Las mentiras, como siempre ha sucedido con los pases más certeros, requieren dos partes o bandos. Un lanzador y un receptor. Alguien que invente una historia (normalmente, en forma de excusa) y alguien que se la trague. En este sentido, una de las trolas más aceptadas desde que el cine es industria consolidada, es la de creer que en este mundo, para ser persona, es estrictamente necesaria esa media naranja que ayude a completar a un individuo que, a solas, no vale nada. Para entendernos,
quien no tiene pareja es porque es un puto perturbado; un psicópata cuya incapacidad romántica es, sin lugar a dudas, la premonición de un más que merecido aislamiento social. A la hoguera quienes una vez han alcanzado la madurez (pausa para las risas enlatadas) no han sabido / querido encontrar aquel equilibrio emocional que les libre de la prisión de la ignorancia solterona.
La filosofía es ésta, y como nos la creemos, adquiere un poso de realidad que, cuidado aquí, es peligrosísimo. El caso es que con tanta tontería sanvalentiniana perdemos la perspectiva y nos olvidamos de que lo importante en esta vida, más que compartirla con ese alguien especial, es estar a gusto con nosotros mismos para así aprender a respetarnos (quién sabe si querernos) como las preciosas personas que seguramente (y sólo seguramente) seamos. Y
perdón por la píldora híper-concentrada de filosofía zen de lavabo de restaurante chino de barrio. Cierto, las galletitas de la suerte de ''La Gran Muralla'', ''La familia feliz'', ''El dragón rojo'' o ''La gran familia roja feliz'' van a tope de estos mensajitos cuyo único propósito es, admitámoslo,
hacer que el flujo de ácidos estomacales se acelere sobremanera. Cierto que este texto, de momento, va igualmente sobrado de estos mismos vómitos.
Y no menos cierto es que el nuevo largometraje de Álvaro Fernández Armero (que llega después de un largo periplo de éste en la televisión) está igualmente trufado de todo esto. Para muestra, dos medias naranjas, que como bien sabemos, forman una naranja entera. Luisa y Alberto se han visto obligados a abandonar el confort de la civilización urbana y refugiarse en la barbarie del campo. Ni metros, ni calefacción centralizada, ni calles bien pavimentadas. Un infierno, vaya, que pondrá a prueba los lazos que les unen (hijo incluido). Lo importante (o no, ahí está la cuestión) es mantenerse juntos. Mientras, el desgraciado de Juan, hermano de
Alberto, que es un hombre la mar de normal, se encuentra en el terrible dilema moral de introducir, o no, a su jovencísima novia en el seno de una familia que todavía está superando el trauma de una separación que, por lo visto, no fue demasiado agradable. Por si fuera poco,
Sara, hermana de Luisa, que para nada es una desequilibrada, se dedica a montar bodorrios que le unan, ''hasta-que-la-muerte-los-separe'', con señores con los que apenas ha compartido un polvo.
Qué pena... él, maldito cabrón, sólo quería una alegría pal' cuerpo; ella, quería conocer al amor de su vida.
Otra pausa, por favor, que las risas enlatadas nunca están de más. Si lo prefieren, también pueden horrorizarse, visto lo despiadado que se ha puesto el panorama. Ésta sería, quizás, una de las pocas virtudes con las que cuenta 'Las ovejas no pierden el tren', y es que sin tener del todo claro si el efecto producido es buscado o, por el contrario, meramente accidental, está claro que el filme juega constantemente con las sonrisas y las lágrimas. Sin llegar nunca a lo segundo pero sin depender totalmente de lo primero. Seguramente por su ineptitud a la hora de conseguirlo. Y es que
si por alguna razón a dicha película puede tratársela de comedia, es únicamente porque así viene dado en su ficha. El resto queda en manos de la imaginación del espectador, y de los recuerdos de los miembros del equipo de rodaje, quienes a buen seguro se habrán llevado a casa un buen puñado de anécdotas de aquellos tan sacrificados pero, al fin y al cabo, inolvidables días de trabajo.
Como la de aquella vez en que decidieron mearse (todos) en la botella del pringado aquel que no abría la boca. Ay... qué risas cuando el pobre y sediento infeliz sorbió el amarillo elemento. ''Uy, está un poco calentita, ¿no?'', dijo. Ay, madre. Qué risas. Por desgracia, el intoxicado resultó ser el montador de 'Las ovejas no pierden el tren', y
cuando tocó sentarse en la sala de montaje, le tocó a él, reírse. Se iban a enterar... Es ésta una fantasía cruel. Una invención. Una mentira que ni requiere que alguien al otro lado se la crea, porque tiene en su propia naturaleza una voluntad tan ridícula e intrascendente, como lo tiene el ponerse a debatir, a estas alturas de la historia (con o sin mayúscula) sobre si
la vida en pareja es un requisito sine qua non para alcanzar la felicidad. No se puede atacar al filme que ahora nos atañe por entrar de lleno en dicha diatriba (de ser así, no habría munición suficiente en todo el mundo), sino más bien por aquello en lo que se convierte... ya casi desde su primera escena.
A lo que se reduce la propuesta es a un seguido interminable y mal conjuntado de escenas de (des)composición de pareja. A constatar
la incapacidad de Álvaro Fernández Armero a la hora de arrancar sonrisas, y a ver cómo todo el mundo bajo su batuta se contagia de dicha tristeza. Especialmente angustioso es el caso de Inma Cuesta, quien pasa por ser la única integrante del elenco mínimamente entonada (horribles Alberto San Juan y Candela Peña, entro muchos otros) o, si se prefiere, la única que tiene verdadera fe en el proyecto. Por supuesto, con la buena voluntad de una sola persona (sin su pareja de baile... imagínense) no basta. Menos aún cuando ésta se estampa, una y otra vez, contra
el inquebrantable muro de la incompetencia cinematográfica. Aparte de la poca consistencia de una historia inexistente más allá de cuatro intentos errados de gag, duele la pésima ejecución de cada escena. Como si el chiste entrara a destiempo, como si el ''¡Corten!'' tardara demasiado en llegar, como si nadie se hubiera aprendido el guión (por pura vergüenza ajena, se entiende). En definitiva, como si el responsable del desastre hubiera perdido el tren (de la inspiración, de la inteligencia, del acierto cómico...) por aquello de estar contando ovejas. Pues en el mejor de los casos, igual de soporífero.
Nota:
2 / 10
por Víctor Esquirol Molinas
@VctorEsquirol