con las aves rapaces y no miro atrás. Porque los decibelios van en aumento (se deduce que lo mismo pasa con las amenazas proferidas) y porque, de nuevo, el reloj apremia. Afortunadamente, la famosa cola es una orgullosa muestra de la eficiencia germánica. En menos de dos minutos ya estoy embutido en un coche y peleándome con su propietario. Como me temía, resulta que no tengo ni pajolera idea de cómo pronunciar ningún nombre propio alemán. No problemo, soy un hombre de recursos. Saco un papel donde previamente había apuntado todas las palabras / frases imprescindibles para la supervivencia y señalo, cual primate, hacia donde pone ''Berlinale Palast''. Parece que nos hemos entendido. Salimos de las inmediaciones de Tegel. La entrada a la ciudad propiamente dicha está presidida por un cartel gigantesco en el que se ven las siluetas multicolor de los emblemáticos osos de Berlín y se puede leer ''The Bears Are Back In Town'' (AKA ''Los osos han vuelto a la ciudad''). Me encanta. Y me gusta todavía más el comprobar que el taxista realmente ha adivinado mis intenciones. Con el Berlinale Palast delante de mis morros, por fin puedo decir que, un año después, yo también he vuelto a la ciudad. Un pequeño momento para tomar aire... y sigo. En el hotel de enfrente, la oficina de prensa presenta exactamente el mismo aspecto que la última vez que la vi. Saludo a algunos voluntarios, que están exactamente como la última vez que les vi, recojo la acreditación (previa comprobación, por parte de una mujer con cara de pocos amigos, de que efectivamente pagué el peaje de 60€ impuesto por la organización) y logro convencer a la gente de recepción que me guarden la maleta durante unas pocas horas. Ahora sí, fuera el estrés; fuera las preocupaciones concerniendo mi alarmante falta tanto de planificación como de ubicación. A devorar cine se ha dicho. Como las primeras impresiones son vitales, la primera película que va a ver la prensa es la que con toda seguridad, y siempre a priori, claro, puede considerarse como el plato más fuerte que va a poder degustarse a lo largo de esta 63ª Berlinale. Porque, y con todo el respeto hacia nuestros peludos amiguitos del bosque, más importante que el hecho de que ''Los osos hayan vuelto a la ciudad'' es el que un tal Wong Kar-Wai haya vuelto a los menesteres cuyo ejercicio, con toda justicia, le hicieron tan grande. Ha vuelto, ya era hora, al noble, muy agradecido y nada sacrificado oficio de la dirección cinematográfica, en el que había estado inédito desde su discutido -por puro snobismo- desembarco en suelo americano con 'My Blueberry Nights', efeméride que ya va a cumplir cinco años, que se dice pronto. Un lustro sin el maestro se hace muy largo... más aún cuando durante los últimos años hemos estado conviviendo con la promesa de un proyecto que, como mínimo, iba a marcar un antes y un después en su carrera, por lo menos, en lo que a ambición se refiere. Después de su road trip por los Estados Unidos, Wong Kar-Wai decidió hacer las maletas y volver a su amado Hong Kong para quitarse una espina que tenía clavada desde el estreno de su filme maldito -y muy masacrado- 'Ahes of Time', cinta de artes marciales cuya productora se encargó de dejar irreconocible con respecto al montaje original firmado por un autor que no pudo empezar a resarcirse hasta el estreno de la versión ''Redux''. Con 'The Grandmaster' se puede decir que el director de las eternas gafas de sol vuelve a la escena del crimen. La diferencia es que ahora llega con la lección aprendida... y con la reputación suficiente para que cualquier trabajo sobre el que ponga las manos sea inmediatamente sacralizado y, por lo tanto, quede fuera del alcance de las manazas de cualquier pez gordo de la industria con ínfulas autorales. Con esta reconfortante certeza y con el consabido tiempo de espera bajo el brazo, no es de extrañar que los grandes festivales de todo el mundo quisieran adjudicarse esta esperadísimo biopic sobre el legendario Ip Man, mentor del no menos legendario Bruce Lee. En su día sonó Cannes, pero no. ¿Para Venecia, pues? Tampoco. ¿Y San Sebastián? Va a ser que no. A Wong Kar-Wai debió convencerle más la oferta de Dieter Kosslick, la cual incluía el cargo de Presidente del Jurado, con la consiguiente condonación de la responsabilidad (?) de participar en la Sección Oficial a Competición. Sean cuales sean las condiciones, lo cierto es que Berlín se ha anotado un puntazo con este fichaje, aunque más cierto es que mientras se producía la rifa entre los distintos certámenes, la cinta ha tenido tiempo para estrenarse en su país de origen. Esto último se dice con la boca pequeña... y a voz todavía más baja deberá comentarse la alarmante falta de World Premieres que va a tener este año la Berlinale. Cierro paréntesis porqué el magnetismo de Tony Leung se apropia una vez más -y qué gustazo- de la gran pantalla. El galán fetiche de Wong Kar-Wai se pone en forma para dar vida al mítico maestro del Kung Fu en una película cuyo mayor y nada desdeñable logro es el de de llevar a los terrenos del más rabioso cine de autor un género que se mostraba alérgico a este tratamiento. El referente obvio lo encontramos en el díptico 'Ip Man' de la dupla Wilson Yip & Donnie Yen, y si bien estrecha lazos con la película que ahora nos concierne con respecto a la creación de una mitología semi-fundacional de carácter muy similar al western clásico, se diluye en una ejecución que luce siempre de la forma más orgullosa la inimitable marca ''In the Mood for Love'' (y ''Cungking Express'', y ''2046'', y...). Entre patadas y puñetazos, el tiempo se detiene y las imágenes corridas se suceden en un montaje algo confuso que nos lleva otra vez a una época tan maravillosa que tal vez -como sucede con el salvaje oeste- jamás existió. La música, los vestidos... las mujeres. Son los elementos de siempre presentados casi de la misma forma. Parece que Chez Kar-Wai también está igual que la última vez que la vimos. Ahora pasear por sus pasillos proporciona más emociones fuertes, pero el tour sigue siendo tan encantador como, toca admitirlo, defectuoso. En esta ocasión no se sabe bien si el difícil seguimiento de las aventuras de Ip Man es debido al desconocimiento de una historia que, visto lo visto, va a tocar aprenderse; o si por el contrario es debido a esa manía del cineasta chino por trabajar sin guión. La duda engorrosa está en el aire... lo mismo que un amor que incluso en las circunstancias adversas vuelve a hacer acto de presencia, confirmándose así una arriesgada y algo inflada mezcla de géneros, suerte de biblia del Kung Fu, a veces al borde del desastre pero casi siempre abrazada a la genialidad de alguien a quien el rango de ''Gran Maestro'' quizás le va un poco grande... pero que sin duda debe sentir cierta claustrofobia en el peldaño de justo debajo dentro de la cadena de mando. Y que la próxima no tarde tanto en llegar, por favor. No está mal para