Diario de la 63ª Berlinale (4/4)
Vía Festival de Berlín
por reporter 30 de abril de 2013
Día #8 - Armonías de Kazakhstan No hace ni veinticuatro horas estaba volcándome en alabanzas hacia el buen rendimiento que estaban dando los directores a priori anónimos. A poco más de dos días para que la Berlinale cierre las puertas hasta el año que viene, es evidente el salto cualitativo del certamen con respecto al tono mediocre del año pasado, salto debido principalmente a aquellos nombres que en un principio llegaban al certamen bajo la condición de satélite. Desde Chile, Sebastián Lelio arrancó la primera gran ovación del Palast con 'Gloria', desde Rumanía, Calin Peter Netzer se sumó al éxito con 'Child’s Pose', desde Bosnia Herzegovina Danis Tanovic volvía a emitir señales de vida con 'An Episode in the Life o fan Iron Picker'. La revolución de los anónimos ha empequeñecido la supuesta grandeza que lucían, a priori, los supuestos grandes nombres. En estas que, por si todavía había dudas respecto a la contundencia de este movimiento, ha aparecido el más desconocido y anónimo de todos. Ha desembarcado a Berlín, directamente llegado de Kazakhstan, un tal Emir Baigazin... y por fin ha llegado la gran película que esperábamos -y que exigíamos- de una gran cita como esta. 'Harmony Lessons' capta nuestra atención desde su magnífico plano de apertura... y no nos suelta hasta transcurridas dos horas que pasan volando. El campamento base se levanta en una granja en medio de ninguna parte, las expediciones se producen en un instituto en el que se ha implantado un muy agresivo sistema social y la mente de los más soñadores estará siempre sita en la poco probable promesa de una ciudad donde, teóricamente, todos los sueños se hacen realidad. Sobre la mesa, quizás cuesta unir los puntos, por suerte ahí está, para echar un poco de luz en el asunto, la incontestable maestría de alguien que parece un consumadísimo veterano en el arte de la dirección cinematográfica. Con la misma mano dura que muchos de los déspotas a los que retrata pero también con la potentísima sensibilidad de sus respectivas víctimas, Baigazin se rebana en público el cráneo y de él emana un cosmos tan complejo como hipnótico; tan mágico como perturbador. Después de tan asombroso descubrimiento, cabe preguntarse a dónde nos llevan los dichosos puntos... la respuesta está en una cruel, perversa pero a la vez cómica fábula sobre cómo la autoridad se vincula demasiado a menudo con el abuso más bestial de la fuerza. En la creación de este personalísimo e híper-atractivo universo propio, todo raya a un nivel altísimo, rozándose la armoniosa perfección tanto en la concepción como en la ejecución final. Lo mejor es que el autor de este prodigio es un absoluto desconocido que le acaba de pasar la mano por la cara a muchísimos maestrillos que se han pavoneado estos días por Berlín. Se llama Emir Baigazin, y puedo decir, sin miedo a equivocarme, que ha nacido una estrella. Mientras, en la Sección Oficial, una situación extraña. Una situación que, en cierta medida, recuerda a la vivida dos días atrás con la falsa aparición del encarcelado Jafar Panahi. En la octava jornada, como si se tratara de la creación de un nuevo día en el génesis, había máxima expectación en el Palast por ver la última película de... River Phoenix. Han leído bien. Presentada fuera de competición, 'Dark Blood' (traducido al castellano, ''mala sangre'') es el metraje maldito completado (?) casi veinte años después de que la gran estrella del proyecto falleciera once días antes de la conclusión del rodaje. El errático George Sluizer congela la imagen en determinadas escenas y nos lee el guión y/o nos habla de sus intenciones con respecto al desarrollo de la trama para que su inacabado trabajo pueda verse al fin sin torpedear los fundamentos de la lógica humana. Suena a chapuza, lo sé, y en el fondo no deja de serlo, pero el montaje final es tan violento en su concepción; nos recuerda (como no podía ser de ninguna otra forma) tanto la tragedia que consigue algo que pocas veces se ha visto en una sala de cine: convertir la oscuridad de la sala y la luz del proyector en un híper-explícito réquiem colectivo de efectos retardadísimos, dedicado, por supuesto a alguien que hace nos dejó hace mucho tiempo pero cuya huella todavía perdura. El problema, si nos ponemos puntillosos, es que la película en sí difícilmente hubiera llegado a buen puerto, por más que todas las personas implicadas hubiesen conseguido verla terminada. Y es que esta conceptualmente interesante visión crítica de la relación del hombre blanco con los nativos americanos jamás estuvo en manos de alguien capacitado para dotar a sus argumentos de una solidez mínimamente aceptable. Sin embargo, ahí queda el apabullante carisma y la fantasmagórica imagen de un River Phoenix pasadísimo de vueltas, y claro, el milagro macabro de la resurrección como prácticamente único argumento lo tapa todo. Y como el chiringuito está a punto de cerrar por vacaciones, se acabó la oficialidad por hoy. Se acabó el famoseo y los flashes de la alfombra roja. La presión de solventar la sesión del diablo de hoy recae en Panorama que como ha debido