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'Diplomacia': Habla París

Vía El Séptimo Arte por 14 de noviembre de 2014

Dicen que más allá del mar, debajo del cielo claro, existe una ciudad encantada. Toda mi esperanza se va ahí, cada noche, bajo sus árboles negros. Mi corazón está partido, entre mi país y París... lástima que la ciudad de los mil amores esté a punto de desaparecer por siempre jamás. Nos remontamos a una de las épocas más oscuras no sólo de la historia de la capital francesa, sino también de toda la humanidad. La fecha exacta oscila entre el 24 y el 25 de agosto de 1944. Empieza a verse, por fin, el fin al horror de la Segunda Guerra Mundial, pero para alcanzarlo, todavía es necesario salvar unos cuantos escollos. Uno de ellos, quizás el más importante, se materializa en cada acera, ladrillo, farola, monumento y museo de París. Con el ejército nazi invasor pensando más en la retirada que no en una victoria que, a cada segundo que pasa, se aleja a zancadas más y más agigantadas, está por ver si los altos mandos alemanes van a cumplir con la última orden que se les ha encomendado antes de que abandonen sus puestos.

Ésta proviene directamente que de Adolf Hitler, y consiste en la destrucción total de la urbe que tiempo atrás se les encomendó proteger, la que fuera también una de las conquistas militares más preciadas del Tercer Reich. Sin concesiones ni planes B que valgan. Los equipos de ingenieros se pusieron manos a la obra varios días atrás, convirtiendo cada puente que cruza el Sena en puro material explosivo. La intención es que, llegado el momento, y con sólo un insignificante impulso eléctrico, todas las cargas detonen al mismo tiempo, llevado así a las estructuras a un colapso que hará que el río se suma en el mismo proceso. En cuestión de minutos, lo que antes fue la gloriosa París se convertirá en una ruina irrecuperable. Todo dispuesto pues para la decisión más crítica. Las tropas Aliadas están a la vuelta de la esquina y no hay ni una centésima que perder. Los generales ya no saben dónde mirar. El aire se ha vuelto completamente irrespirable; se ha solidificado. Toda la atención puesta en el hombre que tendrá la ultimísima palabra... Hasta que éste, que responde al nombre de Dietrich von Choltitz, se harta.

Se sienta, y sin pensarlo dos veces... canta. Con la voz de la mismísima Josephine Baker. El gobernador sufre, efectivamente, de mal de amores. ''Dicen que más allá del mar, debajo del cielo claro, existe una ciudad encantada. Toda mi esperanza se va ahí, cada noche, bajo sus árboles negros. Mi corazón está partido, entre mi país y París.'' Al otro lado de la línea telefónica el Führer pregunta insistentemente: ''¿Arde París? ¿¡Arde París!?'' Pero nadie contesta. Ya es demasiado tarde. Así resolvió Alain Resnais (junto a al dúo ''Jacri''), en 'On connaît la chanson', el que a día de hoy sigue siendo un enigma histórico indescifrable. La solución vino en aquella ocasión acompañada de un aire naif ideal para presentar todo lo que vendría a continuación... y quizás también para de algún modo insinuar que hay preguntas que jamás hallarán una respuesta 100% acorde con los hechos reales. ¿Qué fue lo que frenó a von Choltitz? ¿Qué pasó por su cabeza? ¿Qué o quién le hizo entrar en razón?

Misterio sobre el que el clásico bélico de René Clément '¿Arde París?' pasó mucho más de puntillas, pues no olvidemos que su guión (firmado por Gore Vidal y Francis Ford Coppola) tenía muchos más frentes que cubrir (ligeramente en la línea de Gillo Pontecorvo en la imprescindible 'La batalla de Argel'), y que debía prestar más atención a aquellos que mejor plasmaran la gloria de la victoria de la guerra. En las antípodas encontramos a Volker Schlöndorff, quien con 'Diplomacia' centra su acción, que prácticamente es única, en casi un solo escenario, y en un tiempo que, si bien su transcurrir ha sido deliberadamente comprimido, podría considerarse como real. En otras palabras, tenemos las tres unidades del teatro clásico (no olvidar que venimos directamente de la obra de Cyril Gely) para un ejercicio de artes escénicas cruzadas presentado a modo de batalla dialéctica, que ofrecerá a París una última oportunidad de hablar, antes de arder.

La primera tarea de Schlöndorff es obvia: impregnar el material original con la cantidad necesaria de cine para que el salto a la gran pantalla no se antoje excesivamente acartonado. Sin excesivo brillo pero con una corrección que roza lo impecable, el director aporta las gotas necesarias (más bien las justas) para que sus dos principales activos (un André Dussollier y sobre todo un Niels Arestrup que rinden a gran nivel) se muevan con la libertad suficiente para que el plano no agobie, y para poder así desarrollar la infinidad de temas puestos sobre la mesa. La batalla empieza. En un rincón del cuadrilátero (ubicado en una lujosa suite del mítico Hotel Meurice), el hombre del dedo sobre el botón, el mencionado Dietrich von Choltitz, sobre cuyas espaldas (y conciencia) recae la ejecución (o cancelación) del acto más atroz; en el otro lado, la conciencia de marras, el cónsul sueco Raoul Nordling, cuya mediación diplomática puede ser crucial. Los argumentos usados sólo podrán defenderse a través del diálogo, y el premio será París... y mucho más.

Y a partir de aquí, un incesante encadenado de trampas mortales, tales como el cumplimiento del deber (moral o, peor, militar), las raíces, los entresijos de la aparentemente recta línea de mando, la propiedad, los lazos de sangre, la pertenencia de lo más sagrado (y perdón por la blasfemia) o, cómo no, la religión cristiana. Un campo de minas que sólo podrá ser sorteado con la combinación acertada de palabras y emociones. Si bien a Schlöndorff le tiembla el pulso cada vez que se empeña en abandonar las cuatro paredes del escenario principal, lo cierto es que recupera toda la solidez siempre que vuelve a ellas. Al fin y al cabo, es ahí donde al filme se le debía exigir, básicamente porque es ahí donde se jugó la gran partida. ¿Y qué si por el camino los autores se han concedido unas cuantas licencias artísticas? Lo importante es que recreación y ficción (tanto fílmicas como históricas) van de la mano, y a compás antibelicista. Cuando suena la campana, se ha conseguido llegar, con intensidad y sin excesivas trampas, a una moraleja que brilla por su innegable virtud. Porque hay combates que merecen ser luchados con todas nuestras fuerzas... sin mediación de arma alguna. Y con la voz (ya sea ésta de Josephine Baker, de Orson Welles, de André Dussollier o de Niels Arestrup) imponiéndose por encima del estallido de cualquier bomba. Santa Razón.

Nota: 6 / 10

por Víctor Esquirol Molinas

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