empezar. Como el cuerpo ya ha tenido suficientes emociones fuertes y la organización ha tenido a bien no empezar a darnos caña hasta mañana, toca aprovechar las que seguramente serán las únicas horas libres que voy a tener en los próximos días. Breve descanso y quedada con el alma caritativa que va a acogerme mientras dure el festival. Punto de encuentro, la embajada... o mejor dicho, la ''ambaixada'', que Lord Farquaad me mira fijamente y no quiero que su retrato, que da la bienvenida a las oficinas, se abalance contra mí. De allí al piso, un encantador cuchitril en el tercer piso de un bloque DDResco para estudiantes situado ahora en el corazón del enérgico barrio turco. Una sala común, una cocina, un cuarto de baño y tres ocupantes permanentes (más dos extraordinarios). Más de lo que podía pedir. Una vez instalado, la cerveza de rigor, que para mayor regocijo, es mucho más barata (y de calidad notablemente superior) a la birra media española. Esto será peligroso. Después de declinar la última copa, que por definición es siempre ésta y solo ésta la que lleva al desastre, y después de ingerir un tentempié kurdo de miseriosa composición (en la era Ikea en la que nos encontramos, mejor no hacer demasiadas preguntas), vuelvo al Cinemaxx para desvirgar la Sección Panorama de este año. El pistoletazo de salida lo da la georgiana 'Chemi Sabins Naketsi', película en la que la reconstrucción memorística propicia un juego temporal técnicamente habilidoso pero narrativamente soporífero. Lo mejor de la experiencia, la previa, donde ha quedado claro que el compromiso y fe por parte del público hacia ''su'' sección siguen intactos. Antes de que empezara la proyección, la imponente pero afable figura de Wieland Speck ha subido al escenario para hacer las presentaciones de rigor, ha cogido un micrófono y, como dicta el protocolo, ha pronunciado por primera vez aquel maravilloso grito de guerra: ''Good evening in Panorama!'' (''¡Buenas noches en Panorama!'') y con tan poco, la sala casi se ha venido abajo. Mágico... lo que ha venido después ha sido lo contrario. No importa, la ilusión no nos la quitan tan fácilmente.
Día #2 - Plaga en la parrilla No hace falta que suene el despertador. A pesar de las pocas horas de sueño cosechadas durante los últimos días, abro los ojos antes de que la alarma preguntándome cómo demonios puede vivir uno sin cortinas. Siendo un yonqui de la luz, por supuesto. De camino al Berlinale Palast, también tengo tiempo para plantearme seriamente el recalcular la esperanza de vida del berlinés de a pie, el mismo que día sí día también tiene que enfrentarse al diablo sobre ruedas encarnado en cualquiera que en esta ciudad posea una licencia de taxista. No hay semáforos que valgan; mucho menos stops o ceda el paso. La ley de la jungla servida en cada paso de peatones, y no hace falta ser demasiado avispado para darse cuenta que en esta cruenta batalla, quien se alía con el motor y la carrocería siempre gana. Muere otro día... de modo que miro una, dos, tres y hasta cuatro veces antes de afrontar cada cruce. Solo cuando estoy en una zona exclusivamente peatonal me concedo el lujo de ver la parrilla de películas para hoy. Si ayer hubo piedad por parte de los programadores, se entiende que hoy éstos ya dan por asumido que podremos adaptarnos de sopetón a la velocidad de crucero. En otras palabras, la primera toma de contacto con la 63ª Berlinale consistió en dos películas... hoy el horario está plagado con seis, ni más ni menos. Y porqué no caben más. Estupendo, que aquí hemos venido a secar nuestras neuronas a base de celuloide. Las tres primeras citas de la jornada son con candidatas al Oso de Oro, así que menos guasa, porqué esto definitivamente ya está en marcha. Primera del día, 'In the Name Of...', propuesta polaca firmada por Malgorzata Szumowska, y no intento pronunciar en voz alta el nombre por miedo a atragantarme. Sí me molesto en repasar el historial de dicha directora y compruebo con horror que su último trabajo fue la cómicamente pretenciosa -y a la postre cansina- 'Mujeres', en la que una magnífica -qué raro- Juliette Binoche capitalizaba toda la atención -¡qué raro!- para narrarnos un drama sobre la deplorable situación de la mujer en las sociedades más supuestamente modernas. Para su siguiente trabajo, Szumowska parece que nos lleve unos cuantos siglos atrás. Nos encontramos en una comunidad rural en el culo de Polonia, es decir, en lo más hondo del ojete del mundo mundial. El sentimiento religioso, como era de esperar, está arraigadísimo entre sus habitantes... lo mismo que la predisposición a la violencia, tanto física como mental. No es el mejor sitio donde vivir, vaya. El protagonista de la historia, un cura recién llegado al pueblecito y con un pasado algo turbio, se vuelca en cuerpo y alma -nunca mejor dicho- para que la vida de su parroquia tenga más motivos para al menos ser considerada como tal, pero topará una y otra vez con la incomprensión y hostilidad de los aldeanos, además de con sus propios fantasmas, que le persiguen allá donde vaya. Como era de esperar en este escenario, la sombra de la homosexualidad y de la pederastia planea sobre un relato que no sabe si centrarse en la radiografía del tormento personal o en lanzar piedras a una institución experta en demostrar que no hay peor ciego que el que no quiere ver, y en esta multiplicidad de objetivos quizás se encuentre el verdadero problema de un filme con convincente empaque moderno y con logradas pinceladas místicas / íntimas, pero que acusa demasiado lo errático en su rumbo. Como sucediera con la mayoría de películas presentadas a concurso el año pasado, y esto es un mal presagio, se ve con interés, pero en ningún momento deja el rastro que se le presupone a una propuesta de estas características... más allá de una imagen para la posteridad: la del protagonista cogiendo un pedal de campeonato y bailando, en pleno éxtasis etílico, con un retrato de Benedicto XVI. Las altas cúpulas del Vaticano subiéndose por las paredes, seguro. Con ganas de alimentar la polémica ha llegado también un autor ampliamente conocido a estas alturas. Gus Van Sant, aquel autor experto en rodearse de juventud, quizás por aquello de engañar al tiempo, deja de lado a sus adolescentes conflictivos (de hecho, lo deja casi todo de lado) para excavar hasta dar con la materia más podrida. El muy americano (y ahora, por desgracia, muy nuestro también) conflicto / debate / problema / ¿solución? del fracking, se planta en la Berlinale bajo el título de 'Promised Land'. Un poco de cinismo pues para presentarnos una tierra supuestamente prometida cuyo acercamiento, efectivamente, promete mucho. Lástima que una vez llegados a la meta el resultado no sea tan satisfactorio como en un principio cabía esperar. Y es que haciendo balance general, el recuento de motivos para salvar dicho film iguala al de aquellos para condenarlo, o al menos, para olvidarlo inmediatamente, que