Como en casa en ningún sitio. Nada puede compararse a la reconfortante seguridad y calidez que ofrece el hogar. El mundo está lleno de peligros, de obstáculos, de armas afiladísimas esperando a clavarse en lo más hondo de nuestro corazón. Más allá del umbral de la puerta, hay un mundo tan grande; hay tantos elementos potencialmente dañinos, que cualquier tentativa de control sobre la fatalidad que presuntamente nos acecha no hace más que añadir más estrés si cabe a una existencia ya de por sí estresante, y por ello, patética. Ante todo esto, ¿qué puede compararse a la comodidad de nuestro salón, donde la ubicación y la elección de cada mueble responden sólo a nuestra voluntad? ¿Qué puede haber mejor que comer hasta reventar a base de nuestros ingredientes favoritos, cocinados como solamente nosotros sabemos, y echando mano de aquellos utensilios que tan bien conocemos? ¿Hay algo mejor, tras una intensa jornada laboral, que desplomarse sobre la cama que preparamos meticulosamente a primera hora de la mañana?
Si lo hay, existen unas criaturas que no quieren ni saberlo. Afincados en un pequeño, discreto y afortunadamente desconocido paraíso terrenal, los hobbits viven pacíficamente y muy alegremente, disfrutando, entre fiestas, comilonas varias y algunas pocas horas de trabajo, del día a día. Nadie sabe apreciar mejor que ellos el dulce sabor de la rutina; de la impagable certeza de que el mañana será tan plácido como el ahora. Todas las demás riquezas y placeres del mundo ya pueden quedárselos los elfos, los enanos y los hombres. Peter Jackson, en el sentido artístico, y por mucho que nos pueda engañar su aspecto, no pertenece al último grupo. Por lo menos muestra muchos más atributos asociables a los mencionados seres fantásticos. Su faceta de mediano, irónicamente es la que a priori sobresale más, porque nadie mejor que él parece saber aquello de ''como en casa en ningún sitio''.
Así lo atestigua su currículum, que fue definitivamente detectado -y de qué manera- por los radares cinéfilos de todo el mundo con la trilogía de 'El Señor de los anillos', en lo que sin lugar dudas fue un acto de justicia divina para una de las obras magnas en lo que llevamos de siglo XXI (debidamente recompensada tanto económica como académicamente), pero que al mismo tiempo dejó en evidencia el terrible menosprecio al que se había sometido a los primeros trabajos de un cineasta que ya había mostrado muy buenas maneras tanto en la irreverencia del mockumentary y el splatter como en la delicadeza del drama con aires de fantastique. A través de las últimas entradas en la hoja de servicios, puede detectarse a simple vista un evidente, revelador y a la postre comprensible viaje de ida y vuelta por parte del autor. El éxito cosechado en la Tierra Media no se repitió, ni mucho menos, en los posteriores proyectos de Mr. Jackson, evidenciándose así la proporcionalidad directa entre el peso -en sentido literal- de dicho director y el interés que le prestaba el gran público.
Todo parecía dispuesto pues para el glorioso -más bien vitalmente necesario- regreso del director al universo que lo convirtió en astro del séptimo arte. Pero antes: litigios por derechos de autor, manifestaciones con reivindicaciones laborales, incendios y deserciones. Lo que fue un espeluznante (sobre todo para los inversores) cúmulo de maldiciones que confirmaron que Guillermo del Toro se ha abonado a los proyectos efectivamente malditos, también supo mantener la temperatura ideal en la incubadora para que al menos la criatura se las ingeniara para captar la atención del mundillo durante su larguísimo y traumático proceso de gestación. Por si no se había echado suficiente madera, aparecieron los famosos 48 frames por segundo (que por cierto, entre los pocos que los disfruten, de momento no se encuentran los miembros de la prensa especializada de este país, queda dicho), y el fuego ardió con más virulencia.
