Apertura (de aperturas)
Vía Festival de Cannes
por reporter 14 de mayo de 2015
Alfombra roja tendida, carpas levantadas, focos encendidos, equipos de sonido poniendo a prueba los sismógrafos de la otra punta del mundo. Los miembros de seguridad exhibiendo, un año más, su legendaria cordialidad marsellesa. Los periódicos haciéndose eco, hará ya unos días, del casi tradicional atraco a una joyería cualquiera de la Croisette. Thierry Frémaux, un poco antes, prohibiendo terminantemente las selfies durante el trascurso de las galas. Es más o menos la canción de siempre. Tan vanidosa, intrascendente y, a la vez, maravillosa, como siempre. Varía algún verso, quizás, para mantener, seguro, el esqueleto de una estructura que no cambia. Y como casi con cualquier otra gran celebración, el disparo de salida es en realidad la culminación de unos preparativos que se han llevado a cabo de forma minuciosa. Prestando atención a todos los detalles, para que nada pueda fallar. Para que todo reluzca. Como el oro, exacto, que tan fácilmente se liga a la marca Cannes. Estamos, por supuesto, en el certamen de certámenes; en LE Festival. En la primera jornada de su 68ª edición, que se dice pronto, y suena de fondo, como era de esperar, la canción de siempre.
Primeros compases dedicados a ese -puñetero- enigma que, 68 años después, sigue sin resolverse del todo. Hablamos, obviamente, de la Apertura (con mayúscula, sí), esa institución (por así llamarla) extraña, cuya naturaleza, como se ha dicho, está todavía por determinar. Grosso modo, ¿es un honor o una responsabilidad? En la misma línea: ¿es una bendición o una maldición? Por empirismo, no puede hallarse solución alguna: los antecedentes no hacen más que levantar interrogantes. Si ampliamos la mirada hacia otros festivales, las incógnitas se multiplican. Digamos que cada casa tiene sus propias normas (menudo descubrimiento); digamos que en cada casa, las normas se aplican por voluntad de unos caprichos, circunstancias y exigencias (de calendario) que cambian constantemente (ídem). Resultado, lo mismo puede uno encontrarse, a las primeras de cambio, con la versión más inspirada de Woody Allen o Wes Anderson (por citar dos casos recientes) que con un sucedáneo de folletín en el que Nicole Kidman y Tim Roth nos descubrían, casi sin quererlo, lo vacuo (y casposo) del glamour monárquico. Sea como fuere, pasa el tiempo y Cannes sigue (auto)reivindicándose como la etapa reina de la temporada festivalera. Se espera de ella, pues, una grandeza digna de dicho título...
… solo que esta ''grandeza'' es un concepto muy subjetivo. ¿Cómo, si no, puede entenderse el que la designada para inaugurar esta 68ª edición de EL Festival haya sido una directora tan intrascendente (''pequeña'', si se prefiere) como Emmanuelle Bercot? Veamos: ¿Porque habrá arrastrado con ella a grandes estrellas (como ya hiciera otro personaje tan gris como Olivier Dahan)? ¿Porque la organización podrá aprovechar la ocasión para sacar pecho, por aquello de entrar en otro fútil debate sobre la paridad entre sexos en el seno de la industria (sin darse cuenta, todo sea dicho, de que en realidad se está haciendo el seppuku)? ¿Porque no había nada mejor que poner? ¿Porque toca cumplir con los proveedores habituales? ¿Porque la película de la que hablamos es, al fin y al cabo, tan buena como cabría exigir? De todo un poco... menos de lo último. 'La tête haute' le lleva la contraria a su propio título, y de paso hace que, de momento, nadie pueda salir de la experiencia con la cabeza en alto. El naufragio se intuye desde la mismísima escena de apertura. En ella mandan, por encima de cualquier intento de diálogo, los berridos de una madre, sus bebés y una juez enfrascados en en una cruzada que muy pronto se descubre como la quimera que es: la reconstrucción de una familia completamente devastada.