viene a ser lo mismo. Este thriller con conciencia medioambiental tiene la virtud de jugar, como quien no quiere la cosa, a difuminar, con la colaboración de Matt Damon y Joseph Kosinski (quienes por cierto también firman el guión) la línea clásica que separa a los ''good guys'' de los ''bad guys'', sembrando así en el espectador la misma confusión con la que al fin y al cabo planteamos cualquier tema mínimamente relevante y de rabiosa actividad. Mucha más claridad encontramos en una exposición de argumentos que nos introduce correctamente en los más y los menos (éstos últimos en mayúscula y negrita) de un capitalismo cuyo poder destructor todo lo ensucia; todo lo arrasa... y sabe detectar mejor que ningún otro sistema las flaquezas de sus rivales. Si en el bando contrario se encuentra un modo de vida tan romántico como condenado a desaparecer (en su retrato es cuando Van Sant se concede los únicos y discretísimos arrebatos autorales), la masacre está servida. La concienciación -que de esto trata todo- también... lástima que el siguiente paso natural, es decir, el de la indignación esté más dirigido hacia los responsables de un trabajo que cuando lo tiene todo a favor, decide echar tierra sobre sus logros, enterrándolos en una serie de twists argumentales de la peor escuela del thriller de domingo, unos apuntes románticos tan empalagosos -y previsibles- como fuera de lugar y, en definitiva, una tendencia a abrazar las soluciones más convencionales, factor este último que debería vetar la entrada de cualquier producción en festivales como éste (más aún cuando ésta ha sido estrenada ya comercialmente... otra world premiere perdida), pero ya se sabe, el pedigrí manda, a pesar de que éste no se corresponda con el presente. Luciendo también logros del pasado -reciente y lejano-, la organización quema a las primeras de cambio otro de los ases en la manga. Con la trilogía ''Paradise'' el austríaco Ulrich Seidl ha pretendido hacer un recorrido triunfal similar al que en su día ya se anotara el genio Krzystof Kieslowski con su saga tricolor. Cannes, Venecia y Berlín sucumbieron al 'Rojo', 'Blanco' y 'Azul' de la bandera francesa, en lo que fue una casi-pleno histórico en la conquista de los premios presuntamente más prestigiosos que pueden conseguirse en el mundillo cinematográfico. No ha tenido la misma suerte el conocido como el ''Michael Haneke de Serie B'' sus 'Paradise: Love' y 'Paradise: Faith' despertaron tanto aplausos como abucheos tanto en la Croisette como en el Lido... está por ver si en el Palast, donde teóricamente los galardones salen más baratos sonará finalmente la campana... Pues parece que no. 'Paradise: Hope' lleva la lacra del desencanto en casi todas sus secuencias. Lo peor es que la culpa, y esto duele, quizás sea mía. Soy un morboso (he llegado recientemente a esta conclusión) sin remedio, y cuando me entero de que Herr Seidl nos va a llevar a un campamento para niños obesos, me espero lo peor no... lo siguiente. Grasa, sudor, michelines, tallas extra-grandes y otras asquerosidades. Culpa también, una vez más, el currículum de un autor que se ha descubierto como un superdotado a la hora de plasmar el feísmo que, al fin y al cabo, tan definitorio de nuestros tiempos puede llegar a ser. A lo largo de la hora y media de metraje, me froto una y otra vez las manos pensando en la barbaridad (repugnante tanto moral como visualmente) que está a punto de estallar... pero todo queda en unos preparativos sin duda bien cocinados, en la frialdad en la que tan bien se desenvuelve el cineasta. Es, y me siento un poco extraño diciendo esto, una calentura de bragueta, turbadora, sí, pero no tanto como podría haber llegado a ser... y a ratos, hasta aburrida. Moraleja: no hay huevos de meterse con los niños. Me parece bien pero, ¿y mi morbo? Hasta que no vuelva a salir el sol, se cierra la competición. Hora de reconciliarse con Panorama tras el gatillazo de la primera jornada. Para ello, nada mejor que medidas desesperadas (la paciencia nunca ha sido mi fuerte). Solo así puede definirse el ir a ver una película que llega bajo la nacionalidad de Costa de Marfil. 'Burn It Up Djassa' es el primer trabajo de Lonesome Solo y nos sitúa en los guetos más peligrosos de su país, donde hay que matar si no se quiere ser matado. El pulp, que en esta ocasión habla un francés africanizado, se da la mano con el drama familiar en un ejercicio anárquico de cine en estado primitivo, que no puro. La cámara, acosadoradonde las haya sigue a un grupo de pobres diablos así como al narrador omnisciente que anticipa la catástrofe que está por venir. Apreciable en el acercamiento a un carácter y estilo autóctono perfectamente preservado, la torpeza en la puesta en escena (ahí está el que seguramente sea uno de los peores tiroteos jamás filmados) lapida el encanto de un descenso a los infiernos que a la postre se acomoda demasiado en lo -involuntariamente- cómico y en lo soporífero. Esto sí, ya puedo decir que he visto una película costamarfileña... ya es algo. En precisamente esto, es decir, en simplemente ''algo'' se queda la segunda propuesta de Panorama, donde de momento se ha apostado demasiado por el riesgo, quedando en un segundo plano esa tontería llamada ''calidad'', cuando históricamente esta sección se ha hecho grande por saber encontrar la perfecta proporción entre ambos ingredientes. Con 'Rock the Casbah' se inaugura oficialmente la que será uno de los principales leitmotives de esta sexagésima tercera edición: el conflicto israelí-palestino. Abre fuego el bando hebreo con un trepidante retrato sobre la ocupación de la franja de gaza por parte del ejército judío. El problema apriorístico, como casi siempre en estas latitudes, es alcanzar una imparcialidad que parece sistemáticamente vetada. Durante los primeros compases, el director Yariv Horowitz consigue esquivar elegantemente este obstáculo brindando una efectiva y contundente (en lo que a suministro de adrenalina se refiere) infiltración en territorio comanche. Pero como les sucede a muchos equipos de fútbol, cuando bajan las revoluciones, llega una calma en la que se destapan las debilidades del conjunto, en este caso, la mala gestión de una tensión bélica que se diluye en un endeble y olvidable fresco social. El resultado final tiene el mérito de conseguir un aprobado sobrado en la cuestión inicial, pero las sensaciones legadas quedan demasiado alejadas de la caña rockera que prometía el título. Como nuestra sección ''secundaria'' favorita no acaba de arrancar, respiro hondo y me dispongo a jugar a la ruleta rusa, porqué para acabar de coger el ritmo requerido, necesito ya que mis saltos de fe se vean recompensados. En la sala Cinestar Event, que nos cuentan (mientras la proyección no empieza a causa de unos problemas técnicos con la subtitulación al castellano) que dispone de la pantalla más grande y del sistema de sonido más moderno de Europa, empieza a rodar