ver la cara de agotamiento que llevo encima, ha decidido seguir a lo suyo, es decir, yendo para arriba y para abajo sin cesar, no para marearnos (¡jamás entraría esto en la mente de la organización!), sino para seguir regando en nuestro interior, ese estresante sentimiento de incertidumbre que funciona mejor que la mayoría de estimulantes conocidos por la industria farmacéutica, los fabricantes de bebidas energéticas... y otros demonios tan ilustrativos de nuestros tiempos. Más ilustrativo aún de cómo se están desarrollando las cosas este año en Panorama es 'Belleville Baby', conceptualmente complicadísimo (y por ello arriesgadísimo... y por ello admirable) documental Mia Engberg en el que se pretende filmar, directamente y si pasar por peaje alguno, la materia misma de la que están formados los recuerdos. Un encuentro largamente esperado; un amor semi-olvidado pero todavía latente... una bomba sentimental a punto de estallar en un pasado que quizás jamás se produjo y cuya onda expansiva llegará irremediablemente a un presente cuya estructura molecular es igualmente inestable. Engberg experimenta con el formato y con la propia concepción fílmica bombardeándonos con pantallazos negros e imágenes borrosas con el objetivo de dejar paso a lo etéreo... a aquello que no puede atraparse físicamente pero que tal vez, y es solo un suponer, sí pueda captarse a través de la magia del séptimo arte. Entre la ensoñación y la pesadilla GuyMaddiana donde la voz de Nina Simone repitiendo continuamente aquello de ''I wish...'' puede convertirse en la experiencia más desgarradora imaginable, la cinta es también, sin quererlo, la mismísima esencia de Panorama, es decir, valentía, conocimiento y toneladas de materia gris embutidas en una sala de proyección. A la larga, destructivo; a pequeñas dosis, exageradamente estimulante. ''Cuidado'', me digo, ''que engancha.'' Sobretodo si la droga suministrada atestigua una calidad tan alta como el del siguiente documental de la jornada, 'A World Not Ours', encargado de revivir, por si nos habíamos olvidado de él, uno de los leitmotivs de esta edición de la Berlinale: el conflicto palestino-israelí. El director Mahdi Fleifel repasa, a través de sus propias reflexiones y de una compilación inabarcable de cintas caseras, la vida de tres generaciones de su familia en el campo de refugiados de Ein el-Helweh, en el sur del Líbano. El en un principio simpático retrato costumbrista de sus seres queridos tiene la virtud de no dejarse contaminar por todas las toxinas que desgraciadamente flotan alrededor de estas dos naciones, de este modo es capaz de brindarnos un retrato humano puro en el que las tesis sobre la tragedia del pueblo apátrida nos descubren el que seguramente sea el drama más demoledor: la pérdida de la fe. La renuncia (por agotamiento y porqué todos los factores empujan a ello) a creer que el mañana deparará algo mejor, que inevitablemente lleva a pensar al sujeto que le ha tocado vivir en un mundo que no le pertenece en ningún sentido. Trabajo admirable de búsqueda de una dignidad perdida, a manos de Fleifel que, por mucho dolor que nos ha infligido, hace que desee otra ración en vena de mi sección favorita... ... o quizás no. Porqué, ¿qué pasa cuando Herr Speck y su equipo deciden volver a hacer de las suyas? Para asumir un poco de la culpa, ¿qué pasa cuando, antes de la sesión vespertina, el colega que te está acogiendo insiste en invitarte a cenar y a unas cuantas cervezas? Pasa que, a no ser que la película que venga después no acompañe, la fiesta se termina mucho antes de lo previsto. El fiasco que supone el despedir la penúltima jornada completa del festival con 'Sing Me the Songs That Say I Love You: A Concert for Kate McGarrigle' (sí, el título no presagiaba nada bueno), de Lian Lunson, es, efectivamente, un caso académico de culpa compartida que debería estudiarse en todas las facultades de derecho. En otras palabras, ¿qué pasa cuando una película hecha por y para fans (sí, de Kate McGarrigle... no era difícil) llega a alguien con una alergia diagnosticada a las canciones azucaradas? Exacto, que este homenaje apadrinado por Wim Wenders (y yo que después de ver 'Buena Vista Social Club' hubiera jurado que éste tenía buen oído) en forma de una interminable sucesión de famosillos subiendo al escenario y cantando a la difunta homenajeada, se convierte, antes de que el despistado se dé cuenta, en una tortura mortal. Quien en su día amara a Kate es más que bienvenido... a los demás, que nos den morcilla. Probado el horror y viendo que el reloj no avanza a tiros... ¿qué vas a hacer? Intercambiar con el colega de las birras unas breves miradas de cómplice preocupación y, tras un formidable ejercicio de telepatía, buscar, de forma conjunta, la salida de emergencia más próxima, que, como dicen en estas tierras, es tarde y quiere nevar. Good bye.
