Había una vez dos personas que se conocieron en un hospital de Los Ángeles. La primera era Alexandria (fantástica Catinca Untaru, rebosa tanta naturalidad que uno considera la opción de que no supiera que la estaban filmando), una inquieta niña de origen indio que ayudaba a su familia a recoger naranjas. La segunda era Roy (soberbio también Lee Pace), un especialista de escenas de acción que intentaba hacerse un hueco en el emergente mundo hollywoodiense de los años veinte. Ambos sufrieron una fuerte caída en sus respectivos puestos de trabajo, con lo que estarían obligados a pasar una larga temporada en el centro médico. Para hacer la estancia algo más placentera, Roy prometió a Alexandria que le iba contar la historia épica más maravillosa del mundo.
Tarsem Singh es una personalidad admirada en el mundo de la música por ser el director de video-clips tan famosos como el de ‘Loosing my religion’ de los archiconocidos R.E.M. No consiguió por contra ganarse tantas amistades en el séptimo arte. Con ‘La Celda’ fue acribillado tanto por el público como por la crítica. Y parte de razón tenían pues el filme acababa convirtiéndose en un producto hueco hecho para mayor gloria de la odiosa Jennifer Lopez. No obstante, a un servidor le gustaría rescatar de ella las valiosísimas escenas oníricas (desconcertantes, terroríficas y a la vez preciosas) que con tanto esmero construyó el cineasta indio y que sin duda demostraban que allí había madera de gran creador.
Con el estrepitoso fracaso -llamémosle mejor “caída”- de su primera aventura cinematográfica, muchos ya daban por enterrado al bueno de Tarsem. Pero el verdadero talento nunca muere. Con la ayuda del gran David Fincher y el no menos interesante Spike Jonze (importante, los primeros pasos artísticos de los dos fueron también en el renio de los video-clips), se puso manos a la obra para hacer una libre adaptación de la película búlgara ‘Yo Ho Ho’. ¿Un simple remake? No. Un trabajo colosal con vida propia que le costó para completar ni más ni menos que cuatro años y que le llevó a viajar por todo el mundo, a lo largo de más de veinticinco países.
Viendo los anteriores trabajos del Sr. Singh era de esperar un buen trato de la imagen, pero lo cierto es que ‘The Fall’ supera de largo las expectativas más optimistas. Un boquiabierto Roger Ebert la definió como “una extravagante orgía visual”, pero es que ni así nos podríamos hacer una mínima idea de la magnitud sensorial que alcanza la película. Con ella se hace bueno el refrán de que más vale una imagen que mil palabras. Porque podría pasarme horas tratando de describir la escena del elefante nadando por el océano, o la del emisario de Alejandro Magno cabalgando entre interminables dunas de arena rojiza, o la de la presentación de la ciudad azul de Jodhpur. No serviría de nada. Hay que verla para que dejar que estas imágenes puras, exentas de cualquier trucaje digital atraviesen nuestras retinas para instalarse por siempre jamás en nuestra memoria.
Lo único preocupante de ‘The Fall’ es que tanta belleza impida la entrada de sus múltiples reflexiones. Hay ya quien ha considerado que el impresionante poder visual se convierte en un arma de doble filo que acaba devorando cualquier indicio de contenido en la historia. Error fatal. Si algo ha demostrado por encima de todo Tarsem, es haber aprendido de sus errores. Y es que, este “sueño de Alexandria” está inundado no sólo de colores, sino también de un potente mensaje meta-cinematográfico. Con el fantástico epílogo se destapan las verdaderas intenciones del genio Singh y todos los cabos sueltos acaban cobrando sentido. ‘The Fall’ es ante todo un homenaje al cine.
No es casual que la historia se sitúe en la época en la que el “arte de las masas” daba aún sus primeros pasos. Tampoco lo es que Roy sea un especialista de secuencias de acción. Al fin y al cabo, fueron estos narradores anónimos -y algunos no tan desconocidos- los que fascinaron al mundo entero con sus peripecias, posibilitando así el imparable crecimiento del séptimo arte. No es gratuita la escena de la sombra del caballo invertida a través del cerrojo de la puerta, al igual que tampoco lo es la del dedo índice que aparece intermitentemente de un extremo a otro de una foto: son la metáfora perfecta de cómo el nuevo mundo -Alexandria- iba a descubrir atónito el poder de imagen al servicio de la imaginación.
La imaginación deriva en la ficción, este mundo donde nacen y viven para siempre las grandes historias. En este caso, la historia es algo similar a un cuento de buenas noches (similar planteamiento pues al de ‘La princesa prometida’) que va tomando forma a través del imaginativo del cronista y de su oyente. Una prueba en esencia de que de nuevo la ficción se mezcla con la realidad. El relato, a pesar de tener la clásica introducción, nudo y desenlace, es un delirio constante, combinando lucidez con incoherencias varias (no olvidemos que al fin y al cabo Roy improvisa sobre la marcha), lo cual no hace más que reforzar este mestizaje.
Pero lo más importante es ver como esta ficción surgida de la nada cambia para siempre las vidas de los dos seres heridos. A medida que la factoría de sueños se va consolidando como una rutina en sus vidas, ésta se revela como una droga con peligrosas connotaciones auto-destructivas. Roy necesita cada vez más la historia para atraer la atención de la única persona capaz de salvarle y Alexandria ha encontrado su particular opio para evadirse de la cruda realidad. La imaginación se alimenta de la realidad, pero la realidad también se alimenta de la imaginación, creando así dos universos que pasan por los mismos altibajos.
Esto ha sido siempre cierto, y así lo deja entrever el enlace que se establece entre la escena inicial y la final del filme. En la primera, rodada en un nitidísimo blanco y negro, orquestada por una majestuosa cámara lenta y a ritmo de Beethoven, se nos sitúa en el rodaje de un antiguo western. La secuencia final es un collage de grandes clásicos cinematográficos, en los que se pueden reconocer entre otros a Charles Chaplin y Buster Keaton. Obviamente se mantiene el blanco y negro, y también la misma sinfonía escuchada antes. El mensaje es claro. El cine, este arte que a través de la imagen y de su constante juego entre realidad y sueño ha conseguido encandilar a una generación tras otra, no ha perdido ni pizca de su espíritu original.
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