la peligrosísima Forum... donde hasta los más valientes y ávidos de experiencias extremas -en lo experimental, se entiende- se estampan ante su propia incapacidad de entender por qué coño decidieron probar suerte de esa manera tan desesperada, aunque, como suele pasar en estos juegos suicidas, la conquista del triunfo proporciona un subidón incomparable. El trato me tienta y como he dicho antes, soy hombre de poca paciencia, de modo que decido acoplar mi estado anímico de los próximos días al disfrute o la tortura resultante de la catalana 'La plaga'. Vaya temblando Berlín... ... o no, porqué, cosas de los festivales, resulta que a veces las perlas aparecen en los lugares más insospechados. En Mollet, por ejemplo, donde lo urbano, lo rural y lo industrial chocan en silencioso siniestro dejando un grupo de víctimas de todos los estratos y procedencias (tenemos a una familia de agricultores autóctonos, una prostituta de carretera, un luchador grecorromano de Moldavia, una cuidadora filipina de gente de la tercera edad...). Todos ellos son seguidos por la directora Neus Ballús (toca apuntar este nombre en tinta permanente), quien juega con el factor ambiental transformándolo en potente catalizador dramático y quien mezcla hábilmente la ficción con la observación documentalista, sin más objetivo aparente que adentrarse en su día a día en el marco de un verano terriblemente caluroso, caldo de cultivo de una todavía más horrorosa plaga cuyas repercusiones atacarán de la forma más virulenta los pilares de la comunidad. Sin excesos dramáticos ni cómicos, sin preparación artificiosa de unos pequeños / grandes momentos que si acaso surgen con la misma naturalidad e imprevisibilidad con la que lo hacen en la vida real. Y precisamente esto es 'La plaga', pequeños bocados de realidad, tan -y no es una reiteración- auténticos que, sin darnos cuenta, surge el enamoramiento hacia esos héroes de lo cotidiano, en especial de Maria Ros, anciana de armas tomar que se encarga posteriormente de partirnos el corazón. En un apreciable alarde de inteligencia, la dirección y producción parece que se entienden a la perfección, buscando continuamente, siempre dentro de sus limitadas posibilidades, el ángulo y la toma ideales para que jamás se desvanezca esa formidable sensación de estar en el lugar y el momento adecuados. Todavía más importante, al final de la proyección permanece la certeza de que este discreto mosaico semi-costumbrista, fruto de cuatro años de arduo trabajo, quizás sea uno de los ensayos más certeros firmados hasta la fecha sobre la situación actual de ésta nuestra comunidad, especie de melting-pot chapucero, tan feo como encantador, y condenado a luchar incansablemente contra todos los elementos, sin más objetivo a la vista que la supervivencia. Con propuestas como ésta, la de un servidor, por cierto, está garantizada... al menos durante unos días más.Click aquí para más información
Día #0 - Smartphones y mails, volamos hacia Berlín Pues va a ser que no. Tan cerca... pero a la vez tan lejos. ¿Acreditación? Sí. ¿Documentos en regla? Sí. ¿Alojamiento? Sí. Todo dispuesto. Todo preparado para ir a Berlín. El problema, como suele ser engorrosamente habitual en este país, es el financiamiento. La crisis, que nos machaca; nos ahoga, hace que nos endeudemos todavía más y, por supuesto, impide que cumplamos nuestros sueños. El más disparatado de este año era el de lograr completar el World Tour de festivales de cine. Empecé bien, con la carambola sideral de Sundance, donde los astros se alinearon para encadenar una serie de milagros que me llevarían a Utah. El problema es que, injusticias aparte -ya llegaré a esto-, la capital germana sigue vendiendo mucho más. Mejor dicho, sigue teniendo una imagen más exportable... será quizás porque ha tenido más de treinta años de ventaja (con respecto a Robert Redford) para construirla. Sea como fuere, para entrar en la Berlinale hay muchos más codazos. Se nota. Volví de Park City apenas dos semanas antes de que todo empezara a rodar en el corazón de Alemania. Poco tiempo y quizás demasiado tarde para empezar a picar puertas. Televisiones, radios, periódicos... quien sea. Perdón, mientras pague, quien sea. Por cuán poco nos vendemos. Pero está ya todo cogido. Ya se sabe que en este país las cosas se hacen con antelación. ''Lo siento, no nos interesa''; ''¿Berlinade? ¿Berlinale? No, no nos interesa, gracias.'' (Le entran a uno complejos de tele-vendedor... de hecho, por ahí va el asunto). Más, ''¿Y tú quién eres?'' (La clásica respuesta CR7, se entiende, no soy... no somos nadie), ''Lo siento, ya tenemos a alguien''. Para los interesados, y para que conste en acta, ésta última es mentira, directamente, pero no te ven la cara, lo cual hace que colar la trola sea tan o más fácil que marcar a portería vacía. ''Ya tenemos a alguien''. Como quien dice ''Lo siento, pero es que ahora mismo me iba de casa'' ante la propuesta de una encuesta del ayuntamiento. Por supuesto, no nos vamos a ningún sitio, nos quedamos apalancados en el sofá, calentándonos los dedos de nuestra mano favorita, mimando los genitales y pensando, que no falte, en lo listos que somos. Un panorama similar me espera a mí. Son las 18:30 del miércoles 6 de febrero. Al día siguiente se da el pistoletazo oficial de salida y de momento no hay luz verde, así que todo invita a practicar uno de esos deportes en los que los españoles podemos lucir orgullosamente nuestra nacionalidad y proclamar por todo lo alto, a quien a estas alturas nos esté escuchando, que podemos ganarle a esto y a lo que haga falta (fútbol, tenis, baloncesto, mentir, falta de oportunidades, recortes, corrupción, golpismo...). De lo que se trata aquí es de quitarle brillo a aquello que no podemos conseguir; a aquello que no está a nuestro alcance. De modo que... A ver, ¿qué se me ha perdido a mí en la Berlinale? ¿Un invierno europeo como los que ya no tenemos en la península? ¿Acaso el cuerpo no me pide a gritos un descanso después del maratón de Sundance? ¿Es que se me ha olvidado el mal recuerdo de la Competición del año pasado? Además, ¿qué me voy a perder? Lo nuevo de Wong Kar-Wai, y lo nuevo de Gus Van Sant, y lo nuevo de Steven Soderbergh, y lo nuevo de Ulrich Seidl, y lo último (?) de River Phoenix, y lo último de Danis Tanovic, y lo último de Isabel Coixet, y lo último de Hong Sang-soo, y lo último de Jafar Panahi... también lo nuevo de Ken Loach... y también, porque nunca se sabe, lo nuevo de Giuseppe Tornatore. Mierda. El parecido razonable con aquella escena de 'La vida de Brian', en la que el Frente Judaico Popular se da cuenta de que el invasor romano quizás le ha dado al invadido mucho más de lo que parecía, es demasiado obvio como para no darse de cabezazos contra la pared. Me despejo la frente, me saco las gafas, que las voy a necesitar si sobrevivo, y me dispongo a agujerar el muro. Pero de repente, suena el móvil. Nuevo mail en la bandeja de entrada. Benditos smartphones. La magnífica cobertura 3G hace que el contenido del correo aparezca inmediatamente en la pantalla. El susto es histórico, porque resulta que al final sí; a ultimísima hora ha aparecido la financiación que tanto esperaba. Miro el reloj y evito el infarto de milagro. Son exactamente las 18:34 y el festival empieza en menos de 24 horas. Para ser más exactos, y después de comprobar tres veces el horario, en Berlín todo empezará a rodar de forma oficial en 17 horas y 36 minutos. 