Día #9 - Se va... Se nos va, efectivamente. La 63ª edición de la Berlinale toca a su fin... y yo sin haberme declarado todavía a la encargada de dar entradas a la prensa. Dejando el trabajo duro para el final... como siempre, un desastre. Afortunadamente (o no, y ahora explico por qué), a los programadores de los festivales cinematográficos pueden encontrárseles muchos defectos, pero raramente el de la falta de planificación. Conscientes de que cualquier asiduo a su fiesta seguramente llegará al momento en que vuelvan a encenderse las luces de la sala vomitando, por puro agotamiento, el estómago, los intestinos, el hígado y todos aquellos órganos que para aquellas alturas sigan siendo partes reconocibles y operativas de su organismo. Ya no están las neuronas para demasiados trotes. Se supone que las de los miembros del jurado se hallan en el mismo estado de decrepitud. Como he dicho, planificación al poder. No es cuestión de atosigar al personal con películas densas, trascendentes y, en definitiva, importantes, que puedan decantar, a última hora, el balance del palmarés. Tarde para esto. Como siempre, hay excepciones a la regla, pero la tendencia en todos los certámenes (sobretodo en todos aquellos que se han sumado a la fiebre de sobre-poblar sus programas... es decir, en todos) es la misma y se corresponde con el buen hacer de todo buen menú degustación, que al fin y al cabo, de esto va todo: con el estómago lleno y agonizante, solo pueden entrar tentempiés; postres que no perjudiquen demasiado. Un segundo... y si es así, ¿cómo es que se ha esperado hasta el último día para dar entrada a uno de los pesos pesado -siempre en términos de pedigrí- de esta edición? ¿Cómo es que se ha esperado a que el cansancio hiciera mella en el espectador para presentar lo último del gran; del único; del reverenciado Hong Sang-soo? Fácil, porqué el maestro Hong Sang-soo ha llegado a la cita con una tontería. Cuidado, con una simpática, interesante, rescatable, agradecida y fácilmente digerible... tontería. 'Nobody’s Daughter Haewon' (algo así como ''Haewon, hija de... nadie'') ofrece a la horda de incondicionales fans del cineasta surcoreano exactamente lo que se espera de él. El de Seúl sigue con su disección nouvellevaguista de las relaciones íntimas, es decir, aquellas donde los sentimientos más volcánicos están a flor de piel. Es decir, aquellas en las que los seres racionales actúan como seres irracionales. Entre lo adulto y lo naif (si es que hay alguna diferencia), el cineasta hace una reflexión sui generis sobre los absurdos mecanismos que rigen tanto la química humana como las interacciones en sociedad, brindándonos una serie de pequeños momentos en los que la genialidad puede confundirse muy fácilmente con lo ridículo... y viceversa. Ahí está el peligro, porqué una vez más, cabe preguntarse sobre la dimensión que ha adquirido en el cine moderno Hong Sang-soo. ¿Es merecida o está más inflada que la expectación que había en el Palast justo antes de la proyección de su última película? Por si sirve de respuesta, el a posteriori nos ha dejado una tibiedad absoluta en el patio de butacas... y la sospecha de que, entre bastidores, el más admirado de todos se estaba riendo, a carcajada limpia de todo el mundo, pero sobretodo, de él mismo. La que en su día también se rió mucho (mejor decir ''burló'') de nosotros fue la directora Emmanuelle Bercot, quien tuvo la inmensa suerte de que su infumable y enervante 'Los infieles' se estrenara a rebufo del fenómeno-sorpresa 'The Artist' para así poder aprovechar el encanto ganador de Jean Dujarin, así como la normalmente catastrófica coletilla de ''De los tíos que te trajeron...''. Increíblemente, se le permitió salir viva después de gastarnos tan pesada broma. Increíblemente, la comunidad cinéfila le ha concedido el indulto, otorgándole el honor (?) de cerrar la Sección Oficial a Competición de la Berlinale. Así pues, como no podía ser de otra manera, el cine francés ha tenido la última palabra. La encargada de pronunciarla (como ya pasara con Dumont / Binoche), más que ser Emmanuelle Bercot, ha sido Catherine Deneuve. La vedette toma de nuevo las riendas de un show concebido para su lucimiento y, como suele pasar, en este sentido, las expectativas se ven gratamente recompensadas. En 'Elle s’en va', la antaño Miss Bretagne agarra el volante de su coche y se pone a conducir por las carreteras de Francia, dando así el pistoletazo de salida a una estilosa road movie que poco a poco va derivando en un cinta sobre los muy sobados pero a la vez siempre jugosos lazos familiares. No deslumbra, tampoco acaba de enganchar en ningún momento, pero se sigue y se come con una facilidad, a estas alturas, más que bienvenida. Mérito atribuible casi exclusivamente a Madame Deneuve, quien, una vez más, demuestra que hay pocos que le hagan sombra en esto de reírse, escandalizarse, ruborizarse, emocionarse... haciendo ver -y es complicadísimo- que no existe este imprescindible pero también engorroso intruso llamado ''cámara''. Y ya está. Como decía el título de la encargada de la clausura, la Competición ''se va'', y a falta de saber el fallo de mañana del jurado (y por lo tanto, a falta de hacer el balance general pertinente), se va dejando muchas mejores sensaciones que el año anterior. Dicho salto de calidad (tan evidente como necesario teniendo en cuenta la guerra sin cuartel que están llevando a cabo entre ellos los grandes festivales del mundo) ha venido no obstante después de haberse