Sin excesivas ganas de entrar en debates teológicos y mucho menos jurídicos, un ser humano recibe dicha consideración por el mero hecho de nacer. Sin importar las condiciones o el lugar donde lo haga. A partir de ahí,
está por ver la división (humana, claro) en la que se juega. Es jodido, y es así. La asignación depende, obviamente, de las condiciones y el lugar donde se haya dado a luz. Pensemos, por ejemplo, en los derechos que a uno se le atribuyen (o se le arrebatan) por el mero hecho de nacer a un lado u otro de una frontera determinada. Estados Unidos, México, Marruecos, España, Israel, Palestina... por supuesto, >importa, y mucho, el punto desde el que nos lo estemos mirando todo. Más aún cuando las líneas divisorias siguen emperradas en moverse (normalmente, con criterios muy crueles) mientras se va repitiendo el milagro (o condena, de nuevo, depende de cómo se vea) de la vida.
De modo que mientras esperamos a que el mundo se convierta en un sitio un poco mejor de lo que ahora mismo es, tenemos toda la libertad (faltaría más) para preguntarnos sobre el grado de incidencia de estos
factores ajenos (a la voluntad del individuo, se entiende) en el desarrollo del ser humano en cuestión hasta que algún día, quizás, éste sea una persona. Y para abordar ya el tema que nos ahora nos ocupa, pongamos que un alumno brillante ve truncados sus sueños (académicos, profesionales, vitales...) porque las fronteras del país en que nació, se empequeñecen día a día debido a la intervención hostil de la nación vecina. El chico, que se ha convertido en hombre, ha dejado sus proyectos de lado y ha decidido dedicar la práctica totalidad de sus esfuerzos al activismo político. La conciencia le obliga. Solo que en el proceso se topa con el amor y, ya se sabe, la vida se abre camino.
Años después, el hombre, convertido ahora en cabeza de familia, está a cargo de tres hijos que, de algún modo u otro, tendrán que seguir con su obra. La pregunta incómoda no tarda en aparecer: ''¿Qué obra? ¿La de antes o la de después del punto de inflexión que cambia tu vida?'' Maldito el día... ¿Quién es él para tomar una decisión tan importante? Y así es como el curso más o natural de lo que algunos llaman destino le lleva a decidir que será el menor de los tres retoños el encargado de volver a elevar el nivel académico (por lo menos esto) de la manada. Porque se le ve más espabilado que a los demás, porque nunca se calla una sola pregunta, porque en aquellos ojos se reflejan aquellas ganas de salir y descubrir que tiempo atrás se instalaron en la retina del padre.
Porque la vida les ha llevado, a todos ellos, hasta aquel momento y aquellas circunstancias. Lo demás, queda en manos de las instancias... sin importar demasiado (por favor) su nombre.
No olvidar: A cada segundo que pasa, las fronteras van reculando (o avanzando, a saber...), y la tensión va en aumento. Vale, pero ¿qué papel juegan los individuos en esto último? El mismo que el de una piedra (o para ser más exactos, un granito de arena) en esa aglomeración de piezas que acaban montando un todo al que llamamos montaña. La misma que se nos presenta (y créanme, tiene una altura que pone los pelos de punta) cada vez que nos atrevemos a poner los pies en esa calamidad de la ingeniería (geográfica, política, social... humana) en forma de polvorín y que recibió el nombre de Israel. En estos casos,
el temple, la serenidad y la experiencia lo son casi todo. El director Eran Riklis va sobrado de todas estas virtudes, y su última película es la clara consecuencia de la sabia combinación de todas y cada una de ellas. Dicho así, parece fácil, pero a la práctica,
nada más alejado de una realidad terrible en la que, por desgracia, lo más fácil es que el contexto se convierta en el factor más determinante.
Apoyándose en unas actuaciones de altura y una narración dotada de un uso excelente de la elipsis, 'Mis hijos' se convierte en una especie de ''momentos de una vida'' cuyo mayor acierto (y éste es inmenso) consiste en
no perder jamás de vista el telón de fondo... sin permitir (ojo) que éste se apodere de los personajes que desfilan por delante. Lo que hace Riklis es algo tan difícil como moverse con -casi- total libertad, sin salir en ningún momento del radio de vista de la nación y la familia, estos entes controladores e igualmente sinónimos (para bien o para mal). La carga (geo)política viene determinada por el peso de lo inevitable, pero por mucho que éste sea aplastante, el cineasta consigue
reivindicar, por encima de todo, y de forma pasmosamente natural y desprejuiciada, el -cálido- factor humano donde, precisamente, más hace falta. Siguiendo siempre al mismo personaje, pero con una conciencia (nada determinista) que nos sitúa a ambos lados de la maldita frontera.
Sin discursos tendenciosos, sin subrayados... sin trampa alguna. Principalmente, porque, por pura decencia, aquí no hay espacio para ella. El día que entendamos esto, habremos olvidado cómo se llamaban estos, aquellos, y la tierra que habitaban. Entonces, y sólo entonces, el mundo se será un sitio mucho mejor de lo que ahora mismo es. A esperar.
Nota:
7 / 10
por Víctor Esquirol Molinas
@VctorEsquirol