El cine es, como cualquier otro arte (y de hecho, como cualquier otro suministrador de historias)
una fuente inagotable de posibles decepciones. La culpa, como casi siempre, la tenemos nosotros mismos, es decir, los receptores de dichas historias, pues nos empeñamos en volcar en él (y en ellos, y en ellas...) unas esperanzas que, por desmesuradas o directamente injustificadas, nada tienen que ver con la mercancía que se nos va a suministrar.
''Disculpe, esto es jamón de bellota... ¡pero yo había pedido mortadela!'' ;
''Pues se jode.'' Y viceversa, claro, la cuestión es quejarse porque nuestros deseos
(malditos deseos...) no se han visto cumplidos. Pongamos, por ejemplo, que estamos en uno de los supuestos mejores festivales del cine del mundo. Esto es lo que esperamos (porque es lo que nos han vendido)... no obstante, la realidad nos habla de una decadencia cada vez más palpable. Pero olvidemos esto último, porque la ciudad que lo aloja (San Sebastián, para más información), sigue siendo la (re)hostia, y porque en aquellas fechas (septiembre de 2012, para una idea más clara de cómo funciona la cartelera en este país) el Kursaal se había engalanado para celebrar el 60º aniversario (que se dice pronto) del Zinemaldia.
Sí, aquel año en Donosti todo salía a pedir de boca. La ocasión lo requería. Podría decirse que nuestras expectativas tenían carta blanca.
Pedíamos caviar y caviar nos daban. Inaudito. Hasta que... ''Con lo bien que íbamos... ¡y con el buen tiempo que hacía!'' Al terminar una de las primeras jornadas, salían los miembros de la prensa acreditada, del Teatro Principal de San Sebastián con lo último de Trueba fresco en la memoria. Los comentarios entusiastas de la mañana se habían enfriado ligeramente, pero la sonrisa seguía presente en la parroquia. Al fin y al cabo, ¿cuál fue la última vez que fueron a un festival en el que se había conseguido el pleno absoluto de éxitos en la Sección Oficial, a lo largo de sus tres primeras jornadas? Suena fácil; parece poca cosa, pero la experiencia nos dice que desgraciadamente no es así. Es por esto que, pasado ya el primer tercio de aquel estupendo Zinemaldia se respiraba en el ambiente cierto aire de euforia casi inaudito en citas como ésta. Y cuando parecía que ya nada interrumpiría nuestra felicidad,
se tapó el cielo e hizo acto de presencia el característico xirimiri donostiarra.
Malditos los aguafiestas. Pero en el fondo no había motivo para ser pesimista, pensamos, seguro que este mal tiempo no sería ningún mal presagio. Pura coincidencia. Además, decían las previsiones meteorológicas que el sol volverá a brillar. Sin embargo sonó el despertador, y a la mañana siguiente seguía el cielo encapotado. Mal íbamos. Por suerte en el cine
nos estaba esperando el que a priori era uno de los valores más firmes en el programa. Monsieur Laurent Cantet, que con 'La clase' (culminación de su siempre latente lucidez a la hora de hablar sobre las relaciones humanas contextualizadas en el marco laboral), su último largometraje hasta la fecha, conquistó muy merecidamente la Palma de Oro en Cannes, se había acercado a la desembocadura del Urumea para presentarnos 'Foxfire', enigmático título cogido de una todavía más enigmática hermandad compuesta exclusivamente por chicas.
Basado en una novela de Joyce Carol Oates, el nuevo trabajo del cineasta francés hace retroceder el contador de la máquina del tiempo hasta los Estados Unidos de 1953, año en el que un grupo de adolescentes, cansadas todas ellas del trato injusto que reciben por parte de la sociedad (así, en general, aunque en el punto de mira está, y con toda la razón, el sexo opuesto), se junta para impartir justicia. Su justicia, que para algo es éste el concepto más -peligrosamente- apropiable de todos. Como se nos advierte al principio, lo que empezó siendo una bendición va convirtiéndose en una pesadilla que puede tornarse en contra de sus creadoras. De su creador también. Después de sus tibias vacaciones en el Haití de la década de los 80,
Cantet vuelve a probar suerte fuera de sus fronteras... y vuelve a tropezar. Es decir, si bien estábamos advertidos por los precedentes, las expectativas (las malditas expectativas...) siempre nos empujan a esperar más de lo que deberíamos.
Si bien el retrato del Estado de Nueva York de mitades del siglo pasado convence -y poco más- en el sentido de mostrarnos unos
tiempos represores no sólo hacia las mujeres, sino también hacia cualquier idea que oliera a nuevo, el director y guionista de Melle fracasa estrepitosamente a la hora de hacer llegar al espectador el encanto de una historia que de momento se ha guardado para sí mismo. Con el mismo encanto de un día lluvioso que nunca acaba.
Excesivamente alargada (de las casi dos horas y media de metraje, le queda a uno la sensación de que podrían haberse ventilado por lo menos unos buenos cuarenta y cinco minutos) y
torpe a la hora de hacernos empatizar con sus particulares de rebeldes sin causa, lo realmente preocupante de 'Foxfire', más allá del cacao de ideas que no llevan a ninguna parte, es que
su oda a la rebeldía juvenil se quede en algo mucho más cercano a una absurda fiesta de pijamas, o en el mejor de los casos, a una tonta pataleta. Como la que le dio a más de uno en el Victoria Eugenia... ¿y qué? A nadie le importó.
Nota:
4 / 10
por Víctor Esquirol Molinas