En Cannes, el pedigrí parece pesar mucho más que en cualquier otro sitio. De hecho, las malas lenguas hace tiempo que vienen hablando de lo fácil que es ser programador de su Sección Oficial; de
la prioridad de un pasado que muy a menudo se pone por delante de un presente al que, obviamente, todavía le hace falta ese prestigio apriorístico que tanto gusta en la Croisette. Pero sucede que incluso en LE Festival, hay sitio para las sorpresas. La que ahora nos ocupa, pasó prácticamente inadvertida el día de su presentación oficial. Es más, fueron muy pocos quienes pudieron / quisieron cazarla (y por cierto, fueron muchos, casi todos, los que no se perdieron, aquel mismo día, la decepcionante participación del sagradísimo Bertrand Bonello). Poco importaría, cuatro días después, dicha película se quedaría a las puertas de la gloria, haciéndose con el Gran Premio del Jurado de la 67ª edición del Festival de Cine de Cannes. Ni más ni menos. Hablamos de 'El país de las maravillas', dirigida por la semi-desconocida (hasta ya, y a esto íbamos)
Alice Rohrwacher.
En un lugar inconcreto de Italia, en plena noche, irrumpen tres vehículos todoterreno que llevan a unos cazadores con aparentes ganas de llenar de plomo al primer bicho que se cruce en su camino. Reina el color negro, cuyo manto protector se rompe por los haces de luz furtivos que emanan de las linternas de estos hostiles intrusos. Seguimos a uno de ellos, hasta que nos topamos con los miembros más pequeños de una familia con aparentes problemas de desórdenes varios. Uno de ellos se despierta, y ya estamos dentro. Los invasores ahora somos nosotros... los cazadores del principio, por cierto, ya han desaparecido de la escena sin que nos hayamos dado cuenta.
Primer truco ejecutado a pocos centímetros de nuestros ojos, y sólo hemos podido apreciarlo cuando éste ha estallado en nuestras narices. Como si se tratara de una grabación (a veces de carácter semi-documental) filmada a caballo entre la década de los 70 y los 80, Rohrwacher nos clava en la primera fila del patio de butacas para ver el día a día, tenso y extraño, de una familia de la Italia rural que se dedica principalmente a la apicultura.
La narradora semi-silente que nos ayudará a entenderlo todo un poco mejor, responde al nombre de Gelsomina (espectacular Maria Alexandra Lungu), y por mucho que su padre, iracundo y despótico (y aun así, cariñoso) cabeza de familia, no quiera aceptarlo, se está convirtiendo en una mujer. Contraviniendo a la biología, lo que empieza como un atípico retrato de la atipicidad (fíjense),
deja que la fantasía tome cada vez más posesión de una película que, quedándonos con lo fácil, merece, como muy pocas lo han hecho, el calificativo de ''maravillosa''. Estaba escrito. Las lecturas que entrañan más dificultad vendrían a delatar las auténticas intenciones del clan Rohrwacher, esto es,
destilar la mismísima magia del séptimo arte. Ni más ni menos. Y va y lo consigue. Entre Fellini y Erice; entre los dos pilares fundamentales del realismo -precisamente- mágico, este mundo de maravillas se apoya durante unos breves segundos en algunos de los gestos más identificables del país de origen tanto de la autora como de la historia, para que a continuación se borren las barreras (de repente, los protagonistas parecen dominar tanto el italiano, como el francés, como el alemán) y nos asentemos así en un reino que en algún momento de nuestras vidas quizás llegamos a intuir por nuestra cuenta... pero que en pocas ocasiones se nos había presentado tan bien.
El paso de la infancia a la edad adulta visto (y explicado) a través los ojos libres de prejuicios de una persona que parece estar pasando realmente por este proceso. ¿Efectos colaterales? La creación de
un universo precioso, misterioso, personalísimo e igualmente rico, con un pie en el frío suelo y el otro en las nubes. Y en el momento más inesperado, un camello espera en el jardín, la cultura etrusca resurge de sus cenizas, Monica Bellucci pide paso como hada madrina y una chiquilla de mirada triste pero despierta (y quien resulta ser la indiscutible reina de la colmena), se tapa los ojos para a los pocos segundos regurgitar una abeja.
El cine, por su parte, nos recuerda que cuando lo manejan las manos adecuadas, está a un solo barrido de cámara para fusionar la realidad con los sueños. Y no es una ilusión, es una de las más palpables constataciones de que en los pequeños detalles; en el propio lenguaje empleado, se encuentra la respuesta a la pregunta más dulce:
¿Por qué razón podemos salir enamorados de una sala de cine?
Nota:
8 / 10
por Víctor Esquirol Molinas
@VctorEsquirol