Buscador

Twitter Facebook RSS

Los embajadores y estar en crisis

Vía Festival de San Sebastián por 23 de septiembre de 2012
"La historia comienza siendo una farsa y termina siendo un drama." ¿O quizás era al revés? El caso es que la cita va a misa, ya que salió de la mismísima boca de Karl Marx... ¿o tal vez fue Groucho Marx? A saber. Lo que sí es seguro es que la historia tiene un carácter trágicamente cíclico. Se repite. El que el hombre se empeñe en tropezar dos (y tres, y cuatro, y cinco...) veces con la misma piedra a buen seguro tendrá algo que ver. La primera película presentada hoy en la Sección Oficial (fuera de competición) ha dado buena cuenta de ello, y a poco que se analice con un mínimo -microscópico- de perspectiva histórica, de buen seguro pondrá los pelos de punta. Para ello no hay más que conectar con cualquier noticiario, o abrir cualquier periódico reciente en las páginas de Internacional.

¿Cuál está siendo la noticia estrella? Correcto, la escalada de tensión en las embajadas de Estados Unidos (también de Francia, y de Alemania... y del mundo occidental en general) a causa principalmente de una más que controvertida visión del profeta Mahoma mostrada primero en una película norteamericana (cuyo responsable ya tiene tasada su cabeza en 100.000 dólares, por cierto) y después en las viñetas -sí, otra vez- de una publicación humorística gala. Balance hasta el momento: decenas de muertos y aún más heridos. Cómo está el patio... Y cómo lo estaba también en el Irán de 1979. En aquel entonces, el derrocado Sha había sido acogido por el mismo país (Estados Unidos, of course) que le ayudó tiempo atrás a derrocar al régimen democrático que tan poca gracia le hacía. Ni falta hace decir que los iraníes, espoleados por el Ayatolá Jomeini, no encajaron demasiado bien el gesto, y claro, la tomaron con el suelo americano.

Cambian los nombres, pero la situación es prácticamente calcada. Asusta, lo sé. Así, y tras una lección express en forma de storyboard sobre la historia del país persa, arranca el nuevo trabajo de alguien raramente sufrible delante de las cámaras... pero de una fiabilidad absoluta detrás de ellas. Ben Affleck ha sido el encargado de traer hoy el glamour a la desembocadura del Urumea, en motivo de la presentación de 'Argo', su tercera película como director. Tras haber sorprendido a propios y extraños con sus sólidos e híper-efectivos thrillers criminales 'Adiós pequeña, adiós' y 'The Town (Ciudad de ladrones)', el de Berkeley sigue probando suerte con el mismo género, dándole a su criatura, en esta ocasión un tono político y despiadadamente satírico.

Ahora los protagonistas no son personajes de permanente presencia en los bajos fondos; ahora son diplomáticos, políticos... y peces gordos del cine. Juntos deben cumplir una misión imposible: sacar del territorio más hostil a un reducido grupo de la embajada de los Estados Unidos. Para ello, nada mejor que la gran farsa del cine -sí, es una redundancia-; una película que da título a la que estamos viendo; una superproducción de ciencia-ficción inventada única y exclusivamente para hacer pasar a los pobres diplomáticos como inofensivos miembros del equipo técnico del rodaje. Para entendernos, para hacerlos pasar por gente de nulo interés para ese nuevo régimen sediento de sangre. La carambola es muy complicada, y para que ésta pueda completarse, deben moverse un sinfín de hilos desde un sinfín de localidades.

O lo que es lo mismo, hay dos frentes abiertos: Las soleadas colinas de Los Angeles y el asfalto nevado de Teherán. Cogiendo como referencia por una parte la genial 'El juego de Hollywood', de Robert Altman y por otra los mejores filmes del género de la década de los 70 (y usando aquel magnífico perro verde 'La cortina de humo', de Barry Levinson, como puente de unión), Affleck mantiene pegado al espectador a la butaca durante dos horas. A base de carcajadas envenenadas (imprescindible para ello la dupla John Goodman & Alan Arkin) y una tensión tan bien llevada que no desaparece hasta que desfilan por la pantalla los títulos de crédito finales, avanza una trama que nunca pierde en interés. La lástima, como siempre, es la omnipresencia del Ben Affleck-actor, que afortunadamente queda tapada por las virtudes del resto del conjunto. Caso de manual en el que la realidad supera a la ficción (o todo lo contrario: la ficción se apodera de todo), 'Argo' es una ejemplar mezcla de géneros que muy oportunamente aboga por la resolución pacífica de los conflictos, y que como dictaba la justicia, ha sido despedida con un caluroso aplauso... que posteriormente ha sido contestado con la airada contestación de un crítico indignado: "¡Menuda americanada!" Ha sido así, y no al revés.

Al final de dicha proyección, y todavía en la nube de felicidad (la única presente estos días en San Sebastián) producida por la inmejorable jornada de apertura, surge de repente un factor que puede arruinarlo todo. Las sonrisas de la parroquia desaparecen poco a poco a medida que se acerca al Teatro Principal, donde aguarda la segunda película de hoy en la Sección Oficial (esta sí, a competición). El cambio en la moral es comprensible, puesto que el siguiente maestro de ceremonias es Javier Rebollo... y viene bajo el brazo de Luis Miñarro. El pesimismo es mal compañero de viaje, más en estas ocasiones, de modo que debe evitarse, pero con estos factores sobre la mesa, estamos ante el clásico y siempre incómodo momento previo a abrir un melón. Imposible saber cómo va a salir, y pocas cosas dan tan mal rollo como la incertidumbre.

