A mediados de los noventa, una generación entera de monstruitos se sentaba delante del televisor y esperaba, mientras se sorbía (o lamía) los mocos de la nariz, a que empezara su ración diaria de anime. Los ''dibus'' japoneses eran (y siguen siendo) lo más.
Poco importaba si estaban dirigidos al público adulto o al más peque, porque cada una de sus propuestas conseguía engancharnos de algún modo u otro. Por su estética, por su ritmo desbocado, por su humor histriónico, por sus estallidos de violencia y, por qué no decirlo, por sus retos a una sexualidad que justo empezaba a despertar. No había crío que no esperara con todas las ansias del mundo a que empezara un nuevo episodio concebido por geniales pervertidos de la talla de Akira Toriyama, Rumiko Takahashi o Hideaki Anno... Mientras los maestros no llegaban, nos desesperábamos viendo cómo el tiempo no avanzaba con ''todo lo que iba antes'', es decir, los refritos de series americanas de la década dorada de los sesenta que, en aquel momento histórico, directamente hacían daño a la vista.
En esta plantilla de ''torturadores-animados'', ocupaba un sitio distinguido el Show de Rocky, Bullwinkle y, por si estos dos no fueran suficientes, todos sus amigos. Entre éstos últimos, tuvimos la mala suerte de toparnos con
un perrito repelente y un niñato igualmente insoportable que ocupaban su tiempo, mayormente, dando por saco a celebridades como Napoleón, Cleopatra o Genghis Khan. Desgraciadamente, el conquistador mongol no hizo con ellos lo que toda la chavalada que aguantaba aquel suplicio estaba pidiendo a gritos, de modo que tocó seguir tragando. La culpa de tanto desencanto (por no emplear términos más malsonantes), seguramente, no era de su creador, Jay Ward, sino del calendario. Irónicamente,
aquellos dos crono-aventureros no habían sabido viajar correctamente a través del tiempo, al menos no en dirección hacia el futuro. Resultado: cuando el siglo XXI empezaba a llamar a la puerta, el producto había envejecido fatal, no sólo en lo referente a una estética demasiado pasada de moda, sino sobre todo en la gestión de un ritmo y un didactismo que se antojaban igualmente cargantes.
Y claro,
por mucho menos se han hecho otros muchos remakes, reboots, precuelas... o como quieran llamarse. La excusa está en la enfermiza curiosidad (o aún más malsana necesidad) por ver cómo le va a una obra (a sus, personajes, a su historia y a su manera de abordarla, amén de otros muchos más factores) en una fecha diferente a la que fue concebida. ¿Experimentar? A veces, sí. Podría decirse que, más allá de una más que probable falta de inspiración inicial, existe también una voluntad, más o menos firme, de intentar que el paso del tiempo no se cebe excesivamente con esa serie / película / saga por la que alguien llegó a tenerse algún tipo de afecto. Dicho de otra manera,
que las nuevas generaciones no se queden horripiladas con las ''babysitters'' (¿se acepta?) de las más mayores.
Hablamos, por supuesto, de la
cara amable de los remakes, reboots, precuelas... o como quieran llamarse. Aquella capaz de tapar (que no borrar) las ansias recaudatorias por-la-vía-fácil de los grandes estudios. 'Las aventuras de Peabody y Sherman', presentada bajo el auspicio de un auténtico gigante (Dreamworks Animation), afortunadamente pertenece a este grupo de películas que, una vez terminada su producción, y a la espera de lo bien que les va a ir en taquilla, pueden andar con la cabeza bien alta sabiendo que, al menos, han cumplido con los
propósitos artísticos (los hay, en serio) que algún insensato había tenido la osadía de plantearse antes de que se pusiera en marcha toda la maquinaria. Yendo al grano, lo que han hecho
Rob Minkoff y su equipo ha sido
coger a su(s) referente(s) y hacerlo(s) pasar por su propia máquina de rejuvenecimiento. No sólo ha mediado el maquillaje, también una sesión intensiva de cirugía. Lo mejor es que después de tanta -necesaria- intervención de colorete y bisturí, el espíritu de Jay Ward sigue intacto.
En lo que a tratamiento dermo-estético se refiere, la transición de las dos a las tres dimensiones (que coge como punto de referencia el de la animación televisiva sesentera) es modélica. Bajo el envoltorio, siguen las buenas noticias: sí, Sherman y el Sr. Peabody siguen siendo dos pelmas con, quizás, demasiadas ganas de aleccionarnos, no obstante, el proceso de humanización por el que han pasado (todo el que puede exigírsele a unos cartoons) ha hecho que despierten más simpatías, y que sea mucho más fácil (incluso un placer) seguirles tanto en las escabechinas que causan como en las que se meten accidentalmente. Al final de cada capítulo de esta ''loca historieta del mundo'' (en la que, por supuesto, Mel Brooks aporta una de las voces), va a haber un momento (mínimo) de pausa para que el profesor le pregunte al alumno
''¿Qué has aprendido hoy?''. Y es que por muchas virguerías, apócrifos y licencias que se hayan tomado con la Historia (casi todas ellas en nombre del público de más corta edad... nada que objetar), lo cierto es que
prevalece un didactismo que para nada choca con las aspiraciones lúdicas de la audiencia a la que va dirigido el filme. Lo mismo sucede con un referencialismo que, lejos de servir como mero lucimiento, se emplea para agilizar todavía más el desarrollo de los eventos.
Puro dinamismo.
Entre la visita a la tienda de juguetes y la jornada de puertas abiertas al museo; entre la blasfemia y la clase ineludible, Rob Minkoff se acerca (por fin) a su mejor nivel (ya sabemos todos dónde situarlo), apoyándose en una animación de apariencia sencilla pero de gran precisión técnica (qué menos), y en determinados momentos hasta espectacular, para que surja de ella una narración híper-activa pero también altamente precisa a la hora de cazar los objetivos que persigue.
Sin apenas tiempo para respirar. Las presentaciones no se alargan ni una milésima de segundo más de lo necesario, y a partir de ahí, a correr. Por las plazas del París de la Revolución Francesa, por las calles de una Troya a punto de capitular, por las afueras de la luminosa Florencia del Renacimiento... A encadenar un peligro con el otro, es decir, a
navegar incesantemente por aquello que define la diversión. Los renacuajos, por supuesto, se lo pasan teta (ahora sí; así sí); los adultos, entre tanta locura, van a encontrar suficientes balones de oxígeno como para no sentirse abandonados. Y así, una vez terminado el viaje, todos sus participantes van sobrados de motivos para sentirse satisfechos (
cosas de los divertimentos más desacomplejados). Momento ideal para repasar la lección aprendida y, al final, para coger un poco de aire, que buena falta hace.
Nota:
6,4 / 10
Por Víctor Esquirol Molinas