Y ahí estábamos. En la Croisette, ni más ni menos. En el Festival de Cine de Cannes. No, en la 66ª edición del Festival de Cine de Cannes. Aquella en la que a la Sección Oficial a Competición le sobraban (literalmente) las grandes películas. Por la Palma de Oro había codazos, y patadas, y puñaladas. Faltaba espacio. ¿Y en la sección secundaria Un Certain Regard? Tres cuartos de lo mismo, aunque de manera un poco más relajada (lo cual, por otra parte, ya nos fue bien). Aquel año, Sofia Coppola, la por aquel entonces más reciente Leonesa de Oro de Venecia, fue la encargada de abrir fuego en la Debussy, Alain Giraudie jugó con la paciencia del mismísimo Thierry Frémaux y un tal Diego Quemada-Díez sorprendió a propios y extraños con su cruda e impactante odisea de la inmigración.
Estuvieran o no relegados a la sombra (en una especie de segundo plano que ya quisieran muchos ocupar), tanto los nombres de peso como los más faltos de pedigrí estaban rindiendo a un gran nivel. Todo parecía perfecto; todo funcionaba como un reloj suizo en el complejo del Palais des Festivals...
hasta que apareció Claire Denis. Por mucho que siguiéramos en Un Certain Reagrd, por mucho que nos hubiéramos alejado del -brillante- amparo de la Competición, aquel certamen nos había demostrado que podíamos desactivar la alerta de ''la-ruleta-rusa'', pues nada en él parecía que iba a fallarnos. Mucho menos la veterana directora francesa, quien llegaba a la cita con una de las propuestas a priori más tentadoras de la cita. 'Les salauds' (para nosotros, 'Los canallas'... toma) llegaba con la promesa bajo el brazo de clavarnos a la butaca y perturbarnos con una estilosa historia de
bajas (bajísimas) pasiones al servicio de obsesiones todavía más oscuras.
Máxima expectación, pues los factores apuntaban a que aquel (casi-indecente) empache de buen cine iba a prolongarse. Sin embargo, el soufflé empezó a desinflarse con las declaraciones previas a la proyección. Como suele ser habitual en las sesiones de tarde de la Debussy, el equipo de la película subió al escenario para darse un baño de -elitistas- masas, y para poner un poco en situación a la parroquia. Los aplausos, las risas y las miradas cómplices se sucedieron (la predisposición era buena, que conste en acta). En éstas que Madame Denis agarró con fuerza el micro y dio unas explicaciones (esto es lo que fueron) que afortunadamente no se tradujeron de su francés original. Feliz ignorancia. ''Hace aproximadamente un año, me reuní con Vincent [Lindon] en este mismo complejo en el que ahora nos encontramos y le dije que
quería hacer una película con él. Corriendo. A ver si llegábamos a tiempo a esta 66ª edición.''
Y así fue.
Con prisas, Claire y Vincent se pusieron manos a la obra. Y entraron, entraron... El problema es que, por mucha experiencia y tablas que hayan por medio, son pocos (sí, pensamos sobre todo en aquellos cineastas japoneses) los que pueden conjugar la calidad con el alto ritmo de producción. A Takashi Miike, quien por ejemplo firma unas tres o cuatro películas por año (hagan números...), le salen una o dos realmente buenas, lo cual ya es un excelente promedio. Otros, por lo visto, no son tan afortunados. 'Los canallas' es una
película tocadísima (de muerte) por sus trepidantes circunstancias en la gestación. Todo en ella huele a dejadez, a descuido... pero sobre todo, a mucha prisa. Cannes quizás lo merecía (¿quién no se sacrificaría por estar ahí?), pero tal vez nosotros, pobres mortales, no.
Tirando de elipsis (y otros muchos saltos y atracos a mano armada a la lógica temporal), Claire Denis va
sumergiéndonos (y confundiéndonos cada vez más) en una espiral de tinieblas que en el mejor de los casos produce desconcierto (con las consiguientes y desternillantes teorías fruto de la más frustrante incomprensión) y en el peor un tedio que es hijo, precisamente, de las razones ahora mismo citadas. Queda, al final de todo, la -sólida- sospecha de que
tantas vueltas sórdidas están planteadas sólo para ocultar carencias. La antipatía que caracteriza a absolutamente todos los personajes de la historia (destaca, por encima de las demás, la de Michel Subor, quien demuestra, sin quererlo, que Joseph Ratzinger hubiera sido un excelente villano cinematográfico) se va contagiando poco a poco en el espectador, y la tan vitoreada propuesta visual de la parisina está mucho más cercana, guste o no a los incondicionales (que los hay, y muchos), al de las producciones televisivas más wannabe. Inquieta, desde luego, pero por razones accidentales. Porque en un momento de su vida, a una cineasta sobrada en lo que a prestigio y respeto se refiere, no le importó pasarse de canalla y le dio por ir con prisas... y permitir que todo lo demás dejara de importar. Llegó a la 66ª edición de Cannes, eso sí.
Nota:
3 / 10
Por Víctor Esquirol Molinas