pagado un precio quizás demasiado alto y cuyos efectos, como casi siempre, no podrán verse hasta transcurrido determinado tiempo (hablo de años). Mientras éstos no pasan, no está de más abonarse a una sesión intensiva de relax neuronal; no está de más encontrar una butaca, ponerse cómodo y disfrutar del obligatorio estreno ''comercial'' del certamen. Estreno que ha traído a la capital germana Nicolas Cage -en pie- y a Emma Stone. El que una película encabezada por el más arruinado de los actores fuera la principal atracción de hoy en la Berlinale no debe interpretarse como un síntoma de locura, sino de uno de sus escenarios previos. Como ya he dicho, y perdón si me hago repetitivo, el auténtico protagonista ahora mismo es el cansancio. El cansancio que surge inevitablemente después de someter a las neuronas, durante casi diez días, a base de dramas sociales, comedias marcianas y ensayos sobre -qué raro- las ingentes cantidades de mierda que hay flotando en eso a lo que llamamos vivir. Este último verbo raramente puede ser usado por los miembros la familia de cavernícolas de la película de animación 'The Croods', pues el miedo en su estado más puro (hablamos del temor a caer fulminado por un catarro, a ser devorado por un dientes de sable, a ser aplastado por un mamut...) ha regido sus vidas desde el mismo momento en que nacieron. Así no hay manera. Día sí día también pelean a muerte con cualquier tipo de criatura por el más insignificante bocado, vigilan con extrema cautela cada paso que dan y, por supuesto, corren a encerrarse en su oscuro, frío, pero segurísimo refugio rocoso. Mas si algo nos recordó este año Peter Jackson es que no hay peor condena que el sedentarismo, más aún si éste va vinculado a una caverna que, como nos contó la alegoría, no tiene más que efectos destructivos sobre sus ocupantes. A mover el culo se ha dicho. Desde su trepidante prólogo, 'The Croods' se reivindica en el concurridísimo escenario de la animación por ordenador con un ritmo endiablado y con un sentido de la espectacularidad que pone la más potente tecnología al servicio del infalible espíritu del slapstick clásico. Una delicia. El guión, firmado por los directores Kirk De Micco y Chris Sanders es una sorprendente y muy eficiente máquina de sonrisas en la que la inventiva visual y el humor ingenioso forman equipo para un divertimento espectacular, dinámico y con un excelente sentido aventurero. Una odisea en familia y para toda la familia donde, qué cosas, hasta el 3D da señales de vida (aunque para ello nos tengamos que haber remontado hasta la mismísima prehistoria). Nicolas Cage, por su parte, ha declarado en la rueda de presentación del filme que le gustaría -por qué no- rodar un musical. Visto el incomprensible éxito del último trabajo de Tom Hooper, alguien debería ir pensando en registrar ya el título de ''El miserable''. Inmejorable para hablar de este tristón e histriónico troglodita, atrapado en su propia caricatura, pero que por mucho que se vea obligado a nadar en las fétidas cloacas de la sucia industria, de vez en cuando, ha quedado claro, se las ingenia para que su (auto)mutilado encanto salga a la superficie. Para automutilación la decisión de macarse otra sesión Grindhouse en Panorama. ¿Quién diablos se va a descansar a casa cuando tiene ante sí, dos melones por abrir? Yo, desde luego no. Y eso que Speck y sus secuaces están poniendo a prueba mi paciencia con el abuso sistemático de la temática Palestina. 'State 194' es un documental cuyo título plantea ya la posibilidad (para algunos otros, provocación) que el estado palestino pase a ser algo más que un número en una organización cuya utilidad ha quedado últimamente demasiadas veces en entredicho. El director Dan Setton expone, siempre con el ramo de olivo en la boca, argumentos a favor de la convivencia pacífica entre dos pueblos que parecen condenados a no escapar del más sangriento de los desacuerdos. Las -obligadas- referencias de la película a la ONU son sintomáticas del espíritu de un trabajo hecho con toda la buena fe del mundo, pero que precisamente en su actitud abiertamente buenista descuida las complejidades (y peor, la verdadera historia) de un conflicto que si bien necesita para su resolución actitud más positiva por ambas partes, tampoco debe olvidarse que la repartición de culpas/responsabilidades no puede tener un enfoque igualitario, más que nada porqué, ahora mismo, la situación es de todo menos esto. Por último, abandono Oriente Próximo y me voy a otro territorio del cual todo el mundo parece saber mucho, y por ende, otro territorio en el que la demagogia se ha erigido en no pocas ocasiones como única vía de argumentación posible. Qué triste. Con el documental 'TPB AFK: The Pirate Bay Away from Keyboard' Simon Klose nos lleva al ciberespacio... y nos saca de él... y nos vuelve a meter dentro (y así continuamente, en honor al título) para que, por lo menos, nos planteemos qué hubiera hecho Stieg Larsson de haber seguido de cerca el proceso judicial que tuvieron que afrontar los co-fundadores de The Pirate Bay, en lo que fue uno de los litigios más definidores de nuestra era. Hollywood contra la piratería, o el mundo civilizado contra el crimen ''(des)organizado''... citando a los propios acusados. Rodada con estilo y buscando siempre la verdad que no siempre sale a la luz, Klose firma una pieza imprescindible para entender, un poco mejor, no la mal enfocada guerra contra la piratería, sino el terrible absurdo en el que se ha convertido el mundo (virtual y real) en el que vivimos. Y hasta aquí aguantan mis constantes vitales por hoy. Como sigue sin producirse acercamiento alguno con la dichosa encargada, voy a dormirme en la pareja que le va a salir mañana al Oso de Oro. Va a ser, seguro, Sebastián Lelio o Calin Peter Netzer o -espero- Emir Baigazin... o quizás, quién sabe, Danis Tanovic.
