'Relatos salvajes': Dimensión Salvaje
La organización del Festival de Cine de Cannes es mundialmente conocida, entre otros muchos méritos, por su desmesuradísimo sadismo a la hora de configurar la parrilla completa de su Sección Oficial a Competición, es decir, aquella a la que hay que asistir, sí o sí. La colocación de cada una de las películas a concurso en cada franja horaria o sala de cine se basa, principalmente, en la consecución de un objetivo final que está por encima de cualquier Palma de Oro, o incluso de cualquier Mención Especial del Jurado Ecuménico: Esto es, desgastar, a más no poder, la salud física y mental de los asistentes más asiduos al Palais des Festivals. Para ello, nada mejor que la broma (interna) estrella en la Croisette, que por supuesto se repite año tras año: Reservarse el hueso más duro de roer (es decir, aquellas películas que, por altísima densidad o metraje exageradamente largo, atentan más directamente a la digestión de la audiencia) para los últimos días, es decir, cuando las fuerzas más flojean. Asestar el golpe de gracia, vaya.
Pero en aquella 67ª edición, alguna orden perversa debió extraviarse en la cadena de mando de la organización comandada por Thierry Frémaux. 'Winter Sleep (Sueño de invierno)', la última intra-epopeya dialogada de Nuri Bilge Ceylan, y de tres horas y cuarto de duración (y que con bastante merecimiento acabaría conquistando el máximo galardón de Le Festival), se presentó en sociedad antes haber llegado al ecuador del certamen. Cuando todavía íbamos sobrados de fuerzas. Algo olía a chamusquina. Esto no podía estar tan bien montado. ¿Dónde estaría la trampa? En la película que nos pondrían justo después, seguro. Porque por mucho que hubiéramos empezada aquella jornada más frescos que una rosa, sólo haría falta encadenar dos monstruos fílmicos para dejarnos KO. Y con este miedo fuimos a la segunda cita... solo que aún sin saber que lo que nos esperaba era una de las películas más divertidas (por no decir la que más) del año. A prueba del desgaste de cualquier sesión previa. Damián Szifrón al rescate. Él y una cinematografía (la argentina) que a lo largo de la temporada festivalera de este año se ha mostrado como una de las más fuertes de todas. La candidata que presentó para la cita de las citas (co-producida, todo sea dicho, por El Deseo de los Almodóvar), arrasaría pocos meses después tanto en las taquillas en las que probara suerte como en otros muchos certámenes (San Sebastián, Sitges, por supuesto, Sarajevo...), y lleva el elocuente título de 'Relatos salvajes'. La propuesta consiste precisamente en esto. Un prólogo impresionante en que una coincidencia cósmica propicia el desenlace más sonado. Después, cinco episodios argumentalmente independientes, pero ligados por el mismo leitmotiv y, sin duda, el mismo espíritu. El hombre (sin distinciones de sexo) contra el matrimonio, contra el sistema, contra el destino, contra el universo... y contra el propio hombre, claro. El siempre interesante y muy efectivo Szifrón se lleva al límite. A él mismo y a su implacable fórmula del entretenimiento. El lugar es Argentina (así, sin necesidad de concretar más); el momento es ahora (o ayer, o mañana... es "siempre", vaya). En esta combinación de espacio tiempo, una serie de personajes van a adentrarse, sin saberlo ellos, en una dimensión oculta pero para nada desconocida. Porque sí, detrás de la máscara de aparente (en mayúsculas) normalidad que entre todos hemos decidido ponernos, existe una quinta dimensión. Tan vasta como el espacio exterior y eterna como el infinito. A medio camino entre la luz y la oscuridad; entre la ciencia y la superstición; entre el pozo de los miedos del género humano y la cima de su conocimiento. Es la dimensión de la imaginación. Un área a la que a partir de ahora llamaremos la Dimensión Salvaje. Con el permiso del maestro Rod Serling, por supuesto, porque mucho se ha venido hablando desde Cannes de los ''Cuentos asombrosos'', de Steven Spielberg. Pero siempre que se tira de dicha referencia, debería hacerse lo propio, por propia inercia justiciera (qué diablos, y también porque el propio Spielberg así lo exigiría, a sus primeros trabajos nos remitimos), con aquella mítica ''Dimensión desconocida'' que todo lo empezó. Tanto la explotación audiovisual del por aquel entonces semi-virgen fantastique como la confección del manual a seguir para el aprovechamiento óptimo del mini-realto tanto en la pequeña como en la gran pantalla. 55 años después, Damián Szifrón sorprendre con el que seguramente sea uno de los mejores filmes por episodios de toda la historia. Las principales razones: Primera, a pesar de que siempre haya fragmentos que funcionen mejor que los otros (cosas de un formato que se presta demasiado a las intra-comparativas), no hay absolutamente ninguno que decepcione. Segunda, el orden en que se suceden los capítulos, calculado al milímetro (como lo haría el mejor de los ingenieros artificieros) para la gestión más eficiente del espectáculo. Por si fuera poco, a pesar de la disparidad de situaciones barajadas, es de admirar que el conjunto acabe destacando también por su concienzuda consistencia, pues de algún modo y otro, en la línea de mete siempre acabamos topándonos con un ser humano que irónicamente es culpable de sus propios males. Cruzamos pues la puerta (sin pensarlo), y al otro lado nos topamos con una de las cintas más salvajemente desternillantes de los últimos tiempos; un monumento de lo más gamberro dedicado a la mala leche. Haciéndose suyos todos los homenajes (ese capítulo que pasa por ser una de las mejores revisiones de la mítica 'El diablo sobre ruedas', con Spielberg topamos de nuevo) y mostrando siempre una asombrosa capacidad para conectar con el público, el director y guionista nacido en Ramos Mejía firma una atractiva combinación de frentes a priori irreconciliables. El potencial enorme en la taquilla de la propuesta se detectó a las primeras de cambio (y como no podía ser de otra manera, ya se está viendo confirmado)... lo cual para nada implicaba que hubiéramos traicionado al tan cacareado (y desgastado) concepto ''cine de autor''. Seguíamos en Cannes, sí. Más allá de aquella abarrotada sala Debussy, de lo que se trata aquí es de llevar al ser humano al extremo (en otras palabras, de hincharle, a más no poder, aquello que no suena) para así desatar al animal que lleva dentro. Pura aritmética, funciona en cada uno de los casos. A veces lo hace a través de la carcajada más enrabietada (véase el apoteósico segmento de clausura, desde ya entre las mejores bodas jamás filmadas), otras a través de la sonrisa más incómoda, retadora y por esto moralmente estimulante (como sucede en la excelente historia del atropello, tema que por cierto ya puede considerarse al menos como subgénero en esas latitudes). Szifrón lo sabe y lo ejecuta sin concesión alguna: el humor es un camaleón (puede ser negro, verde, judío-argentino, en versión slapstick, incluso splastick...), y cuando se encabrona, es infinitamente más letal. Nota: 7,4 / 10por Víctor Esquirol Molinas