A medias... porque así es como nos quedamos con 'El reino', 'Un asunto de familia' y 'Tres caras'. Relativamente a medias, que todo es relativo salvo lo que no lo es, y sin despreciar lo que en cualquier caso son tres obras apreciables (en su justa medida) como por otro lado, sugieren el nombre de sus respectivos realizadores.

Y a las tres les ocurre en cierto sentido lo mismo: Que cuando se ponen verdaderamente interesantes es justo cuando van, y se terminan, dejándonos con un sabor de boca agridulce. De nuevo, relativamente hablando... Y de nuevo, sin despreciar lo que en cualquier caso son tres obras técnica (y objetivamente) impolutas.

Rodrigo Sorogoyen reincide en las maneras, logros y pecados de 'Que Dios nos perdone', en dónde lo de menos acaba siendo un fondo que al final, permanece al fondo casi como una (oportunista) anécdota: En aquel entonces fue la visita del Papá a Madrid, en este caso esa mal llamada corrupción política. Una primera parte escrita al son de los (grandes) titulares de los periódicos de los últimos meses deja paso a una segunda que se abandona al thriller puro y duro.

Por partes la película funciona, peor en su conjunto no suman por igual: De la exposición de su primer tramo -con fuerte aroma a déjà vu- queda poco al final, cuando el thriller se adueña de un producto en última estancia, tan comercial como una "made in Hollywood" de manual a pesar de su (solido) envoltorio de autor. Tan resultón como a la vez frustrante, siendo su interesantísimo epílogo la prueba de lo mucho que se ha despilfarrado por el camino (en honor a un eslogan).

Algo parecido sucede con la de Hirokazu Koreeda, mayormente "una de Koreeda" (como cualquier otra, de bien para su público) hasta que el giro que se venía mascando desde el principio se adueña de la historia, cuando apenas quedan 20 minutos para el final, y desemboca en un tercer acto algo apresurado y/o atropellado. Esto no arruina su visionado ni mucho menos, pero si no deja con la sensación de haber visto "a medias" una de Koreeda; esto es, con la sensación de habernos quedado con las ganas de revivir tardes mejores. O más emotivas. O más completas. O más redondas. O más satisfactorias.

Con las ganas también nos quedamos tras ver la de Jafar Panahi, otro cineasta singular fiel a sus principios (ya sea por obligación, necesidad o vocación). Una nueva muestra (menor) de la asombrosa capacidad para el neorrealismo del iraní que, si bien, nunca le pierde la cara a la jugada, no evita tampoco que emerja la sensación a cortometraje alargado. De aún siendo una película sencilla por naturaleza, serlo también de manera forzada y además, de manera profundamente transversal. Casi, casi como si fuera un accidente tras el cual aquí no ha pasado nada. Eso, precisamente.

Continuará...

Por Juan Pairet Iglesias
@Wanchopex