Al padre, ni lo busquen... a las nociones básicas del montaje cinematográfico, tampoco. Bercot empieza su nueva aventura en un despacho, es decir, en un escenario cerrado, claramente delimitado y, faltaría más, pequeño. Éste está poblado por tantos personajes como los que se pueden contar con los dedos de una sola mano, y sin embargo, parece que tanto el espacio como el tiempo se desdoblen. De repente, y sin previo aviso, ha empezado una competición sangrienta: ¿Quién está más perdido? ¿La cineasta o el espectador? Imposible mojarse por alguna de estas opciones. Por suerte para todos, llega un fundido a negro salvador. La cámara cierra el objetivo, se hace lo mismo con los micros... y han pasado muchos años. Tantos que el mocoso que miraba cuanto le rodeaba con miedo y curiosidad, se ha convertido en un tirano que controla todo cuanto alcanza su vista. Es ahora un aprendiz (?) de delincuente, al volante de un coche convertido en obvia metáfora de la autodestrucción en la que va montado. Suena música trallera de fondo y el ojo de Bercot ahora sí que parece que sabe dónde ponerse. El momento es de una fuerza incuestionable... pero el maldito vehículo sigue dando tumbos, aquí y allá... y sigue sin quedar claro hacia dónde vamos.
Lo que apuntaba a drama social se decanta, a cada escena que pasa, más y más por un coming of age que plasma bien la confusión (y consiguiente violencia) de la adolescencia desamparada (ésa que hemos vivido todos, en mayor o menor medida). La lástima es que nada de esto llega a ser transmitido al espectador. El ''enfant sauvage'' de Emmanuelle Bercot, una especie Cyril Catoul (''el niño de la bicicleta'' de los Dardenne, sí) al que se le ha concedido la oportunidad de crecer, es, tal como apuntan sus bases, una creación hecha a base de piezas ya existentes. El resultado es demasiado deudor-de (y subyugado-a) sus referentes. La mirada que 'Tête en haut' dedica a todos los sucesos que describe es muy deudora de aquella cercanía y realismo impuestos en, por ejemplo, 'La clase' de Laurent Cantet, pero la herencia llega desgastada. Es más una pose estética, y no un recurso para dar consistencia tanto a una narración demasiado lastrada por la aleatoriedad elíptica, como a unos personajes desdibujados, más allá del centro de gravedad impuesto por la -poderosa- brutalidad del rostro de un Rod Paradot que se descubre como la única revelación de un conjunto con demasiado miedo a aventurarse más allá de las fronteras de los lugares comunes.
Se confunde la ira con la pataleta y se alarga en demasía un trayecto con un rumbo desesperantemente errático. Al final del camino, lo que llevaba oliéndose durante la proyección: la más absoluta de las indiferencias (y suerte del entendimiento que hay entre las partes implicadas, tanto delante como detrás de las cámaras, confirmándose que Bercot sabe al menos maquillar sus carencias a base de sacar jugo a su elenco), antesala de esa duda tan incómoda con la que entramos a la sesión, y que desgraciadamente ésta no nos ha quitado. En la Debussy ya desfilan los títulos de créditos de finales; en el patio de butacas, tanto en el primer como el segundo piso, un silencio que invita a la reflexión. Entonces, ¿la Apertura es un honor o una responsabilidad? ¿Es una bendición o una maldición? Es, para entendernos, una Señora Papeleta. Algunos años más que otros. En éste, quizás, los programadores no han sabido / queridos ver nada mejor. En éste, al menos, nos libramos del desastre que todos los indicativos apriorísticos apuntaban. Con estos ánimos nos quedamos...
