Destellos de brillantez
Vía El Séptimo Arte
por reporter 13 de febrero de 2012
En todo festival cinematográfico que se precie (como por ejemplo, la Berlinale), se impone un criterio de selección (un "filtro", por llamarlo de alguna manera), que para nada se corresponde con lo que vendría a ser una gestión racional de los recursos. Lo paradójico es que en el fondo, todo el mundo espera que la organización eche mano de esta filosofía, para preservar así la condición de templo del cine de autor, o si se prefiere, para quedar bien de cara a la galería. Nos acercamos pues a modos de pensar peligrosamente cercanos a los de ciertos premios literarios de cuyo nombre no me quiero acordar, en los que se acaba adoptando un modo de proceder mucho más propio de una organización caritativa, en vez de una cuyo propósito sea premiar la excelencia.
Así, cripticismos a parte, el director de cualquier festival cinematográfico que se precie (como por ejemplo, Dieter Kosslick) debe decidir si apostar por la calidad, o por el pedigrí. Debe decidir si una película entra en su certamen por lo que propone, o simplemente por la persona que la firma. Del mismo modo, hay objetos cuyas características no quedan bien definidas ni después de haberlos sometido a un centenar de análisis de lo más exhaustivos. Dependiendo las circunstancias en que se dé dicho estudio, el resultado final varía radicalmente. Uma Thurman, por ejemplo, que una cuarentena de películas después, es guapa o fea en función de cómo la enfoque la cámara. Otro ejemplo, el de un cineasta filipino que en una película consigue que hasta se duerman las ovejas, y en la siguiente cautiva con un poderosísimo retrato de dos ancianas en una conocida ciudad de su país. A veces brilla, y otras no, si se permite la broma fácil.
Se trata de Brillante Mendoza, nombre más importante de la cuarta jornada de esta 62ª Berlinale, y una de estas vacas sagradas que, sin importar su inspiración, parece que tenga que estar por decreto en todo gran certamen cinematográfico. Antes de empezar la proyección de su última obra, obviamente no se sabía si el Sr. Mendoza nos ofrecería otro plúmbeo 'Kinatay', u otra apasionante 'Lola'... de hecho, ni se sabía a ciencia cierta el título de la película en cuestión. 'Captured' defienden unos, 'Captive' sostienen otros. La organización del certamen se ha empecinado con la segunda opción, así que de momento nos quedamos con ella. La verdad es que poco importa, ya que tanto uno como otro nos hablan acertadamente de lo mismo: de la cautividad, provocada en este caso por un grupo terrorista islámico, que decide reivindicar y financiar su causa a costa de los rescates pagados por la libertad de un numeroso grupo de rehenes.
No han pasado ni cinco minutos y el secuestro ya se ha llevado a cabo, en una operación relámpago certera en la que se han capturado civiles de diversas nacionalidades y estratos. A partir de ahí, dos horas por delante de asfixiante y errática sumisión a manos de unos locos armados hasta los dientes. Mendoza juega a ser Paul Greengrass (el concienzudo y obsesivo recreador de traumas colectivos, como en 'United 93' o 'Bloody Sunday'), y el experimento le sale bien... a medias. En otras palabras, en una sola película muestra su faceta 'Kinatay' y 'Lola', alternándolas sin cesar. Atrapa con su enfoque sudoroso e hiperrealista de un conflicto ubicado en un sitio precioso y aterrador, pero no convence a la hora de dibujar a sus personajes, tanto a los de un bando como otro. En medio de tanta locura, una Isabelle Huppert se erige en gran síntesis de la película: emotiva en los momentos más intensos... y errática (incluso poco creíble) en la calma, que es donde se sientan los pilares del verdadero drama. Lo mismo que la brillantez del sol en plena jungla: aparece... a ratos.
Nada esplendoroso pero sí muy prometedor fue el debut de Spiros Stathoulopoulos, allá en el año 2007. 'PVC-1' narraba el drama de una familia colombiana que se enfrentaba a la amenaza de un grupo de delincuentes que ponía a uno de sus miembros un collar bomba, que sería detonado si no se pagaba cierta suma de dinero en un espacio limitadísimo de tiempo. Más concretamente hora y media, que era precisamente lo que duraba la película, construida en un único plano secuencia, en lo que era una innegable conquista técnica, al alcance de muy pocos (como por ejemplo el loco Alexandr Sokurov y aquel prodigio titulado 'El arca rusa'). Después de aquella muestra de poderío, había una comprensible expectación por ver el segundo trabajo de dicho director.
La griega 'Méteora' es justamente lo contrario de la aventura suramericana de Stathoulopoulos. Es un ejemplo modélico de economía fílmica (si no contamos algún que otro breve flirteo con una muy lograda animación). El primer plano consiste en un retablo en el que se muestran el lugar del que no nos moveremos. Dos monasterios construidos en una geografía imposible (patrimonio de la humanidad en el corazón de la ahora convulsionada nación helena), separados por decenas de metros de caída libre. En un extremo está un monje ortodoxo griego, en el otro una monja ortodoxa griega. El gusto por lo mínimo del director es exquisito, quizás demasiado. De este modo, la virtud de reflexionar en una aura intimista y de manera híper-sutil sobre la dicotomía espiritualidad/carnalidad corre el riesgo de pasar desapercibida... incluso de ser irrelevante. Es lo que tienen las películas poco agradecidas, que pueden brillar... aunque también puede que nadie se dé cuenta.
