La década escasa que llevamos recorrida de este siglo XXI ha servido, entre otras cosas, para confirmar la revolución de las telecomunicaciones. Nunca antes habíamos estado tan conectados, tanto entre nosotros como con el exterior. La imagen más clara, en este sentido, es la de una elefantiásica red en la que, por lo visto, cabe toda la información; todo el saber que tenemos que saber, valga la redundancia. El acceso ilimitado a lo que creemos necesario lleva a la sensación de que se han agotado los misterios y que ya no quedan maestros a los que acudir.
Está todo visto, todo experimentado y todo inventado. Sin la creencia en nuevos territorios que explorar, se ha perdido el romanticismo, porque a estas alturas, como ya está todo dicho (esto también), ya nada puede sorprender. En Cannes, festival de festivales, mismo escenario por el que han pasado incontables películas que han puesto su granito de arena a la hora de escribir esto que llamamos ''historia del cine'', reina también la -desencantada- prepotencia de esta centuria.
Ha caído en el olvido la probabilidad de encontrar, en cualquier sesión, la que podría ser, ¿por qué no?, la mejor película jamás concebida. Aquella cinta que, de algún modo, marcará tu vida desde el mismo momento de su primer visionado. En la era de las adaptaciones, segundas partes, remakes y spin-offs, parece que, efectivamente, la historia, escrita de la A a la Z, simplemente se está subrayando, incidiéndose en aquellos capítulos que, dependiendo de la ocasión, más convengan. Pero resulta que, incluso en estos tiempos, puede hacerse saltar la banca.
Incluso ahora, al final de la proyección, puede sentirse la obligación de aplaudir hasta que sangren las manos... aunque nadie del equipo de la película en cuestión se encuentre en la sala. No es compromiso; es más bien obligación moral y, por supuesto, pura emoción. Adelante. Porque sigue pudiéndose sentir la necesidad de quedarse sentado en la butaca durante todo el desfile de títulos de crédito finales, sólo para comprobar, cuando se vuelven a encender las luces, que los dos pisos del templo en el que te encuentras siguen estando prácticamente llenos... y que todos los presentes se entregan a una nueva ovación. Al fin y al cabo, ¿cuándo se les va a presentar la ocasión de volver a hacer esto? La Historia, ¿recuerdan?
Todo esto no es una fantasía, es la crónica de lo que dio de sí la presentación ante la crítica de 'La gran belleza',
película con la que uno, así de claro, se siente parte de la historia. Filme histórico, desde su concepción hasta su magistral ejecución. Colosal proyecto que, malditas las causalidades (?), puede definirse como la secuela perfecta. Al salir de la Debussy (¿por qué diablos no nos la presentaron en el Lumière?), dos títulos estaban en boca del personal. El primero pertenece a Leos Carax: ''Es la 'Holy Motors' de este año.'' La afirmación obedece al efecto réplica de cada terremoto. El impacto que dejó en la edición anterior de Cannes el ''film de las limusinas'' todavía estaba presente, con lo que es de comprender el que todos aquellos que lo sufrieron (en el sentido positivo y en el negativo) vieran la sombra del enfant terrible francés en cada propuesta que tuviese, entre sus principales encantos, el de un sentido estético avasallador, usado para que el cerebro del autor no respondiera ante atadura alguna y pudiera sorprender así a la audiencia cuando se lo propusiese (esto es, siempre). Las virguerías (de todo tipo) encadenadas con una gracia que pone los pelos de punta, y, para entendernos,
el sello autoral, confirmado, se desata gracias al dominio más apabullante de la técnica.
El segundo título más comentado, tanto después de aquella -mágica- proyección, como al día siguiente en la rueda de prensa:
'La dolce vita'. Ni más ni menos. Y sin miedo, que en parte de esto trata todo. La secuencia cronológica primero nos descubre, en el año 1960, a Marcello Rubini, periodista que persigue a la crème de la crème de la sociedad de su país entre las fiestas de la noche romana. En el año 2014, más de medio siglo después, el objetivo está fijado en un ático de la misma urbe, iluminado por el gigantesco cartel publicitario de una famosa bebida. En este escenario tiene lugar una gran celebración. El escritor y periodista Jep Gambardella, que se cobijó por primera vez bajo la sombra del Coliseo hará ya 40 años (y que desde entonces no se ha movido de ahí... literalmente), celebra por todo lo alto -nunca mejor dicho- su 65º aniversario. En efecto, las cifras apuntan descaradamente hacia Fellini; Sorrentino también. Añadan a la ecuación un tercer título inexplicablemente no mencionado aquellos días en el Palais: 'Reality', la proeza llevada a cabo el año pasado por Matteo Garrone.