Sí, nuestro querido hobbit había regresado por fin a la Comarca; a su hábitat natural; allí donde su cuerpo le decía que nunca debería haber dejado atrás. No obstante, la vuelta a casa no estaba siendo como se había planeado en un principio. El dulce hogar estaba patas arriba; irreconocible. Era como si una panda de enanos hambrientos de buena gastronomía y sedientos de sangre de reptil hubiera anidado allí durante la ausencia del propietario... o también era como si alguien hubiera desmontado la choza y hubiese decidido empezar a construirla por el tejado. A todos los pedruscos en el camino enumerados antes cabe añadir el más grande de todos: el gigantesco handicap que supone el ir totalmente en contra de la lógica de J. R. R. Tolkien en lo referente a la construcción de su macro-retablo épico.
Lo que en la literatura empezó como algo muy cercano a un divertimento dirigido a un público infantil / juvenil (AKA 'El hobbit') mutó definitivamente, y casi veinte años después, en el tono más oscuro y sí, adulto de la faraónica trilogía que aseguraría la inmortalidad de su autor (AKA 'El Señor de los anillos'). Dicha evolución, lógica teniendo en cuenta el proceso de maduración del escritor, sumado a un contexto histórico que también puso de su parte, se rompió en la gran pantalla desde el momento en que la industria fílmica decidió apostar -y no sin razón- directamente por el menú más suculento. Por supuesto, nada que reprochar (mucho menos viendo los excelentes resultados)... a no ser que posteriormente se decidiera hincarle el diente al ''segundo plato'' en discordia. Fue entonces cuando los nubarrones más negros volvieron a brotar de las tierras de Mordor... o de Erebor, lo mismo da. Habemus problema... y por mucho que el título del filme indique lo contrario, éste era del todo esperable.
Más aún cuando las lógicas del marketing (precuelas, secuelas... a efectos prácticos, lo mismo son) dictan que las ''segundas partes'' deben venderse con el más-difícil-todavía; con una escalada más típica de un espectáculo circense, y que prometa al espectador llevarlo más allá de la marca registrada por la anterior experiencia. En este sentido, y antes de que empiecen a erigirse estatuas de mármol, es imperativo dejar claro que 'El Hobbit' no ha venido a satisfacer esta necesidad. No puede, ni quiere. Juega en una liga totalmente diferente a la de 'El Señor de los anillos'. Hay quien diría, sin pensárselo dos veces, que lo hace en una categoría inferior, al poder considerarse esta pieza como -y que nadie se ofenda- una ''obra menor'' dentro del entramado que compone el vasto universo ideado por Tolkien. Mejor o peor, lo que es innegable es que ahora estamos ante un producto que originariamente tenía muchas menos pretensiones en comparación con sus archi-famosos hermanos trillizos. De hecho, no es casual que Jackson nos hablara por primera vez, hará ya once años, de 'El Hobbit' en una escena en la que un anciano Bilbo narraba sus aventuras ante una audiencia exclusivamente compuesta por niños (entre los cuales se encontraban los hijos del propio director, por cierto).
Si algo demostró Peter Jackson antes de atragantarse a base de Oscars fue un conocimiento científico y un enamoramiento empedernido hacia el material de base. Así pues, no cabe preguntarse si es consciente o no del problema (de encontrarse en un punto de no-retorno, nunca mejor dicho) con el que tiene que lidiar. Lo es, y es precisamente este nivel de consciencia el que se descubre como la piedra angular para comprender todo lo que implica 'El hobbit: Un viaje inesperado'. En efecto, ha cambiado el título (usado a modo de particular homenaje al capítulo de apertura del libro)... y también lo ha hecho la estructura. Tiempo para preguntarse: ¿cómo puede ser que salgan tres películas de un tomo más corto que cualquiera de los que componía la trilogía del Anillo Único? ¿Magia? No, alquimia... algo chapucera.