17 horas y 36 minutos para hacer la maleta, confirmar el alojamiento y averiguar dónde coño está éste; 17 horas y 36 minutos para hacerme un planning festivalero con cara y ojos y, importante, encontrar vuelos de avión que me permitan llegar a tiempo. Huele a misión imposible, pero he decidido que el mantra de mi segunda aventura berlinesa va a ser ''Si quiero, puedo''. Si quiero puedo, si quiero puedo, si quiero puedo... vamos. Cinco horas más tarde -y quedan menos de doce- estoy en el aeropuerto. Mejor no revisar el equipaje, porque seguro que me habré dejado en casa algo vital. Mejor no desesperarse a las primeras de cambio. Lo importante es que he comprado todas las toneladas de fuet (mi llave para entrar en la casa que a va acogerme durante los próximos once días) con las que podía cargar. El resto ya se verá. El caso es que, por horarios de ''aerobuses'', por supuesto ajenos a mi voluntad, toca hacer noche en el Prat. Seis horas por delante -quizás debería parar de mirar el reloj- para acabar de planificarlo todo; para devorar por enésima vez la pírrica información previa brindada por la organización y así empezar a tachar y a marcar en rojo aquellas películas que por nada en el mundo voy a perderme. Ahora que ya estoy ''dentro'', todo parece más bonito; casi todo parece apetecible. Con el apetito cinéfilo activado, me meto en el primer de los dos aviones que va a llevarme a la capital germana. Una parte de mí desea que estos dos vuelos que me esperan sean los más largos de mi vida (se aceptan incluso problemas técnicos que retrasen el despegue): todavía estoy en Barcelona y siento imperiosamente la llamada del sueño... así vamos mal. Desplomarse en la primera jornada será feísimo. ¿Le quitarán a uno la acreditación por ello? No, imposible, de ser así, en el último día de certamen -incluso antes- no quedaría ni un solo periodista en las instalaciones de la Berliane. Por otra parte, ojalá llegue a mi destino cuanto antes mejor, porqué todavía tengo que solucionar el problema de quedar con mi amigo el anfitrión, librarme de la maleta y recoger la acreditación antes de la primera película. En fin, que sea lo que los encargados de la compañía aérea quieran.
Día #1 - The Grandmaster is Back in Town Por suerte -o no- no ha habido ningún problema. Ni en los despegues, ni en los aterrizajes -gracias a Dios- ni en el aeropuerto de Munich, ni en la recogida de maletas. Donde sí lo hay es a la hora de salir de Tegel para llegar a Berlín. El tiempo es oro... y los autobuses alemanes, directamente, no. Investigar la posibilidad del tren también es una opción poco eficiente, pues al personal del aeropuerto no se le ve demasiado predispuesto a cumplir las tareas más atribuibles a puestos de información. Son muros; mejor no pelearse con ellos... van a ganar, seguro. Última carta, ''¡A mí los taxis!'' Dicho y hecho, salgo de la terminal y mientras me topo con el General Invierno alemán -no es para tanto- una horda de taxistas de nacionalidad impronunciable se abalanza sobre mí y mi equipaje. También lo hace un hombre cuyo peto chillón delata que está ahí para poner un poco de orden. Debe verme actitud -y cara, que esto no se oculta- de guiri, con lo que en un inglés impecable -bendito bilingüismo berlinés- me dice que me aleje ipso facto de esos conductores y que me dirija a la cola ''oficial'' de taxis. Su tono y su mirada añaden implícitamente la coletilla ''... si quieres seguir viviendo''. No hay más que hablar. Dejo al Sr. Oficial -¡ja!- peleándose con las aves rapaces y no miro atrás. Porque los decibelios van en aumento (se deduce que lo mismo pasa con las amenazas proferidas) y porque, de nuevo, el reloj apremia. Afortunadamente, la famosa cola es una orgullosa muestra de la eficiencia germánica. En menos de dos minutos ya estoy embutido en un coche y peleándome con su propietario. Como me temía, resulta que no tengo ni pajolera idea de cómo pronunciar ningún nombre propio alemán. No problemo, soy un hombre de recursos. Saco un papel donde previamente había apuntado todas las palabras / frases imprescindibles para la supervivencia y señalo, cual primate, hacia donde pone ''Berlinale Palast''. Parece que nos hemos entendido. Salimos de las inmediaciones de Tegel. La entrada a la ciudad propiamente dicha está presidida por un cartel gigantesco en el que se ven las siluetas multicolor de los emblemáticos osos de Berlín y se puede leer ''The Bears Are Back In Town'' (AKA ''Los osos han vuelto a la ciudad''). Me encanta. Y me gusta todavía más el comprobar que el taxista realmente ha adivinado mis intenciones. Con el Berlinale Palast delante de mis morros, por fin puedo decir que, un año después, yo también he vuelto a la ciudad. Un pequeño momento para tomar aire... y sigo. En el hotel de enfrente, la oficina de prensa presenta exactamente el mismo aspecto que la última vez que la vi. Saludo a algunos voluntarios, que están exactamente como la última vez que les vi, recojo la acreditación (previa comprobación, por parte de una mujer con cara de pocos amigos, de que efectivamente pagué el peaje de 60€ impuesto por la organización) y logro convencer a la gente de recepción que me guarden la maleta durante unas pocas horas. Ahora sí, fuera el estrés; fuera las preocupaciones concerniendo mi alarmante falta tanto de planificación como de ubicación. A devorar cine se ha dicho. Como las primeras impresiones son vitales, la primera película que va a ver la prensa es la que con toda seguridad, y siempre a priori, claro, puede considerarse como el plato más fuerte que va a poder degustarse a lo largo de esta 63ª Berlinale. Porque, y con todo el respeto hacia nuestros peludos amiguitos del bosque, más importante que el hecho de que ''Los osos hayan vuelto a la ciudad'' es el que un tal Wong Kar-Wai haya vuelto a los menesteres cuyo ejercicio, con toda justicia, le hicieron tan grande. Ha vuelto, ya era hora, al noble, muy agradecido y nada sacrificado oficio de la dirección cinematográfica, en el que había estado inédito desde su discutido -por puro snobismo- desembarco en suelo americano con 'My Blueberry Nights', efeméride que ya va a cumplir cinco años, que se dice pronto. Un lustro sin el maestro se hace muy largo... más aún cuando durante los últimos años hemos estado conviviendo con la promesa de un proyecto que, como mínimo, iba a marcar un antes y un después en su carrera, por lo menos, en lo que a ambición se refiere. Después