Como en aquella,
la cámara no puede definirse como inquieta, sino cómo grácil y habilísima atleta. Como en aquella, en la historia, que avanza flotando a través de una serie de capítulos sabiamente dispuestos,
abunda el asco. La repulsión y la tristeza despertadas por las cenizas de lo que una vez llegó a ser asombroso. La repugnancia, no obstante, también empleada como inevitable motivación para captar lo maravilloso (una vez más en el cine italiano, la alianza de los grandes autores con la berlusconiana Medusa Films ayuda a comprender la faena).
El objeto de estudio convertido en el mejor catalizador de los distintos estados de ánimo. Que no asusten las internal jokes, el mal que padece el alma es universal. 53 años después de 'La dolce vita', se confirman los peores pronósticos. Roma no ha muerto (por algo es la ciudad eterna), pero la trampa está en que
lo imperecedero es tan falso (y tóxico) como el botox o, si se prefiere, como las sonrisas de los snobs que pueblan esta película. Está claro: la melancolía a la hora de hablar de esta juventud -postizamente- permanente, sale sola. La garra y las ganas de saltar a la yugular, también. Por supuesto,
no queda títere con cabeza, pero las decapitaciones se ejecutan, la mayoría de veces, con una cálida sonrisa en la cara del verdugo.
Después del break con el amanerado Sean Penn en la muy discutida 'Un lugar donde quedarse', Sorrentino vuelve a asociarse con su actor fetiche, el
inmenso Toni Servillo. Éste -sorpresa- sonríe y deleita a los oídos con su voz melosa. Como casi todo en el filme, esto es pura fachada, porque nunca antes el sabor de su presencia había sabido combinar tan bien tanto lo ácido, lo cáustico y, también, lo dulce (la fórmula, que conste, lleva perfeccionándose desde aquel sorprendente golpe titulado 'Las consecuencias del amor'). El personaje al que da vida se mueve y observa; detiene y reanuda el cómputo del tiempo cuando más le interesa y hace que a través de sus gestos y declaraciones fluyan
el amor, el odio, la vida, la muerte y, claro está, Roma, ahora mismo uno o dos peldaños por encima de lo que académicamente se define como ''decadencia''. Mientras, Jep Gambardella, rey omnipotente de la mundanidad, comparte prácticamente cada plano con sus queridos trozos de carne... y Servillo no debió sentirse tan solo desde que, en 2008, decidiera ponerse en la piel de
Giulio Andreotti, en paz descanse él y el país donde se crío. Mientras, Sorrentino se toma el tiempo que haga falta (casi dos horas y media) para poder decir y, sobretodo, mostrarlo todo.
Una vez más, los números no engañan. 'La gran belleza' es, como no podía ser de otra manera,
larga, grandilocuente, excesiva, muy -quizás demasiado- consciente de ella misma y sí, también algo redundante. Pero lo es en el buen sentido, porque de esta misma forma pueden -y deben- describirse los objetivos que persigue. A través de un espectacular sentido de la fantasía,
el surrealismo más inquietante tampoco es tal, sino la infalsificable crónica del día después de la gran farra. Solo que ésta en realidad se convirtió en grotesca bacanal (y dicho sea de paso, Fellini se transformó, en un abrir y cerrar de ojos, en Visconti)... y el vino, milagrosamente, supo a Martini. Solo que entre una cosa y la otra no han pasado horas, sino décadas. Después de tanto tiempo, la música sigue sonando. Es más, todo parece estar en el mismo sitio... lo que pasa es que ahora, el cuerpo, por viejo; por decrépito, no aguanta tan bien. Ni mucho menos, pues en realidad, esta
histórica obra maestra es, con toda seguridad, la más
maravillosa y desgarradora resaca de la historia.
Nota:
9 / 10
por Víctor Esquirol Molinas