... y esa rabia reprimida nos tenemos que comer al sufrir, por duplicado, la primera jugarreta de la organización. Sin razón aparente (mucho menos justificada), los dos pases de prensa de la primera película a Competición ('Umimachi Diary', dirigida por ''un tal'' Hirokazu Koreeda), se han proyectado en la -minúscula- Sala Bazin. El resto de la historia (es decir, del desastre) corre mayormente a cargo de la aritmética. Miles de periodistas acreditados intentando asegurarse una de las doscientas butacas ganadoras (trescientas, a mucho estirar). ¿La ley de la jungla? Para nada, esto es Cannes. Ante todo, hay que mantener las formas. Las matemáticas ceden protagonismo al implacable sistema de castas impuesto a los acreditados. Los periodistas / medios importantes, pasan primero. El resto, esperamos. En total, unas cuatro horas. Para nada. Los de seguridad ya ni ocultan su alegría. ''Désolé'', dicen, pero en realidad... no. ¿Y a quién se va a quejar usted? A nadie, correcto. ¿Le parece fatal, no? Ya, pero en serio, ¿qué va a hacer? ¿Quedarse en casa el año que viene en señal de protesta? ... Ya lo pensaba. Gajes de los grandes festivales: ¿incentivos para tratar dignamente a los más pequeños? Más bien pocos.
Y así, con el orgullo herido, hemos entrado (por los pelos) a ver la segunda (para los mortales, primera) candidata a la Palma de Oro. Y peor hemos salido. Quizás para compensar el arranque dubitativo, Cannes ha tardado poco en descubrir algunas de sus cartas teóricamente más potentes. Si antes se nos ha escapado Koreeda, ahora sí que hemos podido hincarle el diente a Matteo Garrone. Empieza el triplete italiano de esta 68ª edición (que completarán más adelante Nanni Moretti y Paolo Sorrentino) con 'The Tale of Tales', libre adaptación de ''El pentamerón'' de Giambattista Basile, y más que probable plataforma desde la cual el director romano podría tomar el impulso suficiente para convertirse en el rey que tanto tiempo lleva insinuando... si no fuera porque en lo que se queda, finalmente, es en poco más que un plebeyo. Como el beso a la rana, pero a la inversa. La película se antoja como una maravillosa fantasía, envilecida en su transición hacia séptimo arte. Será tal vez por las barreras lingüísticas (Garrone es en este Concurso, el primero de otros muchos directores que se estrena en eso de trabajar con actores angloparlantes) o por el hecho de verse alejado de sus registros habituales, pero salta a la vista que quien está moviendo los hilos, se hace un lío con ellos.
Empeñado en estirar (hasta casi fracturar) cada situación propuesta, el cineasta italiano se muestra incapaz de ensamblar correctamente los capítulos de un cuento (de cuentos) que acusa demasiado la mala basculación entre sus frentes, síntoma evidente de un ritmo narrativo ciertamente mal gestionado. Como casi siempre en su filmografía, Garrone se gusta y no tiene reparo alguno en admitirlo. El problema es que aquí la egolatría ensombrece definitivamente las intenciones, hasta que la moraleja se queda en una promesa incumplida. Con su inconfundible toque personal, tres cuartos de lo mismo. 'The Tale of Tales' emula, sobre todo gracias a su incuestionable poderío visual, a algunos de los grandes maestros de la fantasía fílmica de todos los tiempos. Hay un poco de Méliès, alguna pincelada de Fellini, otra pizca de Tarsem, algún guiño a Peter Jackson, mucho de ese -desastroso- Terry Gilliam de 'El secreto de los hermanos Grimm'... ¿Y Garrone? Bien, creemos. Se establece así un interesante (aunque algo impersonal) diálogo entre las vías para acercarse al género, así como entre las formas (tanto las que perecen como las que sobreviven al paso del tiempo) en el/los arte(s) de contar cuentos. Combinación que denota una acertada defensa del clasicismo fabulesco, desde una consciencia perversa y moderadamente moderna. Desgraciadamente, es mucho peor de lo que suena. No es que haya exceso de brujas, reyes y ogros, es que simplemente no se sabe qué diablos hacer con ellos. Más allá de algún que otro momento de inspiración, el relato (de relatos) no llega a despegar jamás... y así, ahora sí que sí, nos quedamos. A la espera de que el Festival (de festivales) haga lo propio en su segunda jornada, que por norma general, no lo olvidemos, es la verdadera apertura de todo certamen que se precie.
Mañana, más.
P.D.: Mientras, en el Marché du Film...
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por Víctor Esquirol Molinas
@VctorEsquirol
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