de su road trip por los Estados Unidos, Wong Kar-Wai decidió hacer las maletas y volver a su amado Hong Kong para quitarse una espina que tenía clavada desde el estreno de su filme maldito -y muy masacrado- 'Ahes of Time', cinta de artes marciales cuya productora se encargó de dejar irreconocible con respecto al montaje original firmado por un autor que no pudo empezar a resarcirse hasta el estreno de la versión ''Redux''. Con 'The Grandmaster' se puede decir que el director de las eternas gafas de sol vuelve a la escena del crimen. La diferencia es que ahora llega con la lección aprendida... y con la reputación suficiente para que cualquier trabajo sobre el que ponga las manos sea inmediatamente sacralizado y, por lo tanto, quede fuera del alcance de las manazas de cualquier pez gordo de la industria con ínfulas autorales. Con esta reconfortante certeza y con el consabido tiempo de espera bajo el brazo, no es de extrañar que los grandes festivales de todo el mundo quisieran adjudicarse esta esperadísimo biopic sobre el legendario Ip Man, mentor del no menos legendario Bruce Lee. En su día sonó Cannes, pero no. ¿Para Venecia, pues? Tampoco. ¿Y San Sebastián? Va a ser que no. A Wong Kar-Wai debió convencerle más la oferta de Dieter Kosslick, la cual incluía el cargo de Presidente del Jurado, con la consiguiente condonación de la responsabilidad (?) de participar en la Sección Oficial a Competición. Sean cuales sean las condiciones, lo cierto es que Berlín se ha anotado un puntazo con este fichaje, aunque más cierto es que mientras se producía la rifa entre los distintos certámenes, la cinta ha tenido tiempo para estrenarse en su país de origen. Esto último se dice con la boca pequeña... y a voz todavía más baja deberá comentarse la alarmante falta de World Premieres que va a tener este año la Berlinale. Cierro paréntesis porqué el magnetismo de Tony Leung se apropia una vez más -y qué gustazo- de la gran pantalla. El galán fetiche de Wong Kar-Wai se pone en forma para dar vida al mítico maestro del Kung Fu en una película cuyo mayor y nada desdeñable logro es el de de llevar a los terrenos del más rabioso cine de autor un género que se mostraba alérgico a este tratamiento. El referente obvio lo encontramos en el díptico 'Ip Man' de la dupla Wilson Yip & Donnie Yen, y si bien estrecha lazos con la película que ahora nos concierne con respecto a la creación de una mitología semi-fundacional de carácter muy similar al western clásico, se diluye en una ejecución que luce siempre de la forma más orgullosa la inimitable marca ''In the Mood for Love'' (y ''Cungking Express'', y ''2046'', y...). Entre patadas y puñetazos, el tiempo se detiene y las imágenes corridas se suceden en un montaje algo confuso que nos lleva otra vez a una época tan maravillosa que tal vez -como sucede con el salvaje oeste- jamás existió. La música, los vestidos... las mujeres. Son los elementos de siempre presentados casi de la misma forma. Parece que Chez Kar-Wai también está igual que la última vez que la vimos. Ahora pasear por sus pasillos proporciona más emociones fuertes, pero el tour sigue siendo tan encantador como, toca admitirlo, defectuoso. En esta ocasión no se sabe bien si el difícil seguimiento de las aventuras de Ip Man es debido al desconocimiento de una historia que, visto lo visto, va a tocar aprenderse; o si por el contrario es debido a esa manía del cineasta chino por trabajar sin guión. La duda engorrosa está en el aire... lo mismo que un amor que incluso en las circunstancias adversas vuelve a hacer acto de presencia, confirmándose así una arriesgada y algo inflada mezcla de géneros, suerte de biblia del Kung Fu, a veces al borde del desastre pero casi siempre abrazada a la genialidad de alguien a quien el rango de ''Gran Maestro'' quizás le va un poco grande... pero que sin duda debe sentir cierta claustrofobia en el peldaño de justo debajo dentro de la cadena de mando. Y que la próxima no tarde tanto en llegar, por favor. No está mal para empezar. Como el cuerpo ya ha tenido suficientes emociones fuertes y la organización ha tenido a bien no empezar a darnos caña hasta mañana, toca aprovechar las que seguramente serán las únicas horas libres que voy a tener en los próximos días. Breve descanso y quedada con el alma caritativa que va a acogerme mientras dure el festival. Punto de encuentro, la embajada... o mejor dicho, la ''ambaixada'', que Lord Farquaad me mira fijamente y no quiero que su retrato, que da la bienvenida a las oficinas, se abalance contra mí. De allí al piso, un encantador cuchitril en el tercer piso de un bloque DDResco para estudiantes situado ahora en el corazón del enérgico barrio turco. Una sala común, una cocina, un cuarto de baño y tres ocupantes permanentes (más dos extraordinarios). Más de lo que podía pedir. Una vez instalado, la cerveza de rigor, que para mayor regocijo, es mucho más barata (y de calidad notablemente superior) a la birra media española. Esto será peligroso. Después de declinar la última copa, que por definición es siempre ésta y solo ésta la que lleva al desastre, y después de ingerir un tentempié kurdo de miseriosa composición (en la era Ikea en la que nos encontramos, mejor no hacer demasiadas preguntas), vuelvo al Cinemaxx para desvirgar la Sección Panorama de este año. El pistoletazo de salida lo da la georgiana 'Chemi Sabins Naketsi', película en la que la reconstrucción memorística propicia un juego temporal técnicamente habilidoso pero narrativamente soporífero. Lo mejor de la experiencia, la previa, donde ha quedado claro que el compromiso y fe por parte del público hacia ''su'' sección siguen intactos. Antes de que empezara la proyección, la imponente pero afable figura de Wieland Speck ha subido al escenario para hacer las presentaciones de rigor, ha cogido un micrófono y, como dicta el protocolo, ha pronunciado por primera vez aquel maravilloso grito de guerra: ''Good evening in Panorama!'' (''¡Buenas noches en Panorama!'') y con tan poco, la sala casi se ha venido abajo. Mágico... lo que ha venido después ha sido lo contrario. No importa, la ilusión no nos la quitan tan fácilmente.
