En la genuinamente coeniana -quizás demasiado- 'Un tipo serio', los célebres hermanos de Minnesota embarcaban a su última creación, especie de Job moderno, en una desesperante odisea cotidiana capaz de desbordar hasta la más santa de las paciencias (y que de paso, sería la prueba fehaciente de que casi nadie supera a los Coen a la hora de ejecutar
ese milagro consistente en convertir la tragedia en sinfonía de risas). Las perrerías que sufría el bueno de Michael Stuhlbarg lo llevaban, en un momento de máxima desesperación, a recurrir a sus raíces, es decir, a la religión. Cuando la oscuridad se cernía sobre él y parecía que no habría salvación posible, un intenso rayo de luz se divisó en el horizonte. El rabino que tanto había ayudado y que tanta sabiduría había compartido con sus antepasados podía erigirse una vez más en salvador de su estirpe. Podía hacerle llegar -y comprender- la palabra de Dios, quien, como sabe todo el mundo, jamás se equivoca... El problema estaba en que el venerable rabino estaba ocupado; en aquel momento le iba mal aliviar las penas de aquel pobre fiel.
Pero el verdadero problema es que para nada daba la sensación de atender a otros asuntos más importantes. Ahí estaba, plantado en la silla, delante de una mesa vacía... y mirando al infinito. ''Es que está meditando'', afirmó con cierto punto de arrogancia su secretaria, segundos antes de cerrar la puerta de su despacho. Y ante aquel desesperante muro de la indiferencia, ya no hubo más que decir. Michael volvió a casa, más acomplejado, más aplastado por su desgracia... y desde luego, un poco más solo. Quizás éste era el destino. Quizás estaba escrito... al fin y al cabo, en una era caracterizada por el progreso tecnológico, la -supuesta- liberación social y la muerte de tabús ancestrales,
recurrir a las autoridades divinas, mirado en perspectiva, parecía una broma cuyo gusto estaba por determinar (y que a buen seguro dependería de quién la contara, pero sobre todo de quién la recibiera).
El humor inteligente tiene esto, que justo
cuando detona su carga, no se sabe del todo bien a quién arroyará. Lo que se sabe a ciencia cierta es que habrá víctimas... y todavía más carcajadas. Al cine inteligente debería suponérsele / exigírsele esta misma calidad. Primero, que tenga verdadero impacto en la audiencia (que la haga reír, que la emocione, que la hunda en el más desagradable de los desagrados, valga la redundancia... pero que en ningún caso la deje fría). Segundo, que sus efectos, así como sus verdaderas intenciones (conceptos primos-hermanos, obviamente) deban esclarecerse con el paso del tiempo. La buena obra de arte es la que,
despertando algo dentro del espectador, consigue pervivir en sus entrañas para que el ''cuerpo infectado'' pueda ir digiriéndola; rumiándola.
Por mucho que Ulrich Seidl sea muy amigo de las
asquerosidades más epidérmicas (michelines, sudor y otros muchos más fluidos corporales, caspa...) no por ello debe considerarse que su cine se queda en ese nivel. Lo que realmente propone en sus películas el conocido como ''Michael Haneke de serie B'' (apodo más que merecido... pero a la vez injustamente cruel) es construir un
sólido campamento base en la inmundicia para, a partir de ahí, encabezar una expedición que va a llevarle a conquistar las cimas más dolorosas. Como sucede en las escaladas y, en definitiva, con los deportes de riesgo (a esto último Herr Seidl también es adicto), a veces se alcanzan los objetivos -siempre ambiciosos- y otras la aventura termina con la imperiosa necesidad de llamar a los servicios de rescate. En cualquier caso, siempre acompaña al temerario explorador la valiente e inquebrantable voluntad de llegar allá donde nadie le aconseja ir... y de asentarse y, ya puestos, de llevar a cabo la más ruidosa y destructiva de las prospecciones.
En cristiano: hurgar en la herida. 'Paraíso: Fe', segunda entrega de la personalísima trilogía ''Paraíso'' tiene un título de lo más acertado, pues dicha película es
como ver recompensado un profundo acto de fe. Las tesis y savoir faire de Ulrich Seidl subliman en esta ocasión en un relato redondo no sólo por la concienzuda cerebralidad que la ha concebido, sino también por ser capaz de llevar al espectador a todos los territorios que se propone, que aunque a priori parecieran muy distantes, al final resulta que estaban a tiro a piedra. Dicho esto, puede plantearse por enésima el debate concerniendo al ''efecto von Trier'', es decir:
¿lo que para unos es un drama para otros puede ser una comedia? Evidentemente sí. A pesar de que Seidl nos hable del fanatismo religioso encarnado en Anna Maria (genial; brillante Maria Hofstatter), una santa de nuestros tiempos que se ha propuesto liderar una nueva ola cristianizadora en su Austria natal,
la seriedad y el respeto con los que debería tratarse dicha historia, si bien pueden presuponerse, lo cierto es que deben dejarse de lado.
En 'Paraíso: Fe', Seidl pone a su mártir particular en un vía crucis que,
por espeluznante, sádico, terrorífico, pasado de rosca... pero sobre todo por actual, acaba provocando más risas que no estremecimientos. Esta es precisamente la voluntad del director austríaco: que los ojos se sientan incómodos (
el morbo, ¿qué mejor invento para captar el interés?) para que la tensión desemboque más tarde en unas conclusiones cuya comicidad cae por su propio peso. La elección de todos los elementos del entorno, de encuadres, de duración en las larguísimas tomas, de temperatura en el termómetro emocional... responde a ahondar si más cabe en que, bien entrado el s. XXI, la espiritualidad se ha marchitado, dejándonos con unas cenizas de lo más obscenas.
La religión, en tiempos de rayos X, vista como el más contundente de los chistes. Viene en las sagradas escrituras de San Ulrich: Anna Maria se sacrificó por todos nosotros... cuando nadie le pidió que lo hiciera; cuando ni siquiera nadie quiso que lo hiciera (porque nadie estaba interesado)... cuando ni ella, en el fondo de su alma, deseó hacerlo.
Para partirse.
Nota:
7 / 10
por Víctor Esquirol Molinas