Pongamos que te encuentras entre el 1% de la gente más afortunada del mundo. No hablamos de riquezas materiales, sino de esa suerte, ciertamente de valor incalculable, consistente en trabajar en aquello que realmente te apasiona. Pongamos que te dedicas, desde hace ya mucho tiempo, a dirigir películas, y que ya sea por talento, ya sea por suerte, estás al mando de un nuevo proyecto. Pongamos que en un día cualquiera de rodaje, todo el mundo está donde debería estar y, por si esto fuera poco, haciendo lo que se supone que tiene que hacer. ''Tutto a posto'', todo en su puesto, todo en orden... sin embargo, hay algo que no va.
Eres tú, quien desde luego, no estás el 100%. Te falta poco, quizás solo ese 1 que en otras circunstancias no importaría demasiado, pero que aquí y ahora, te está jodiendo a fondo. ¿Pero qué pasa? Vamos a ver... Ayer noche, tras cinco botellas de vino, conseguiste hacer las paces con el yankee aquel de los cojones, quedaste con tu hija, y sin tener que caer en la bronca, que a partir de ahora sentaría la cabeza y le prestaría un pelín más de atención a los estudios.
Vale. Nada de lo que quejarse (al contrario) ni dentro ni fuera del plató... excepto, claro está, aquello. Lo habías olvidado... al menos, habías intentado olvidarlo, pero hará ya dos semanas que el teléfono te despertó a horas intempestivas para confirmarte aquello que tanto tiempo llevabas temiendo. ''Han ingresado a mamá'', dijo tu hermano al otro lado de la línea, ''Tranquila, parece que no es nada grave, pero habrá que seguir su evolución''. Y claro, desde aquel momento, todo fue a peor. La cuesta abajo se fue concretando
como casi todo lo demás en esta vida, sin golpes especialmente contundentes, pero con un fatalismo reflejado en la irreversibilidad de aquellos procesos que, nos guste o no, se convierten en las pruebas a superar más importantes. Digamos que la historia no tiene final feliz posible, o que éste para nada responde con los cánones de felicidad que nos ha vendido el cine más ñoño. De lo que se trata aquí es de encajar un golpe que de ninguna de las maneras va a poder esquivarse, mucho menos devolverse. A Nanni Moretti, a quién si no, lo que le corresponde es observar, documentar, sacar conclusiones y claro, provocar lo mismo en nosotros.
Con 'Mia madre', el veterano productor, director, guionista y actor italiano vuelve a lo que mejor se le da, esto es, usar el cine como herramienta para
mezclar. Conceptos, realidades (y ficciones), tiempos y todo lo que venga en mente. La idea de base no es para nada ajena a la filmografía del autor de títulos como 'Caro diario', 'Abril', 'El caimán' o 'Vaselina roja' y consiste, para entendernos, en hacer un análisis cinematográfico, siempre en riguroso diferido, de un suceso (histórico y/o personal) que ha marcado la existencia del cineasta. En este caso, y agarrémonos fuerte, la muerte de su madre. Pum. Y como casi siempre, Moretti no se limita al ya de por sí colosal reto de enfrentarse a algo que, por muy ajeno que nos resulte, siempre se nos atraganta (¿o acaso cuando te tocó mandar el mensaje de condolencia no preferiste poner ''Me he enterado de lo de tu madre'' antes que llamar a las cosas por su nombre?), sino que además se libra por completo a las exigencias de la exposición que, aparentemente, exige este cine tan suyo.
Ante todo, la desnudez de la sinceridad... y del ego, por qué ocultarlo, también.
Consciente de que los lazos afectivos y de sangre conllevan tantos derechos como obligaciones, y a través de una narración que no concede transiciones obvias entre sus diferentes estados (mentales, anímicos, espirituales...), Moretti funde presente, recuerdos y sueños y les da cobijo bajo el mismo techo. La muerte, siempre presente como amenaza cada vez más palpable, se manifiesta no sólo en quien va a sufrirla en sus propias carnes, sino también (y ahí está el gran acierto del film) en todos los que están alrededor.
El réquiem no va dedicado sólo a los que se van, sino también a los que se quedan. 'Mia madre' es, al fin y al cabo, una de las manifestaciones más redondas en la descripción de las relaciones humanas por parte de este inconfundible artista. Éstas son dibujadas, una vez más (pero con especial acierto), como lo que realmente son:
una fábrica de poso emocional. No en vano, la película puede dejar en la audiencia esto mismo, más aún con el paso de un tiempo que ayuda a diluir los, por desgracia, también habituales berridos, pataletas y bufonadas (efectivas, esto sí, y sino pregunten a John Turturro) de los que se sirve el director para llegar a la línea de meta.
Dependiendo de la tolerancia a estos últimos recursos, la recompensa obtenida será obviamente mayor o menor. Tanto en el final (sobre todo ahí) como a lo largo de un proceso que podría malinterpretarse como errático, queda la evidencia del rastro que nuestras acciones o, simplemente, nuestro modo de ser, dejan en nuestra familia, amistades o simples encuentros ocasionales. Nosotros mismos somos el resultado más o menos aritmético de los distintos encuentros (o encontronazos) que nos ha preparado la vida. Del mismo modo, el cine de Moretti, orgánico donde los haya, surge del ensamblaje desigual pero híper-consistente de sus propias piezas. En esta ocasión,
la faena (que lleva la autobiografía hasta los límites del mismísimo exorcismo) puede que se lleve a cabo sin excesivo brillo, pero sin duda con un oficio incontestable. Aquel que se adquiere con la experiencia; aquel que da la sabiduría. Aquel que solamente puede estar presente en un autor siempre comprometido con la sobriedad, la sensibilidad y la dignidad como mejores armas para cargar de argumentos tanto a sus personajes como a las historias que pueblan.
Nota: 7 / 10
por Víctor Esquirol Molinas
@VctorEsquirol