Día #2 - Plaga en la parrilla No hace falta que suene el despertador. A pesar de las pocas horas de sueño cosechadas durante los últimos días, abro los ojos antes de que la alarma preguntándome cómo demonios puede vivir uno sin cortinas. Siendo un yonqui de la luz, por supuesto. De camino al Berlinale Palast, también tengo tiempo para plantearme seriamente el recalcular la esperanza de vida del berlinés de a pie, el mismo que día sí día también tiene que enfrentarse al diablo sobre ruedas encarnado en cualquiera que en esta ciudad posea una licencia de taxista. No hay semáforos que valgan; mucho menos stops o ceda el paso. La ley de la jungla servida en cada paso de peatones, y no hace falta ser demasiado avispado para darse cuenta que en esta cruenta batalla, quien se alía con el motor y la carrocería siempre gana. Muere otro día... de modo que miro una, dos, tres y hasta cuatro veces antes de afrontar cada cruce. Solo cuando estoy en una zona exclusivamente peatonal me concedo el lujo de ver la parrilla de películas para hoy. Si ayer hubo piedad por parte de los programadores, se entiende que hoy éstos ya dan por asumido que podremos adaptarnos de sopetón a la velocidad de crucero. En otras palabras, la primera toma de contacto con la 63ª Berlinale consistió en dos películas... hoy el horario está plagado con seis, ni más ni menos. Y porqué no caben más. Estupendo, que aquí hemos venido a secar nuestras neuronas a base de celuloide. Las tres primeras citas de la jornada son con candidatas al Oso de Oro, así que menos guasa, porqué esto definitivamente ya está en marcha. Primera del día, 'In the Name Of...', propuesta polaca firmada por Malgorzata Szumowska, y no intento pronunciar en voz alta el nombre por miedo a atragantarme. Sí me molesto en repasar el historial de dicha directora y compruebo con horror que su último trabajo fue la cómicamente pretenciosa -y a la postre cansina- 'Mujeres', en la que una magnífica -qué raro- Juliette Binoche capitalizaba toda la atención -¡qué raro!- para narrarnos un drama sobre la deplorable situación de la mujer en las sociedades más supuestamente modernas. Para su siguiente trabajo, Szumowska parece que nos lleve unos cuantos siglos atrás. Nos encontramos en una comunidad rural en el culo de Polonia, es decir, en lo más hondo del ojete del mundo mundial. El sentimiento religioso, como era de esperar, está arraigadísimo entre sus habitantes... lo mismo que la predisposición a la violencia, tanto física como mental. No es el mejor sitio donde vivir, vaya. El protagonista de la historia, un cura recién llegado al pueblecito y con un pasado algo turbio, se vuelca en cuerpo y alma -nunca mejor dicho- para que la vida de su parroquia tenga más motivos para al menos ser considerada como tal, pero topará una y otra vez con la incomprensión y hostilidad de los aldeanos, además de con sus propios fantasmas, que le persiguen allá donde vaya. Como era de esperar en este escenario, la sombra de la homosexualidad y de la pederastia planea sobre un relato que no sabe si centrarse en la radiografía del tormento personal o en lanzar piedras a una institución experta en demostrar que no hay peor ciego que el que no quiere ver, y en esta multiplicidad de objetivos quizás se encuentre el verdadero problema de un filme con convincente empaque moderno y con logradas pinceladas místicas / íntimas, pero que acusa demasiado lo errático en su rumbo. Como sucediera con la mayoría de películas presentadas a concurso el año pasado, y esto es un mal presagio, se ve con interés, pero en ningún momento deja el rastro que se le presupone a una propuesta de estas características... más allá de una imagen para la posteridad: la del protagonista cogiendo un pedal de campeonato y bailando, en pleno éxtasis etílico, con un retrato de Benedicto XVI. Las altas cúpulas del Vaticano subiéndose por las paredes, seguro. Con ganas de alimentar la polémica ha llegado también un autor ampliamente conocido a estas alturas. Gus Van Sant, aquel autor experto en rodearse de juventud, quizás por aquello de engañar al tiempo, deja de lado a sus adolescentes conflictivos (de hecho, lo deja casi todo de lado) para excavar hasta dar con la materia más podrida. El muy americano (y ahora, por desgracia, muy nuestro también) conflicto / debate / problema / ¿solución? del fracking, se planta en la Berlinale bajo el título de 'Promised Land'. Un poco de cinismo pues para presentarnos una tierra supuestamente prometida cuyo acercamiento, efectivamente, promete mucho. Lástima que una vez llegados a la meta el resultado no sea tan satisfactorio como en un principio cabía esperar. Y es que haciendo balance general, el recuento de motivos para salvar dicho film iguala al de aquellos para condenarlo, o al menos, para olvidarlo inmediatamente, que viene a ser lo mismo. Este thriller con conciencia medioambiental tiene la virtud de jugar, como quien no quiere la cosa, a difuminar, con la colaboración de Matt Damon y Joseph Kosinski (quienes por cierto también firman el guión) la línea clásica que separa a los ''good guys'' de los ''bad guys'', sembrando así en el espectador la misma confusión con la que al fin y al cabo planteamos cualquier tema mínimamente relevante y de rabiosa actividad. Mucha más claridad encontramos en una exposición de argumentos que nos introduce correctamente en los más y los menos (éstos últimos en mayúscula y negrita) de un capitalismo cuyo poder destructor todo lo ensucia; todo lo arrasa... y sabe detectar mejor que ningún otro sistema las flaquezas de sus rivales. Si en el bando contrario se encuentra un modo de vida tan romántico como condenado a desaparecer (en su retrato es cuando Van Sant se concede los únicos y discretísimos arrebatos autorales), la masacre está servida. La concienciación -que de esto trata todo- también... lástima que el siguiente paso natural, es decir, el de la indignación esté más dirigido hacia los responsables de un trabajo que cuando lo tiene todo a favor, decide echar tierra sobre sus logros, enterrándolos en una serie de twists argumentales de la peor escuela del thriller de domingo, unos apuntes románticos tan empalagosos -y previsibles- como fuera de lugar y, en definitiva, una tendencia a abrazar las soluciones más convencionales, factor este último que debería vetar la entrada de cualquier producción en festivales como éste (más aún cuando ésta ha sido estrenada ya comercialmente... otra world premiere perdida), pero ya se sabe, el pedigrí manda, a pesar de que éste no se corresponda con el presente. Luciendo también logros del pasado -reciente y lejano-, la organización quema a las primeras de cambio otro de los ases en la manga. Con la trilogía ''Paradise'' el austríaco Ulrich Seidl ha pretendido hacer un recorrido triunfal similar al que en su día ya se anotara el genio Krzystof Kieslowski con su saga tricolor. Cannes, Venecia y Berlín sucumbieron al 'Rojo', 'Blanco' y 'Azul' de la bandera francesa, en lo que fue una casi-pleno histórico en la conquista de los premios presuntamente más prestigiosos que pueden conseguirse en el mundillo cinematográfico. No ha tenido la misma suerte el conocido como el ''Michael Haneke de Serie B'' sus 'Paradise: Love' y 'Paradise: Faith' despertaron tanto aplausos como abucheos tanto en la Croisette como en el Lido... está por ver si en el Palast, donde teóricamente los galardones salen más baratos sonará finalmente la campana... Pues parece que no. 