Día #10 - ... se fue Confirmo que ayer mentí. Por si a alguien la interesa, y ya veo que no, finalmente salí a reafirmar mi nacionalidad quemando miserablemente los pocos euros de superávit que incomprensiblemente había llegado a ahorrar. Digo lo siguiente por pura vocación de guía turístico. Creo importante decir a todo aquel que esté pensando en visitar Berlín que las amenazas que propinan los borrachos de esta ciudad no son aptas para menores. ''¡Te voy a destruir!'' Me dijo un individuo en el metro. En más de una ocasión me habían prometido ''romperme la cara'' o ''partirme el alma''... nada que no pudiera arreglarse con tiempo, paciencia y las debidas curas. A ''destruirme'' no había llegado nadie... hasta ayer. Y llegado tan fatídico momento uno se para pensar y decide que no quiere ser destruido, que quiere que, al menos, quede de él un cadáver al que enterrar y, faltaría más, llorar. Como bien demuestra esta última entrada del diario, no me destruyeron, ni, por si a alguien le interesa, y ya veo que no, me rompieron la cara... ni mucho menos me partieron el alma. Los pulmones, por el contrario, no pueden alegrarse tanto del balance final de la noche. Con el sistema neuronal sucede más o menos lo mismo. Retomando con la guía de marras, nunca está de más recordar al turista en potencia que en Berlín, a diferencia del resto de Alemania (un clásico...) la ley anti-tabaco o no se respeta o, directamente, no existe, lo mismo da. A esto hay que sumarle el invierno germánico, no precisamente agradecido con el mercurio, hecho que obliga a los propietarios de los locales nocturnos a cerrar herméticamente sus locales, atesorando así cada grado que su particular micro-clima tanto esfuerzo ha destinado en subir. Los efectos para los ojos y el cuello son obvios. Entre tos y tos, se va uno sumergiendo en una neblina cada vez más espesa. Por si fuera poco, y abran paso a la sabiduría de pueblo, dicha niebla entra por los conductos nasales, sube hasta el cerebro y ahí se queda, impidiendo que el alcohol ingerido a lo largo de la noche no vaya a ninguna otra parte. De ahí no sale y, hablando en plata, la resaca a la mañana siguiente es de campeonato. No ayuda a mejorar el panorama el que la organización se esté dando especial prisa en desmontar toda la parafernalia festivalera. A pocas horas de saber la composición del palmarés de esta Berlinale, los focos, las alfombras rojas, las estructuras metálicas para los fotógrafos y los retratos tamaño gigante de actores y actrices cuyas caras bonitas hacían más fácil sobrellevar las primeras horas del día, se han ido. Alguien parece haberlo ''destruido'' todo. Ni rastro. Del wifi y el sistema informático en general para hacer un poco más fácil (por no decir, directamente ''posible'') el trabajo, mejor ni hablar porqué éstos ya estaban destruidos (si es que alguna vez llegaron a existir) antes de que todo empezara a rodar. Con el firme deseo de que los responsables hayan tomado buena nota de todas las quejas de los asistentes y con la todavía más firme voluntad de refugiarme del frío, y, claro está, de aprovechar hasta el ultimísimo la oferta cinematográfica del certamen, recojo las últimas invitaciones de este año para el Palast y aledaños y me dispongo a marcarme el último maratón en Panorama... y Forum (oh, oh...). Las cosas empiezan -muy- bien con 'Bambi', brevísimo documental (apenas 60 minutos de metraje) que, por más que el título nos induzca a pensarlo, no trata sobre el mítico clásico Disney sobre el cervatillo que tantas generaciones de chavales ha traumado, trata sobre Marie-Pierre Pruvot, quien, por más que su nombre nos induzca a pensar lo contrario, nació siendo hombre. Los relativamente pocos kilómetros que separan a Argelia de Francia marcan el viaje iniciático de alguien que supo, desde que tuvo uso de razón, que se encontraba en el cuerpo equivocado. Sébastien Lifshitz se descubre como un brillante documentalista al manifestar los dos grandes pilares que marcan la diferencia entre éxito y fracaso en esta clase de productos: saber detectar una buena historia y saber contarla como se merece. Para esto último se ocupa principalmente la misma Pruvot, una de aquellas profesoras que por entrega, dedicación, virtuosismo didáctico-narrativo y capacidad para captar la atención de la audiencia, todo alumno hubiera deseado tener. Para no faltar a la auténtica profesión de la vedette, la mejor manera de describir 'Bambi' (que para evitar más cacaos mentales, hace