El que no se da demasiada cuenta del material con el que trata es James Marsh, autor del prodigioso documental 'Man on Wire' y el tramposillo 'Project Nim'. Este año llega a la Berlinale con 'Shadow Dancer', presentada fuera de Competición, es una cinta con la que vuelve a la ficción (después de la notable película indie 'The King' y la también recomendable TV movie 'Red Riding: 1980') y en la que trata el conflicto de Irlanda del Norte a través de una terrorista del IRA que por diversas circunstancias, se ve obligada a colaborar con las autoridades británicas. Blasfemando un poco, es algo remotamente parecido a 'Infernal Affairs' (AKA 'Inflitrados') solo que a la irlandesa, claro. Aunque para blasfemar ya está un Clive Owen irreconocible, cuya endeble interpretación (agravada por lo acertado del trabajo de Andrea Riseborough) de un agente del MI5 parece contagiarse de una dirección demasiado centrada en la estética, y olvidadiza de explicar mejor los pequeños grandes detalles que con toda seguridad hubieran construido un drama humano sobrecogedor.
Por su parte, y también fuera de competición, Guy Maddin ha presentado la película que tiene el dudoso honor de haber provocado la desbandada de público más dramática en lo que llevamos de festival. Durante la primera media hora de 'Keyhole' el goteo de gente hacia la salida de la sala ha sido incesante. Una hemorragia que solo se ha cortado cuando en las butacas solo quedábamos los más incondicionales de este singularísimo autor canadiense, que para la ocasión se alía de nuevo con Isabella Rossellini, además de con otros nombres de peso como Udo Kier, Robert Patric o Kevin McDonald, para adentrarnos los terribles secretos que se esconden en los rincones más oscuros de una casa que pone los pelos de punta. Delirium trémens, pesadilla lynchiana pervertida, desquiciada y casi carente de sentido (como debe ser), 'Keyhole', sin ser ni de lejos lo mejor de dicho cineasta, es otra muestra de su irrepetible talento.
Imagínense que a alguien se le ocurriera la idea de descongelar a Walt Disney y ponerlo a las órdenes de un equipo de animadores. El resultado sería de buen seguro una película como las de antes; como las que nos vieron crecer. A pesar de venir de tierras gélidas, Maddin no requiere de congelación alguna para sacar a relucir un cine que se expone como el de hace mucho, muchísimo tiempo... como si alguien hubiera encontrado más "forgotten silver" en, pongamos, el sótano de su casa. Una neblina, una voz en off casi siempre obsesiva, y un encadenado sin fin de imágenes fundidas son el vehículo para obrar un milagro no suficientemente reconocido: descongelar una criatura y darle vida. Así es Guy Maddin, quizás uno de los últimos grandes magos vivos del séptimo arte. Una especie de alquimista nostálgico de un lugar y de una época que quizás nunca existieran. Un brujo con poderes sobrenaturales (pocos cineastas consiguen insuflar tanta vida a los escenarios en los que se mueven... véase la asombrosa y embustera 'My Winnipeg') cuyas pócimas y elixires hacen que sus ingredientes brillen con luz propia, tal y como pasaba hace mucho, mucho tiempo.
Para terminar, la parada obligatoria en la Sección Panorama, nuestra distribuidora favorita de alegrías fílmicas en esta Berlinale, que una vez más ha cumplido con lo prometido. En esta cuarta jornada, ha desatado la locura con 'Leave it on the Floor', casi como haría, en todos los sentidos, el título 'The Rocky Picture Show'. La nueva obra de Sheldon Larry sigue los pasos de un joven afroamericano homosexual al que acaban de echar del hogar por su sexualidad. Abatido, el desamparado adolescente buscará consuelo en una comunidad que parece hecha a su medida. Lo que vendría a ser como un cruce entre las televisivas 'Queer as Folk' y 'Glee', acaba convirtiéndose en mucho más que un musical tontorrón, o como la ha definido su director, "una películas de fiestas dedicada a los gays y transexuales del mundo entero."
Siguiendo la estela del New Queer Cinema de grandes como Gregg Araki o incluso el underground de chiflados como John Waters, Sheldon Larry concibe una mezcla explosiva y contagiosa de estilos musicales (pop, rock, rap, tango, soul, gospel...) para convertir el drama de la marginación en puro vitalismo y alocada (nunca mejor dicho) comedia romántica. Al final de cada número, el público aplaudía; al final de la proyección, el público incluso se levantaba de sus asientos para ovacionar mejor a los creadores de este film delicioso, cuya excesiva predilección por un formato demasiado cercano al de la "caja tonta" es fácilmente perdonable por un mensaje de esperanza muy bien transmitido, una capacidad envidiable por conectar con un momento concreto, pero sobre todo por una vocación de película de culto que puede llevarla a brillar y ser reclamada durante muchas generaciones.
Mañana, más.
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Por Víctor Esquirol Molinas