'Paradise: Hope' lleva la lacra del desencanto en casi todas sus secuencias. Lo peor es que la culpa, y esto duele, quizás sea mía. Soy un morboso (he llegado recientemente a esta conclusión) sin remedio, y cuando me entero de que Herr Seidl nos va a llevar a un campamento para niños obesos, me espero lo peor no... lo siguiente. Grasa, sudor, michelines, tallas extra-grandes y otras asquerosidades. Culpa también, una vez más, el currículum de un autor que se ha descubierto como un superdotado a la hora de plasmar el feísmo que, al fin y al cabo, tan definitorio de nuestros tiempos puede llegar a ser. A lo largo de la hora y media de metraje, me froto una y otra vez las manos pensando en la barbaridad (repugnante tanto moral como visualmente) que está a punto de estallar... pero todo queda en unos preparativos sin duda bien cocinados, en la frialdad en la que tan bien se desenvuelve el cineasta. Es, y me siento un poco extraño diciendo esto, una calentura de bragueta, turbadora, sí, pero no tanto como podría haber llegado a ser... y a ratos, hasta aburrida. Moraleja: no hay huevos de meterse con los niños. Me parece bien pero, ¿y mi morbo? Hasta que no vuelva a salir el sol, se cierra la competición. Hora de reconciliarse con Panorama tras el gatillazo de la primera jornada. Para ello, nada mejor que medidas desesperadas (la paciencia nunca ha sido mi fuerte). Solo así puede definirse el ir a ver una película que llega bajo la nacionalidad de Costa de Marfil. 'Burn It Up Djassa' es el primer trabajo de Lonesome Solo y nos sitúa en los guetos más peligrosos de su país, donde hay que matar si no se quiere ser matado. El pulp, que en esta ocasión habla un francés africanizado, se da la mano con el drama familiar en un ejercicio anárquico de cine en estado primitivo, que no puro. La cámara, acosadoradonde las haya sigue a un grupo de pobres diablos así como al narrador omnisciente que anticipa la catástrofe que está por venir. Apreciable en el acercamiento a un carácter y estilo autóctono perfectamente preservado, la torpeza en la puesta en escena (ahí está el que seguramente sea uno de los peores tiroteos jamás filmados) lapida el encanto de un descenso a los infiernos que a la postre se acomoda demasiado en lo -involuntariamente- cómico y en lo soporífero. Esto sí, ya puedo decir que he visto una película costamarfileña... ya es algo. En precisamente esto, es decir, en simplemente ''algo'' se queda la segunda propuesta de Panorama, donde de momento se ha apostado demasiado por el riesgo, quedando en un segundo plano esa tontería llamada ''calidad'', cuando históricamente esta sección se ha hecho grande por saber encontrar la perfecta proporción entre ambos ingredientes. Con 'Rock the Casbah' se inaugura oficialmente la que será uno de los principales leitmotives de esta sexagésima tercera edición: el conflicto israelí-palestino. Abre fuego el bando hebreo con un trepidante retrato sobre la ocupación de la franja de gaza por parte del ejército judío. El problema apriorístico, como casi siempre en estas latitudes, es alcanzar una imparcialidad que parece sistemáticamente vetada. Durante los primeros compases, el director Yariv Horowitz consigue esquivar elegantemente este obstáculo brindando una efectiva y contundente (en lo que a suministro de adrenalina se refiere) infiltración en territorio comanche. Pero como les sucede a muchos equipos de fútbol, cuando bajan las revoluciones, llega una calma en la que se destapan las debilidades del conjunto, en este caso, la mala gestión de una tensión bélica que se diluye en un endeble y olvidable fresco social. El resultado final tiene el mérito de conseguir un aprobado sobrado en la cuestión inicial, pero las sensaciones legadas quedan demasiado alejadas de la caña rockera que prometía el título. Como nuestra sección ''secundaria'' favorita no acaba de arrancar, respiro hondo y me dispongo a jugar a la ruleta rusa, porqué para acabar de coger el ritmo requerido, necesito ya que mis saltos de fe se vean recompensados. En la sala Cinestar Event, que nos cuentan (mientras la proyección no empieza a causa de unos problemas técnicos con la subtitulación al castellano) que dispone de la pantalla más grande y del sistema de sonido más moderno de Europa, empieza a rodar la peligrosísima Forum... donde hasta los más valientes y ávidos de experiencias extremas -en lo experimental, se entiende- se estampan ante su propia incapacidad de entender por qué coño decidieron probar suerte de esa manera tan desesperada, aunque, como suele pasar en estos juegos suicidas, la conquista del triunfo proporciona un subidón incomparable. El trato me tienta y como he dicho antes, soy hombre de poca paciencia, de modo que decido acoplar mi estado anímico de los próximos días al disfrute o la tortura resultante de la catalana 'La plaga'. Vaya temblando Berlín... ... o no, porqué, cosas de los festivales, resulta que a veces las perlas aparecen en los lugares más insospechados. En Mollet, por ejemplo, donde lo urbano, lo rural y lo industrial chocan en silencioso siniestro dejando un grupo de víctimas de todos los estratos y procedencias (tenemos a una familia de agricultores autóctonos, una prostituta de carretera, un luchador grecorromano de Moldavia, una cuidadora filipina de gente de la tercera edad...). Todos ellos son seguidos por la directora Neus Ballús (toca apuntar este nombre en tinta permanente), quien juega con el factor ambiental transformándolo en potente catalizador dramático y quien mezcla hábilmente la ficción con la observación documentalista, sin más objetivo aparente que adentrarse en su día a día en el marco de un verano terriblemente caluroso, caldo de cultivo de una todavía más horrorosa plaga cuyas repercusiones atacarán de la forma más virulenta los pilares de la comunidad. Sin excesos dramáticos ni cómicos, sin preparación artificiosa de unos pequeños / grandes momentos que si acaso surgen con la misma naturalidad e imprevisibilidad con la que lo hacen en la vida real. Y precisamente esto es 'La plaga', pequeños bocados de realidad, tan -y no es una reiteración- auténticos que, sin darnos cuenta, surge el enamoramiento hacia esos héroes de lo cotidiano, en especial de Maria Ros, anciana de armas tomar que se encarga posteriormente de partirnos el corazón. En un apreciable alarde de inteligencia, la dirección y producción parece que se entienden a la perfección, buscando continuamente, siempre dentro de sus limitadas posibilidades, el ángulo y la toma ideales para que jamás se desvanezca esa formidable sensación de estar en el lugar y el momento adecuados. Todavía más importante, al final de la proyección permanece la certeza de que este discreto mosaico semi-costumbrista, fruto de cuatro años de arduo trabajo, quizás sea uno de los ensayos más certeros firmados hasta la fecha sobre la situación actual de ésta nuestra comunidad, especie de melting-pot chapucero, tan feo como encantador, y condenado a luchar incansablemente contra todos los elementos, sin más objetivo a la vista que la supervivencia. Con propuestas como ésta, la de un servidor, por cierto, está garantizada... al menos durante unos días más.
Por Víctor Esquirol Molinas