Ésta va en aumento cuando se nos recuerda el título de la cinta en cuestión: 'El muerto y ser feliz'. Mí no entender. Por si fuera poco, la memoria tiene la falta de decencia de recordarnos el último largometraje firmado por Rebollo, el plúmbeo galimatías 'La mujer sin piano'. Ahora sí que la deserción parece la opción más sensata. Pero las luces se apagan, y fugarse implicaría hacer levantar a demasiada gente. Algo por lo que este introvertido empedernido no está dispuesto a pasar. De modo que, a tragar... y a sorprenderse con la nueva marcianada de este marciano autor madrileño. Nada más empezar, una narradora omnisciente y con tono naïf nos presenta al héroe de la historia: Santos, un asesino a sueldo retirado por haberse convertido en una fábrica de tumores terminales. Las malas sensaciones de antes de la sesión dan un giro de ciento ochenta grados cuando este personaje con gabardina y pijama descubre su cara. Entonces un suspiro de alivio generalizado se deja oír. Estamos en buenas manos.

De ojitos woodyallenescos y posado cómico cercano al de Bill Murray, el gran José Sacristán toma los controles de la nave, y nos lleva hasta el infinito y más allá. A sabiendas que tiene las horas contadas, recupera su antiguo y elegante coche, se hace con provisiones suficientes de morfina para apaciguar el dolor que le tortura constantemente, y se embarca en un viaje de no retorno y hacia ninguna parte, a través de la inmensidad de Argentina. La presencia, el magnetismo y el savoir faire lo pone la vedette... el resto un director y guionista que, ahora sí, ha sabido conectar con el público. Lo ha hecho, cómo no, a su manera, que es muy suya. Pasado por la traductora: 'El muerto y ser feliz' es una atípica aventura de ritmo irregular, cuyas principales armas, a pesar de correr el riesgo de ser incomprendidas, no obstante funcionan de forma correcta. El absurdo y el sinsentido se imponen en una deriva con toques de las historias mínimas Carlos Sorin, el rabioso estilo del primer Godard, y pinceladas del Gonzo del Dr. Hunter S. Thompson. Por mucho que el cóctel parezca intragable, lo cierto es que gracias a la batuta de Sacristán y a la creatividad moderadamente controlada de Rebollo, la combinación resultante no se harta de regalarnos personajes y situaciones hilarantes, y ciertamente memorables. Esto es, una regañina más que merecida a los que teníamos poca fe... y un argumento de peso para seguir creyendo en nuestros outsiders.

La parada obligatoria de hoy en Zabaltegi Perlas ha estado marcada por una de las películas que más gustaron este año en el Festival de Cine de Venecia. Mejor dicho, una de las pocas películas que gustaron en la Mostra. Se trata de la esperada (más todavía después del faraónico y último trabajo hasta la fecha de su director) 'Après mai (Después de mayo)', en la que el siempre interesante Olivier Assayas se enfrenta al complicado reto de hacer resucitar el mítico mayo del 68, o para ser más concretos, las secuelas que éste dejo. Siendo ésta una pieza con marcado tono autobiográfico, Assayas construye su discurso a partir de la reconstrucción de sus memorias. Cine de momentos, cine sincero que no se acomoda en la facilona nostalgia, sino que nos muestra las luces y las sombras de una generación y de unos tiempos marcados por la violenta ruptura intergeneracional. Como es habitual en su carrera, el director y guionista pone a prueba a un espectador que si es capaz de seguirle el ritmo y conectar con su onda, tiene asegurada una experiencia cinematográfica excepcional, difícilmente repetible con cualquier otro autor. Los que no pueden, pueden abandonar la sala cuando lo deseen. Amén.

Por último, y huyendo definitivamente de los focos de las Secciones grandes, sería moralmente imperdonable no detenerse en lo que se está convirtiendo en un clásico del Zinemaldia: los maratones japoneses de medianoche. Si el año pasado la temperatura se elevó (y bajó precipitadamente al poco rato) con un indescriptible díptico de erotismo vintage, este año la propuesta subió muchísimos enteros... aunque con ella nos dejamos buena parte de la salud mental imprescindible para llegar en condiciones a la línea de meta. Con unas terroríficas cuatro horas y media de duración -así, de sopetón- se nos presentó la serie 'Shokuzai (Penance)', última creación del peligroso (en el buen sentido de la palabra) Kiyoshi Kurosawa. Dividida en cinco angustiosos pero siempre estimulantes episodios, la historia sigue los pasos de una madre que busca venganza por la muerte de su hija.

Han leído bien. La factoría nipona nos da la enésima dosis de venganza y penitencia. Dejen a los niños en casa. Para proteger una inocencia que parece haber desaparecido en la nación del sol naciente... y para que el público adulto goce del espacio necesario para descubrir esta pequeña joya de la pequeña pantalla pero que (buena corazonada por parte del equipo de Rebordinos) funciona a las mil maravillas en una sala de cine. El hecho de que, llegadas las intempestivas cuatro y media de la madrugada, los tránsfugas pudieran contarse con los dedos de ambas manos, debería hablar por sí mismo. No es para menos, al plantear Kiyoshi Kurosawa con suma inteligencia (y plasmar con maestría) las distintas historias que, como sucede con la aclamada 'Black Mirror' están destinadas a destapar las miserias de la sociedad contemporánea, atacando directamente algunos de los pilares más importantes -o reconocibles- que la sustentan. El sentido del deber, la culpa, la autoridad, la desigualdad... todo ello bañado con un toque perturbado y perturbador marca de la casa. Resultado: no queda japonés con cabeza... y así el público aguanta hasta la hora que haga falta.

Mañana, más.

por Víctor Esquirol Molinas

Click aquí para más información
< Anterior
Siguiente >