Hay una cosa que sorprende principalmente de 'Tarde para la ira', su manera de evolucionar sobre la marcha, algo que además hace con tanta sencillez como para que parezca rematadamente fácil... una sencillez y economía de medios que, por otro lado, definen a esta ópera prima sorprendente, en la medida en la que Raúl Arévalo hace gala de un talante, seguridad y aplomo impropios por norma casi general de un debutante.

Se nota, y mucho, que es un filme pensado, meditado, mimado. Una obra sobre personajes nacida de la experiencia y cuya complejidad está soterrada, envuelta en lo dicho, un manto de sencillez resuelto con mucho pragmatismo, e incluso oficio. La película, no tanto un ejercicio de estilo como una auténtica obra en su derecho, se desliza ante nosotros, en continuo movimiento, sin que seamos del todo conscientes hasta el final de su verdadero alcance.

Esto es, se crece durante el post-partido, a cada pensamiento y de cara a la posteridad, si le alcanza para alcanzarla. Lo que en apariencia, durante su visionado, es una apariencia setentera de manual se expande permitiendo llegar ahí a dónde, tal vez, Kike Maíllo no llegó con un 'Toro' al que por contra encadenó -con mucho gusto eso sí- a lo efectista: A dotarla de un fundamento que resista en la conversación, en la barra de bar, y a la caña de rigor.

Sencillez, y elegancia. Raúl Arévalo se hace notar en su discreción, en su cesión y doblegación a los distintos elementos que componen su filme. Como buen aspirante a narrador, se ajusta a las necesidad de una historia a la que deja respirar, macerar; a la que le otorga la libertad de expresarse con sequedad y concreción. Y así, o ahí, es dónde esta 'Tarde para la ira' adquiere su razón de ser, su fundamento, y esa verdad que la dota de vida.

Por Juan Pairet Iglesias
@Wanchopex