Al menos controvertida, y por ello ilustrativa, en el plano conceptual, de lo que ha venido siendo, en un sentido estético, la idílica sociedad Tolkien-Jackson. La sobresaliente apuesta barroca por parte del neozelandés derivaba no solamente en la saturación pictórica a base de innumerables detalles, sino en un excelso y continuo juego de luces y sombras que ahora, funcionando de nuevo a las mil maravillas, sirve para hablar, como se ha dicho, sobre el muy discutido esqueleto del programa, en forma de tríptico. Por supuesto, para que éste se materialice más allá de la locura inicial, no es que se haya acortado la duración de cada entrega (hace mucho tiempo que este cineasta renunció a contarnos sus historias en menos de dos horas), sino que se ha optado por inflar cada una de ellas con más material literario ''desaprovechado'' (siendo 'El Silmarillion' y los 'Cuentos inconclusos' las principales fuentes de inspiración en estos menesteres). Rememorando el también cuestionado tramo final de 'El retorno del rey', ¿podemos hablar del esplendor de la devoción del romántico que no quiere abandonar la tierra de sus sueños sin antes haber cubierto todo el terreno posible?, ¿o por el contrario se trata de la enésima muestra de las tinieblas típicas de una maquinaria obsesionada por estrujar a más no poder a la gallina de los huevos de oro?
La respuesta queda en la penumbra de la duda. Mientras, siguen los claroscuros. Tras una genial pirueta narrativa inicial, tan redonda como el círculo de humo en el que se apoya, Jackson se pone a mezclar ingredientes, rescatando del olvido fílmico tramas y personajes ''ajenos'', desatando así un diálogo entre obras que, aparte de ser necesario para que salgan las cuentas, en ocasiones da mayor consistencia al conjunto, y en otras hace que la mezcla luzca un sabor no inesperado, sino incorrecto. Dicho de otra manera, cuando el hobbit es fiel a su naturaleza (hablamos de dinamismo, hablamos de jocosidad, hablamos de un mago contando enanos del mismo modo que un profesor enumeraría a sus alumnos antes y después de cada excursión) y desprende el mismo aroma del cine de maestros en la materia como Jim Henson, la travesía va sobre ruedas, pero cuando éste intenta ponerse al nivel de otros seres que lo superan en altura, el experimento se antoja casi siempre como cargante, incluso ridículo.
A su manera, cuando Peter Jackson se vende -que lo hace- a una industria que seguramente se encargó de recordarle que su crédito se estaba agotando, parece el más débil y corruptible de los hombres. Aquel que, lejos de querer redefinir -de nuevo- la épica fantástica cinematográfica, se acoge en el peor de los casos a la vacuidad del mainstream más cobarde, y en el mejor a un ejercicio de auto-nostalgia (marcado por su propio manual) demasiado prematuro. En cambio, cuando el comandante del barco se destapa y rompe sus ataduras, se nos muestra como el más elegante de los elfos a la hora de hacernos volver a soñar con las imágenes más bellas e increíbles (que precisarán de más de un visionado para apreciar todo su esplendor) y como el más curtido de los montaraces cuando le toca ejercer, una vez más, de cicerone a través de un mundo que conoce como la palma de la mano. Es entonces cuando, obviamente, se lo pasa -y nos lo pasamos- como un enano. Lo mínimo que cabía esperar de una obra que en un principio, ''sólo'' pretendía ser un torrente de aventuras, tan contundente como despreocupado, y empujado por la noble e incorruptible voluntad de salir para empaparse del exterior.
Y así, Maese Jackson, el hobbit que descubrió que no hay hogar sin viaje, emprende su nueva odisea (de momento inconclusa; sin vuelta a corto plazo), para bien o para mal, cumpliendo con las expectativas marcadas por los antecedentes. 'El hobbit: Un viaje inesperado' está lejos de 'El Señor de los anillos', como debe ser. Peter ya no es el mismo, ni en la ejecución (más subordinada a las modas tecnológicas) ni en la previa toma de decisiones. Pero sigue siendo la Tierra Media, y ésta sigue estando en buenas manos. Lo demuestra un Martin Freeman sencillamente encantador, y la imponente partitura de Howard Shore, y el buen funcionamiento de las trepidantes set piece, y el apabullante acierto, con precisión quirúrgica, en determinados momentos, como el crucial capítulo de los ''acertijos en la oscuridad''… Por fin podemos volver a decirlo: el chute anual de tolkienismo está servido. Eso sí, ahora hay que pagar peaje. ¿Y qué?
Nota:
7 / 10
Por Víctor Esquirol Molinas