A casi nadie le gusta admitirlo pero no por ello deja de ser una verdad como un templo. Pongamos, por ejemplo, el festival de Cannes. En la considerada como la Meca del cine de autor es donde, supuestamente, se valora más al cine como arte. Como vía de libre expresión para que aquellos seres de cerebro y alma privilegiados puedan compartir con el resto de mortales el contenido de sus mismísimas entrañas. Sin embargo, nadie puede negar que buena parte del poder del certamen de certámenes sea debida al excelente funcionamiento de su mercado. Compras, ventas y otros -necesarios- atentados contra el romanticismo. Y es que resulta (y ahí está tanto la trampa como el encanto de este juego perverso) que
el cine también es técnica, y ésta no sale precisamente barata. De hecho, ningún arte escapa a esta dicotomía, pero es en el ''séptimo'' donde los costes de producción se disparan tanto (por mucho que la revolución digital haya democratizado un poco más el panorama) que
la convivencia con el mecenas se convierte en un peaje en el que no vale el ''no quiero pagar''.
En determinados círculos, el cine comercial (una de las muchas redundancias no admitidas de nuestros tiempos) es un motivo de mofa para remarcar una superioridad que en realidad no existe. La figura del productor es obviamente el diablo. Aquella alimaña a la que se tendrá que vender el alma a cambio de la posibilidad de un proyecto que, por otra parte, muy probablemente va a ser mancillado. Y así, la historia del cine podría escribirse haciendo un repaso minucioso de los piques entre directores y productores, porque en la relación entre estos dos entes condenados a entenderse se ve de la forma más clara que
casi todas las películas nacen de la lucha entre arte e industria. Si no llega el entendimiento, a veces gana un bando y a veces el otro. Así de sencillo. Casi 75 años después, el ejemplo más claro e ilustrador sigue siendo el de 'Lo que el viento se llevó'. Por encima de Victor Fleming, George Cukor, Sam Wood y alguna que otra víctima más, aquella película llevaba la firma del más grande de todos, aquel con el que no se podía discutir, el mismo que siempre lograba imponer su criterio. La verdadera autoría de la legendaria adaptación de la novela de Margaret Mitchell cabe atribuirla al que se rascaba el bolsillo, a David O. Selznick, quien hizo y deshizo hasta que le quedó la película con la que él -y nadie más- había soñado.
Desde hará ya más de una década (en caso de duda consulten los últimos ganadores de los Oscar) el trono del Gran Tirano lo ha ocupado, junto a su querido hermano, y gestionado con mano de hierro el co-fundador, de Miramax y The Weinstein Company:
Harvey Weinstein. Repasar ahora sus tropelías por todos los festivales, entregas de premios y rodajes en los que posteriormente se ha disparado el consumo de prozac, sería redundar en lo de sobra conocido. Lo importante en Cannes, por ejemplo, es que en su 66ª edición, una de las más brillantes que se recuerdan, también hubo hueco para las decepciones... porque con el dichoso conflicto nos topamos de nuevo. La gran presentación de de aquel día en la Sección Oficial a Concurso,
'The Immigrant' (aquí, 'El sueño de Elis', por supuesto), venía apadrinada por el gran Harvey. La nueva película de James Gray tenía el encanto apriorístico del propio nombre de su director, quien se había mantenido en la sombra después del estreno, cinco años atrás, de la estupenda 'Two Lovers' (la que tenía que ser la última película de Joaquin Phoenix, ¿recuerdan?).
Una de las voces más injustamente olvidadas del cine norteamericano contemporáneo volvía a la carga con un drama ambientado en la década de los no-tan-felices años veinte en Estados Unidos y con el telón de fondo del drama de la inmigración. Ewa llega de Polonia, junto a su hermana tuberculosa, a la tierra de las nuevas oportunidades. Atrás queda el horror del viejo continente, arrasado por la Primera Guerra Mundial. Por delante, una vida cargada de renovadas esperanzas. Pero la Estatua de la Libertad no recibe con los brazos abiertos a sus nuevos hijos. Los sueños de Ewa van a topar con la intransigencia e intolerancia de las autoridades y de la sociedad en general, que van a separarla de su hermana y a dejarla a merced de Bruno y Orlando, dos primos que componen una dupla peligrosamente inestable.
Los bajos fondos y sus negocios más turbios enfocados, como era de esperar, desde el prisma de
la familia, que una vez más se descubre como eje vertebrador genérico. Sobre el papel, están dispuestos todos los elementos para que Gray se vuelva a lucir... pero hay un inconveniente:
el enemigo juega en casa. Harvey Weinstein le hace a su empleado un ''Lo-que-el-viento-se-llevó'', solo que los resultados aquí son desastrosos. Tirando de exageradísimos tonos sepia, 'El sueño de Ellis' recrea con mínima corrección el Nueva York que se preparaba para la opulencia (para algunos...) de los años posteriores y nos sumerge en un melodrama alimentado por un triángulo amoroso que simplemente no funciona en ningún momento. Marion Cotillard (que en aquella edición de le Festival se abonó al papel de prostituta extranjera que ejerce en los Estados Unidos) se debate entre el aparente cobijo de un irascible Joaquin Phoenix (la pregunta de hasta qué punto llega la actuación vuelve a ser lícita) y la muy risible ternura de un Jeremy Renner al que últimamente le está costando horrores dejarse caer en una película buena.
Moviendo los hilos está, de cara a la galería, James Gray, pero
la sospecha de que el maestro titiritero es en realidad Harvey Weinstein es demasiado pestilente como para no tenerse en cuenta. La sutileza, la elegancia en la puesta en escena y la capacidad para sacar lo máximo de cada de uno de sus actores, principales rasgos distintivos en la obra de Gray, se desvanecen detrás de la cortina. Cuando ésta vuelve a descorrerse aparece ante nuestros ojos una tonta función de teatrillo de barrio en la que cada momento álgido; cada golpe fatal se subraya hasta niveles insultantes. Las notas de violín dibujadas en el pentagrama buscan constantemente la lágrima (y el premio) fácil y los personajes, si es necesario, nos recuerdan en voz alta y entre lloriqueos, lo terriblemente complicada que es su existencia.
El conjunto, de una técnica más que correcta, se hace tan autoconscientemente contundente que desaparece cualquier posible esperanza de empatía.
No es una película de James Gray, si acaso es el producto de un James Gray convertido, a manos del mandamás, en lo que en su día fuera Lasse Hallström: un mero adaptador fílmico de la peor tradición dramática dickensiana. Aquí se ha venido a llorar y a aplaudir. Por decreto. Porque toca. Porque el reconocimiento académico lo justifica todo. Y no se hable más. Todo esto por obra y gracia de Harvey, el empresario adicto al efectismo más premiable, el productor que casi siempre se carga al autor, el aspirante a director que en la prácticamente desaparecida de la faz de la Tierra (¿por qué será?) 'El caliente otoño del 86' ya demostró ser uno de los peores realizadores de la historia. Llevando la cuenta,
en 'El sueño de Ellis' se ven muchos tics de Weinstein... y casi ninguna virtud de Gray. Qué pena. El resultado: un desastrillo en el que
todo es obvio; todo es artificial. En el que todo son impedimentos a la hora de despegar.
Nota:
4 / 10
por Víctor Esquirol Molinas