referencia al nombre artístico de Marie-Pierre en su etapa de estrella del espectáculo de las noches parisinas) es comparándola con una clase magistral para enmarcar sobre historia moderna, sobre sensualidad y sobre esta palabrota hoy en día tan olvidada llamada ''valentía''. De esto último sabe también el artista iraní Bahman Mohasses, genio y figura hasta la sepultura; objeto de estudio (y de culto en sí mismo) de la directora Mitra Farhani, que después de un seguido de entrevistas con su ídolo, consiguió empacar todo el material rodado (y el investigado) para concebir el muy estimable documental 'Fifi az khoshhali zooze mikeshad'. Estimable tanto para los cretinos que todavía no estábamos familiarizados con este pintor y escultor que desafió, desde que diera sus primeros pasos en el mundo del arte, desafió convenciones y convencionalismos para marcar territorio como dueño absoluto de su destino y, más importante aún, como persona a la que todo el mundo debería conocer antes de morir. Compartiendo, a ritmo de réquiem velado, cafés y cigarrillos con Mohasses, prestando atención a sus observaciones cínicas y empapándose de su carismática risa cancerígena, el espectador atento entenderá, como por arte de magia, que la mortalidad es la mejor manera de alcanzar la inmortalidad. Ahí es nada. Volviendo a poner los pies a tierra y siguiendo con la increíble racha de documentales de Panorama, recuerdo le mantra del buen documentalista: saber detectar una buena historia y saber contarla como se merece. Resulta que el primer requisito, si se tiene la suficiente destreza, puede encontrarse donde uno lo crea más conveniente. Excelente prueba de ello es 'La maison de la radio' (''La casa de la radio''), en el que Nicolas Philibert se disfraza de Frederick Wiseman para que, en esta ocasión, salgamos de la sala de cine sabiéndolo todo (o por lo menos con esta inquebrantable convicción) de que lo sabemos absolutamente todo sobre el funcionamiento de Radio France, reina inamovible de las ondas en la nación gala. Del servicio de catering hasta los mecánicos que revisan las motos usadas para seguir el Tour, pasando, claro está, por los presentadores de los informativos, los músicos y los tertulianos. De los jefazos a los mandados, de los aprendices a los freaks cuya cara no logra verse por completo porqué están literalmente enterrados en el material que les permitirá hacer un nuevo programa... la mirada clínica analiza con frialdad y extrae de los sujetos estudiados una calidez tan espontánea como veraz, para acabar construyendo un documento modélico sobre uno de estos complejísimos, y quizás por ello apasionantes sitios donde la excelencia se cocina con devoción día sí día también. ¿Qué bien vamos hoy, no? Estamos imparables... ¡somos indestructibles! Va a ser que no. Toda tendencia, por buena que sea, se acaba. Todo lo que sube baja... y todas las buenas sensaciones de Panorama pueden quedar borradas de un plumazo por la siempre temible Sección Forum. Con 'La plaga' me tocó la lotería, pero ¿cuáles son las probabilidades de que esto vuelva a suceder? ¿Cuáles son las probabilidades de que un rayo caiga exactamente en el mismo sitio? Más o menos así van los cálculos. Con 'Sieniawka' (jamás de los jamases se me ocurriría intentar pronunciarlo en voz alta), de Marcin Malaszczak (más de lo mismo) toco fondo. Llegado vivo al final de la décima jornada de cualquier festival, necesito que me den la comida bien masticadita... o al menos que ésta despierte, ni que sea un poco, mi apetito. Este plato no hace ni una cosa ni la otra. Veo astronautas haciendo memeces en el campo al ritmo de una música insufrible y no entiendo nada. Veo a unos ancianos hacer... nada en una residencia, no entiendo nada y de repente ya no veo nada. Me duermo, lo admito y cuando vuelvo a despertarme, me horrorizo. Todo el mundo en la sala ha desaparecido. ¿Cómo? ¿Habrán sido tan ruines como para dejarme soñando con los angelitos? ¿Se habrán reído de mí mientras comentaban lo estupenda que les parecía la película de acababan de ver? Un segundo... ¿por qué siguen proyectándose imágenes en la pantalla? ¿Por qué siguen las luces apagadas? Vale, la sesión de mi querida 'Sieniawka' sigue en marcha, lo que pasa es que, por lo visto, los tránsfugas superan por amplísima mayoría a los narcolépticos. Espera, ¿y si esa pobre gente se ha levantado de la butaca por no oír más mis ronquidos? Qué corte... Voy a preguntar a la pareja de hipsters de atrás, a ver si los decibelios de mi nariz han superado a los de la película. No, espera, mejor no. Mejor no despertarlos a ellos también. Pues eso. Esto hay que remontarlo como sea. Basta de experimentos, que están a punto de entregar los premios y tengo los ojos llenos de legañas. Hasta aquí. Marchando un café bien cargado... y marchando una sesión doble con los dos Premios del Público de Panorama... ah, ya la echaba de menos. Y sea dicho de paso, ya echaba también en falta películas de ficción. Felix Van Groeningen al rescate, que llega bajo el brazo con una de las sensaciones de esta Berlinale (por cierta, estrenada ya comercialmente en Bélgica... y no digo nada más sobre el tema, lo juro). Al final de la