Te juraste una y otra vez que esto a ti no te pasaría. Habías visto demasiadas películas cuya acción se desarrollaba en parajes árticos. Sabías perfectamente que el imbécil del malo terminaba ahogado / congelado en el fondo del lago porque había decidido darse prisa cuando ya era demasiado tarde. La clave estaba en no despistarte. En medir al milímetro cada paso ibas a dar… pero la fina capa de hielo que te mantenía con vida empezó a quejarse. Crujió una vez, y unos segundos después las grietas empezaron a reproducirse en mortífero fractal. Las señales del colapso inminente cada vez eran más obvias, de modo que, sin darte tú cuenta, caíste en el error y dejaste que el pánico tomara el resto de decisiones. La próxima parada fue, por supuesto, el agua semi-congelada.
Y ahí estabas. Justo donde prometiste no encontrarte. Esto no entraba en los planes... quizás por esto el corazón te latía aun más deprisa. A esas alturas, cualquier instinto que no fuera el miedo, directamente, ni se consideraba. Abrazaste tu parte animal y abandonaste cualquier resquicio de racionalidad. Tenías que salir de aquella trampa mortal como fuera. La cuestión es que los nervios te impedían localizar la brecha por la cual entraste. Tampoco había tiempo para esto, así que, cual bestia recién enjaulada, te pusiste a aporrear, a puño desnudo, las gélidas barreras de tu prisión. A pocos metros de la orilla, una joven pareja que iba a patinar sobre hielo, reparó en que la pista natural sobre la que pensaban pasar las próximas horas de su vida, se había quebrado. Sin apenas inmutarse, recogieron todo el equipo, avanzaron unos cuantos metros más siguiendo el perfil del lago y cuando finalmente creyeron haber encontrado un terreno en condiciones no tan peligrosas, empezaron su particular recital de tirabuzones y otras figuras imposibles.
De ti, por cierto, nunca más se supo.
Y es que no importa cuántas veces vieras a Stallone, o a Craig, o a Lambert... abandonar el cuerpo congelado de su adversario en lo más profundo del estanque de turno. Todas aquellas clases de supervivencia, a la hora de la verdad, no te sirvieron de nada. Moriste de la forma más angustiosa imaginable, con el agravante de que tu salvación no llegó a serlo por una distancia mínima. 'La huida', tardío desembarco de Stefan Ruzowitzky en territorio estadounidense, es una película que,
a pesar de lo estudiado que tiene el terreno (salta a la vista), parece condenada a morir en él. Intentando sobrevivir con todas sus fuerzas y ganas; demostrando que merece seguir respirando, pero a la postre pereciendo sin hacer excesivo ruido, al menos para aquellos que tenemos la suerte de ver la dramática escena desde la reconfortante distancia.
A pesar de jugar este crucial partido (al menos para su currículum) en calidad de ''visitante'',
Ruzowitzky no da señales de miedo escénico, y ejecuta sus primeros pasos sobre la pista de forma calculada, medida y convincente. De esta confianza se desprende un más que probable conocimiento de causa, digno de alguien que ha llegado a la cita habiendo hecho, por lo menos, los -mínimos- deberes exigibles. En otras palabras, salta a la vista que el director austríaco tiene en mente el manual;
se sabe la teoría... lo cual no implica que vaya a moverse con total desenvoltura a la hora de pasar a la práctica. Los esquemas, los lugares comunes y las trampas habituales abundan pero no chirrían; carecen de gracia pero son usados de manera suficientemente inteligentemente para propiciar el desarrollo de una
trama criminal que, aunque ya esté vista, se sigue con facilidad debido sobre todo al morbo implícito en cada uno de sus frentes.
Los -tormentosos- lazos familiares se dan un baño de plomo y sangre mientras afuera una ventisca imparte justicia de forma implacable. Esta lucha, tanto contra los elementos como contra el -trágico- destino, navega entre lo tímidamente personal y lo noblemente comercial (combinación de factores esperable en alguien que a lo largo de su carrera ha ido
basculando sin cesar entre el cine de autor y el más pensado para satisfacer aspiraciones meramente financieras), trascendiendo un regusto a redención que se mimetiza a la perfección con un paisaje que obviamente juega un papel clave. Sobre el papel (y si no tenemos en cuenta el tremendo despilfarro de potencial interpretativo),
todo correcto; casi impecable.
A la hora de la verdad, Ruzowitzky confirma lo que por otra parte ya insinuara aquel Oscar, justificado-por-los-pelos, que conquistara gracias a 'Los falsificadores': es un
muy correcto director... de domingo por la tarde. Nada en su nueva película, a pesar de la gravedad del tono, sobrevive en la memoria más de cinco minutos. Lo justo para facilitar el seguimiento de la historia. En apariencia, presenta épica batalla ante todo lo que se plante delante suyo, pero a efectos prácticos, nada a su alrededor sufre la más mínima mutación. Es como si, después de haberse tomado todas las precauciones del mundo, aun así hubiera caído en el lago, y que el legendario forcejeo contra el líquido elemento (pero sobre todo contra sí mismo) no tuviera ningún efecto más allá de la superficie, donde la audiencia, si acaso, tiene la ocasión de ver un paraje ciertamente estremecedor... pero no a los personajes que viven y mueren en él.
Nota:
5 / 10
por Víctor Esquirol Molinas