Antes de de que aquel Mercedes S-280 se estampara, la noche del 31 de agosto de 1997, en el túnel del Alma, y mucho antes de que cierta entidad bancaria empezara a cagarse en aquel casi-intraducible concepto catalán llamado ''seny'', Quim Monzó se vio obligado a defender, en un programa de televisión, a la injustamente masacrada monarquía. Afirmaba el escritor que, contrariamente a lo que pensaban los detractores, los miembros de las casas Reales esparcidas por todo el planeta compartían la abrumadora carga de un trabajo que no se acaba nunca.
Hípica, esquí, obras de beneficencia, inauguraciones... y por si todo esto no fuera suficiente, ¡también tenían que hacer discursos en navidad! Una vez la audiencia hubo tomado conciencia del infierno que sufrían, día sí día también, los de sangre azul, pasó a definir lo que realmente implicaba ser rey, reina, príncipe, princesa o infanta en aquellos tiempos tan poco agradecidos.
Para ello tomó el caso más o menos real de la inauguración de un hospital cardiológico en Ottawa, presidida ni más ni menos que por Lady Di. Preocupados por la escasez de enfermos y por el ridículo que podría hacer la aristócrata al entrar en una clínica prácticamente vacía, los promotores del evento, que también debían demostrar lo necesario que era el centro en cuestión, decidieron, para la ocasión, contratar a figurantes, vestirlos con pijamas y pedirles que pusieran cara de haber sufrido un infarto. Cuando llegó el momento de la verdad, la princesa de Gales pasó cama por cama y saludó a cada uno de los actores. Ella, por supuesto, era consciente del engaño;
sabía que aquella gente fingía una enfermedad por la cual ella fingía interés. El esperpento nos dejó, pues, con dos personas interpretando un papel. Uno haciendo el de enfermo ante una princesa protocolariamente interesada por su salud; la otra jugando el rol de princesa interesada por la salud de un falso enfermo. En opinión de Monzó, esto; exactamente esto y nada más, era la realeza.
Suponiendo (y así es) que nada haya cambiado en este aspecto y que por lo tanto sigue produciéndose el mismo baile de máscaras, éste sería un momento tan bueno como cualquier otro para preguntarnos por qué coño seguimos mostrando tanto interés por una institución tan obsoleta como la Corona... y para descubrir que la respuesta es tan obvia como todoterreno. Porque
nos gusta (nos encanta) dejarnos deslumbrar por la fama. Adoramos
sentirnos partícipes de los mundos que están fuera de nuestro alcance. Del mismo modo, los que están arriba se divierten haciendo ver que, en el fondo, ansían ser como los de abajo. Y así va perpetuándose el juego; hasta el infinito y más allá. La industria del cine se rige prácticamente por el mismo quid pro quo, y todo lo que concierne a los biopics, también...
Sólo que 'Diana'
no es un biopic, sino más bien un culebrón o, si se prefiere, un mal artículo de la prensa rosa. No por su decisión de centrarse, casi exclusivamente, en una de las más misteriosas y controvertidas relaciones amorosas de Lady Di, sino por la
falta de dignidad (e inteligencia) a la hora de ponerse manos a la obra. Es, al fin y al cabo, la peor cara de las motivaciones (tanto por parte de los creadores como de los receptores) que envuelven cada película con tintes biográficos. El morbo, que siempre vende, como único incentivo para hacer e ir a ver un filme demasiado alejado de cualquier valor, ya sea éste moral o cinematográfico. Oliver Hirschbiegel sigue empeñado en deslucir sus logros del pasado, y en casi dos horas de metraje, no consigue hacer honor a su profesión más que en un par de planos mal contados. El pobre balance artístico que, por suerte, ligeramente maquillado gracias al
buen trabajo interpretativo de Naomi Watts (quien al mismo tiempo se apoya en un trabajo técnico de caracterización más que correcto) y de un rollizo
Naveen Andrews con excesiva predilección por la comida rápida.
Y ya. Naomi y Naveen; Naveen y Naomi. O mejor dicho, Diana y Hasnat; Hasnat y Diana. Dos fuera de serie. Y ya que estamos,
''Diana, y Hasnat, son ahora los enamorados; Hasnat, y Diana, que se hablan con el corazón...'' Pónganle la música de aquella híper-empalagosa canción del anime y se harán una ligera idea de por dónde van los tiros. Cualquier indicio que insinúe lo contrario es una mera distracción, quién sabe si un accidente. Y dicho sea de paso,
quién sabe si los geniales apuntes cómicos de la cinta son también son fruto de la socarrona autoconciencia o del más estúpido de los tropiezos. Las pruebas apuntan a lo segundo, más aún cuando, por ejemplo, el clímax dramático nos presenta a la mártir de la función llorando y corriendo agarrada a un sinfín de bolsas de Prada y Chanel. No es que la falta de empatía no llegue por la naturaleza del personaje (esto lo desmintió recientemente Woody Allen en la genial 'Blue Jasmine'); no lo hace por los muros -artificiales- construidos alrededor suyo. El acercamiento a la gran damnificada se lleva a cabo con tanta cursilería, obviedad y castidad, que
la defensa casi se convierte en acusación. No por la mala baba de, pongamos, Quim Monzó, sino por la -crispante- idiotez de, pongamos también, Valeria Bruni Tedeschi. Todo está exagerado y subrayado; caricaturizado.
Todo está exagerado y subrayado; caricaturizado. Todo se hace marciano y, por supuesto, huele al fingimiento y a la falsedad tanto del enfermo de Canadá como de la Princesa de Gales.
Nota:
3,5 / 10
por Víctor Esquirol Molinas