sesión, el Cinemax casi se cae. El público, de la primera a la ultimísima fila, volcado en cuerpo y alma en una ovación tan efusiva como sincera. Lo mínimo que cabía esperar de esta bestia parda que tan bien sabe jugar con los sentimientos de la audiencia. Y lo hace en el buen sentido, a pesar de la peligrosa tendencia de Van Groeningen a meterse en demasiados jardines (véase las constantes idas y venidas al tema de las células madre) y a rondar por terrenos que inducen con demasiada facilidad a la lacrimógena colectiva. A pesar de estos pequeños -y a la postre perdonables- resbalones, es obvio que 'The Broken Circle Breakdown' es un monstruo que está esperando a que alguien lo despierte. Con el poder de sus emociones, de sus imágenes, de sus impresionantes números musicales y de su poesía plenamente accesible, y con la bluegrass music revitalizándose (pregunten a los Mumford & Sons), es esta una película sobre el amor y el dolor de la pérdida irreparable que, a poco que sepa venderse con un mínimo de criterio, está destinada allá donde se presente. A levantar pasiones y a trascender más allá de la pantalla una vez terminada la sesión. A las distribuidoras de todo el mundo: en Berlín todo esto ya ha sucedido, y con una magnitud de impacto que debería tenerse muy en cuenta. Para los que queden en pie y tengan ganas de más, nada mejor que despedir las sesiones de la Berlinale del mismo modo que el año pasado: con la mejor película de todo el festival. De hecho, el mérito debería ir al certamen de Toro... perdón, he prometido que no lo volvería a hacer. Al grano. 'The Act of Killing' (''El acto de matar'') es, vaya esto por delante, seguramente la película más aterradora que he visto en mi vida. Lo es por la misma razón que impulsa al buen terror a clavarse en lo más hondo de nuestra alma: porqué es real. Para que conste en acta, de esta película se ha dicho ''El más poderoso, surrealista y aterrador de la última década.'' Esto lo ha declarado el sonado de Werner Herzog. Firma el documental Joshua Oppenheimer, el que seguramente sea uno de las personas con los testículos más grandes y cuadrados sobre la faz de la tierra. Digo esto porqué a este hombre se le ocurrió la brillante de idea de jugar con fuego y, de momento, puede vivir para contarlo. El ''juego'' consiste en ir a Indonesia, país en el que en la década de los 60, el gobierno local, en aquel entonces, envalentonado por los vientos que le llegaban de la Guerra Fría, llevó a cabo una matanza de aproximadamente dos y millones y medio de seres humanos (la cifra hay que rumiarla a conciencia) para teóricamente cortar de cuajo la ''amenaza roja''. Sucede en este país que los responsables de dicho genocidio siguen en el poder, más asentados si cabe que antes, vanagloriándose de las hazañas del pasado... reivindicando cuantos más homicidios mejor con tal de no abandonar el trono. A Joshua Oppenheimer no se le ocurre mejor idea que ir a buscar a dos de los más importantes asesinos del país para proponerles rodar una película en la que tendrán que reproducir sus antiguas batallitas. Ni falta hace decir que dichos tipejos para nada son difíciles de localizar... y para nada le ponen pegas a la propuesta. El anzuelo está tendido... el resto son casi dos horas de metraje en las que lo indescriptible se va introduciendo poco a poco en el cerebro. Todo lo que se ve y se oye es tan bestia, es tan brutal, es tan inhumano... tan surrealista, que hasta causaría risa. Pero en ningún momento tengo que hacer el esfuerzo de reprimirme, pues lo repulsivo; lo vomitivo supera con creces a todas las demás impresiones que puedan surgir. El abismo ante nosotros, que por supuesto devuelve la mirada a quien ose plantar allí sus ojos y que por supuesto, te mata, así de claro, por dentro. Terrible, inenarrable... letal. Así es la peor cara del ser humano. Joshua Oppenheimer la ha visto... y nos la ha estampado en toda la cara. Y afortunadamente paro ya con los descubrimientos, porqué Wong Kar-Wai y compañía han anunciado por fin todos los premios. Ahora sí. La Berlinale se nos fue... y algo similar le ocurre a mi memoria, que me recuerda que hará aproximadamente un mes, el centro del mundo del cine se encontraba en un remoto pueblecito llamado Park City. La edición de 2013 de Sundance quizás no tuviera el mejor palmarés al que podía aspirar (sin duda no lo tuvo, pero es lo que tienen los criterios / caprichos de los jurados, que son impredecibles), no obstante los más asiduos al festival fundado por Robert Redford coincidieron en confirmar que aquella había sido de largo una de las mejores celebraciones en la historia de dicho certamen. A lo largo de sus últimos días, los más previsores ya miraban el calendario para planificarse las siguientes semanas, que venían marcadas, obviamente, por Berlín. Berlín... ''Tarde o temprano, la Berlinale tendrá que despertar y darse cuenta de lo que se le viene encima.'' A poco que se afinara el oído, dicho comentario, y otros de muy similares, podían oírse de boca de periodistas estadounidenses, británicos, franceses, italianos... Unanimidad concerniendo a un festival que, en mente de todos, sigue siendo una de las más ineludibles