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'National Gallery': The Museum and You

Vía El Séptimo Arte por 18 de marzo de 2015

Para los amantes de los datos, la National Gallery de Londres es, según un informe reciente, el séptimo museo más visitado del mundo. Durante el último año, un total de 6 millones de visitantes (treinta mil más, treinta mil menos) pasearon por sus salas y contemplaron algunas de sus más de 2400 pinturas. Las cifras dan vértigo, tanto como las que baraja la carrera de Frederick Wiseman, quien pasa por ser, dígase sin rodeos, uno de los mejores documentalistas que haya dado la historia del séptimo arte. A sus espaldas, casi medio siglo dedicado a la profesión, con más de cuarenta proyectos dirigidos directamente por él. Mucho tiempo ha pasado ya desde aquella aterradora e imprescindible ópera prima titulada 'Titicut Follies', en la que se nos hacía descender, sin concesión alguna, hasta lo más profundo del abismo de una demencia que no entendía de distinciones entre doctores y pacientes. Ante nosotros se plantó el horror que encerraban los muros del psiquiátrico Bridgewater de Massachussetts, y se nos recordó, de paso, que la mirada libre de artificios podía tener consecuencias extremadamente contundentes.

En aquel caso, el de una denuncia incontestable. En los resultados más inmediatos (tanto en la retina, como en el cerebro, como en aquello que todavía no ha logrado pesarse) y en la búsqueda de posibles réplicas que intentaran desmontar el producto alegando cualquier posible vicio en sus intenciones. Lo que vino después fue la consolidación de una de las carreras más brillantes (en su constancia, en su regularidad, en su solidez) jamás vistas en los terrenos del género. De hecho, y teniendo en cuenta las derivas que hay ido conociendo a través del tiempo el documental estrictamente fílmico, no es descabellado afirmar que Wiseman sea tal vez uno de los únicos verdaderos defensores de esta denominación ya casi olvidada de la ''no-ficción''. Así lo atestigua la práctica totalidad de una obra asentada en un convencimiento innegociable en una fórmula que no tiene otro objetivo que liberar al ojo de cualquier condicionamiento previo con el que haya podido asistir a la cita.

El recorrido histórico empezó en Bridgewater y ahora mismo se ha parado (de momento) en el séptimo museo más visitado del mundo. El escenario (que pasa por ser el auténtico protagonista de la función) es, por supuesto, mucho menos conflictivo que el anterior, pero no por ello menos complejo. A las cifras del principio nos remitimos; al recuerdo más cercano que nos ha dejado la trayectoria de Wiseman, también. Antes de plantarse en Londres (y después de su interesantísima parada en París), el veterano director se presentó en las colosales instalaciones de la Universidad de Berkeley, y la visita se saldó con un igualmente colosal documento (no quedaba otra) de más de cuatro horas de duración (montaje final resultante de más de 250 horas filmadas). De nuevo, los números pueden asustar, por esto se hace estrictamente necesario remarcar el que ninguno de ellos responde a ningún tipo de tic megalómano por parte del autor. No había en 'At Berkeley' ninguna voluntad narcisista de mostrar músculo, sino una de las máximas en Wiseman: ser consecuente con el objeto de estudio.

Suena fácil, tanto, que la declaración debería constar (como título del primer capítulo, por lo menos) en el manual de conducta de cualquier documentalista que se precie. Desgraciadamente, los libros van llenos de nombres que, en algún momento u otro, olvidaron esta lección que por lo visto no es tan obvia como en un principio parecía. La razón está en aquello que ha venido marcando el devenir del documental desde que el cine es cine: el ego. Puede que el pecado original lo cometiera Flaherty, pero como se ha dicho, a él se han sumado demasiados, casi siempre en pos de un irrefrenable afán de protagonismo que, tarde o temprano, terminaría por convertirse en la peor de las pesadillas: La del observador destruyendo (por puro intrusismo) lo observado. Un ejemplo de altura: En la a pesar de todo magistral 'Bowling for Columbine', aprendimos que no era lo mismo Charlton Heston retratándose a sí mismo, que Michael Moore retratando a Charlton Heston. Supimos, de paso, que lo primero era infinitamente mejor que lo segundo.

Pues en éstas lleva, desde hace ya cincuenta años (no lo olvidemos), Frederick Wiseman, un maestro que ha hecho del retrato anti-intervencionista el más exquisito de los artes. Puede que tanto tiempo acabe pesando, pero hay repeticiones que, por lo bien llevadas (y tratadas) que están, no es que no cansen, sino que incluso parece que se hagan más y más atractivas. Ojalá sean muchos más, porque de repente, recordamos que en este mundo todavía queda mucho por descubrir. Con 'National Gallery', la propuesta llega hasta las tres horas de metraje (de nuevo, ojo con el pánico a las alturas) que nos dejan a solas con el monstruo. A lo largo de estos 180 minutos, desparramadas ante nosotros las entrañas casi inabarcables de una bestia que parece que vaya a ser alérgica a la presencia de los teleobjetivos. A un lado, el Museo; al otro, el espectador. Como si no hubiera intermediario.

Wiseman hace honor a su apellido y tira de una sabiduría que sólo ha podido adquirirse por la experiencia acumulada y, claro, la actitud más noble y comprometida. Se acerca a la presa minuciosamente y con el -solemne- respeto que exige cualquiera de sus cuadros (expuestos o almacenados), rehuyendo en el proceso cualquier atisbo de protagonismo. Éste se lo queda quien más se lo merece: Todas (absolutamente todas) las piezas de un engranaje gigantesco y maravilloso en su funcionamiento calculado al milímetro. Lo mismo puede aplicarse a esta preciosa manera (en su elevadísima pureza) de tratar el género documental que afortunadamente no está exenta de réplicas (véase, por ejemplo, el último y notable trabajo de Nicholas Philibert, 'La maison de la radio') y que, por lo que pueda pasar, parece que siempre tendrá en Frederick Wiseman uno de sus más fervientes guardianes.

Nota: 7 / 10

por Víctor Esquirol Molinas
@VctorEsquirol


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