Tengo la sensación de que este año el Festival de Sitges ha terminado antes de empezar. Como si en realidad no hubiera existido, en un año que de hecho muchos hubieran deseado que no hubiera existido... y sin embargo, por eso mismo, será un año que nunca olvidaremos y del que hablaremos durante... años. Tal vez el más importante de la generación de la sopa boba, quien sabe.

Impresiones. De eso va por lo general todo, de la impresión personal de cada uno por encima, incluso, de los datos. O del algoritmo. O de la realidad. Y mi impresión es la de alguien que por primera vez en diez años -creo que son- no ha acudido a una cita que hasta este año parecía ineludible. Una oferta irrechazable. La primera vez que no piso Sitges desde la primera vez que lo pise.

Lo peor para mí en realidad no es no haber ido, sino que a la hora de la verdad, me ha dado igual no ir. Tampoco fui a Málaga, tampoco fui a San Sebastián. Otras dos de mis rutinas anuales que a decir verdad, tampoco he echado mucho en falta. Como a buen seguro casi nadie habrá echado en falta mi presencia, irrelevante, insignificante e imperceptible para el grueso de la humanidad.

Ni que me hubiera quedado en casa mirando a la pared con los brazos cruzados durante diez días.

En fin, ha sido un año difícil. Para todos. También para la organización de Sitges, por descontado, que apostó por lo que no apostaron las de Málaga o San Sebastián: Una edición que ha combinado la programación de películas tanto de manera presencial como online. Quizá fuera que aquellos no estaban tan necesitados, quizá es que aquellos prefirieron mantener su esencia a buen recaudo.

En cualquier caso, desde la distancia Sitges deja de ser Sitges para no ser más que lo que puede ser Prime Video durante 365 días al año. Aquello que aporta el valor diferencial no se encuentra en una plataforma de streaming. Y nunca lo hará. Lo siento por los que nunca han pisado Sitges pero este año se han sentido una parte de él. Lo siento, pero no: Tan sólo habéis pagado los costes.

No es lo mismo, como tampoco es lo mismo ver un partido de fútbol en un bar rodeado de los tuyos que verlo solo en casa. La diferencia está en la gente, desde el tío más majo hasta el más porculero y que hacen que sea "interesante" ver películas de mierda -el pilar de la programación-. También, en esas pequeñas y grandes incomodidades que obligan a un esfuerzo o un sacrificio por nuestra parte.

Y es que "quitar" una película a los 15 minutos porque no nos gusta se está convirtiendo en la principal amenaza del Séptimo Arte. Lejos quedan los tiempos en los que aguardabas hasta el final porque rendirse era de cobardes. Tiempos que se rememoran en un lugar como Sitges donde el sufrimiento puede verse compensando, con creces, o no, con un chascarrillo fortuito o un clímax terrible.

Dónde el cine cobra vida a través de la vida misma, y sobre todo, de la creencia ciega y a menudo kamikaze de que durante 10 días nada realmente importa salvo el cine. Diez días durante los que el mundo se detiene, y concede una tregua a la espera de nuestro regreso, sin que los inoportunos ruidos de algún vecino o la posibilidad de darle a la pausa para ir a mear rompan el encanto.

Para el recuerdo de una edición que puede que nunca haya existido salvo por el resguardo de la cuenta corriente, tan sólo 'The Old Man Movie', 'Psycho Goreman' y 'Mandibulas', quizá no por casualidad, las tres únicas películas cuyo visionado he podido comentar en tiempo real con otra persona. Lo de menos (o tal vez no) es que puedan ser tan jodidamente peculiares... como son.

Puede que hasta tengan la misma gracia vistas cualquier otro día del año a través de no sé, Prime Video.