citas cinéfilas de la temporada, pero que a efectos prácticos, está perdiendo mucho -demasiado para sus intereses- terreno con respecto a sus más fieros competidores. Lo que se le viene encima es, primero, que no son pocos los que optan por esperar unos meses para presentar su trabajo en la mucho más potente plataforma de Cannes, y segundo, que cada vez son más los que prefieren apresurarse para darse a conocer en Sundance. Entre la espada y la pared; entre el indie y la Croisette. Ya no hay especulación al respecto que valga. La amenaza bilateral está confirmada y si no se quiere perder definitivamente toda la brillantez del Oso de Oro, deben tomarse cartas en el asunto de manera inmediata. En este sentido, la fachada de la 63ª edición de la Berlinale ha sido, y ya tocaba, impecable. El Jurado, presidido por un auténtico dios del cine de autor que además se dignó a presentar en este mismo escenario su esperadísimo último trabajo, tuvo a bien (más allá de alguna que otra decisión incomprensible, como la de la mención especial primero a una película tan pésima como 'Layla Fourie' y después a una tan convencional como 'Promised Land') permitir que el palmarés, que al fin y al cabo, con el paso del tiempo se descubre como el mejor de los testigos, reflejara la notable calidad y solidez de la Sección Oficial a Competición. Atrás queda la insipidez del año pasado y se recupera por fin el sabor del mejor cine con cintas debidamente recompensadas, como la extraordinaria 'Harmony Lessons' (a la que le han hecho un ''Miguel Gomes'', teniéndose ésta que conformar con un galardón técnico), la magnética 'Gloria' (merecidísimo Premio a la Mejor Actriz a esa bestia parda llamada Paulina García), la impactante 'An Episode in the Life of an Iron Picker' (discutible el reconocimiento a su protagonista Nazif Mujic, en absoluto el Gran Premio del Jurado), la sorprendente 'Prince Avalanche' (inesperada pero muy justa reverencia a su director, David Gordon Green) y, claro está, la compleja, adulta y escalofriantemente universal 'Child’s Pose', que, de esto hablaba, ha vuelto a dar sentido a la entidad que se le presupone al Oso de Oro. Con Panorama y Forum funcionando al buen nivel de siempre (el goteo de pequeños-grandes descubrimientos marca de la casa se ha alargado hasta el último momento), el público respondiendo a la llamada (según datos oficiales, se ha vendido el 98,8% de las entradas) y el mercado funcionando como polo de atracción y promoción del talento fílmico, la Sección Oficial ha puesto al fin de su parte, combinando correctamente propuestas autorales con las concesiones de rigor a la industria, para que la atención mediática dispusiera de material sólido más allá de las habituales grandes cantidades de humo que se venden en estas ocasiones. Hasta aquí todo bien, pero es de justicia, y es necesario, poner el acento en la gran lacra este año en la Berlinale, olvidada -o tapada- tanto por la organización como por la mayoría de medios de comunicación: el número de World Premieres ha caído hasta mínimos peligrosamente históricos. Sí, tuvimos lo último Wong Kar-Wai, también lo último de Gus Van Sant, también lo último de Richard Linklater, también el muy esperado segundo trabajo de Shane Carruth... pero todos estos trabajos -y muchos, muchos más- habían sido ya presentados en sus países de origen o en otros certámenes... hablamos especialmente de Sundance. Volvemos al punto de partida. El mismo sitio donde se hablaba de ''lo que se le viene encima a Berlín'' se ha convertido, no es coincidencia, en el más importante suministrador de la Berlinale, así como en su más evidente destapador de vergüenzas. Y ahí está el meollo. La decisión de apostar por Park City es sin lugar a dudas un rotundo acierto de cara a la apuesta por la calidad cinematográfica, pero a la vez no puede ocultarse la realidad más inquietante, y a la que otras citas del mismo calado -sí, estamos mirando a nuestra casa- deben enfrentarse también. Si no puedes vencerlos... ¿ríndeles tributo? Esto es lo que ha pasado este año en la Berlinale, un festival que quizás sí se ha dado cuenta de lo que se le está viniendo encima y que, a falta de mejores soluciones, ha decidido capear el temporal con la discutible elegancia del combatiente que, en plena lucha, decide recular sin perder jamás de vista a su(s) rival(es). Si ésta va a ser la fórmula a seguir por el equipo de Dieter Kosslick, entonces seguro que en Berlín va a verse celuloide del bueno, y mucho... pero pagando un precio que a la larga puede ser altísimo: la pérdida de la marca / identidad / alma propia, que a fin de cuentas, es el mayor tesoro de cualquier certamen, llámese este Zinemaldia, Mostra, Sundance o, por supuesto, Berlinale... una Berlinale que se fue con la cabeza bien alta (al menos de cara a la galería) para volver el año que viene. Está por ver si los futuros planes de futuro, valga la redundancia, de la organización van más allá de este cortoplazismo o si esta digna pero a la larga peligrosísima -por conformista- dinámica va a ser el camino a seguir. Está por ver si la Berlinale se nos va para volver o si, simplemente, se nos va...
Por Víctor Esquirol Molinas