La carrera en solitario de Diego Quemada-Díez ha estado dedicada, hasta ahora, al cortometraje. Reino semi-desconocido en el que logró hacerse un nombre sobre todo gracias a 'I Want to Be a Pilot', en el que se recogía el desesperado deseo de ser piloto por parte de un niño keniano seropositivo.
El factor patetismo, obviamente, estaba presente, pero bien entendido, pues no había otra manera de recoger dicho testigo si no era a través de una carga emocional que en ningún momento hacía falta inventarse, sino más bien saber apreciar. Emocionado es precisamente cómo subió este director al escenario de la sala Debussy para presentar su primer largometraje. La voz temblorosa y los ojos llorosos eran más que comprensibles... no todos los días se consigue debutar en el certamen cinematográfico más prestigioso del mundo.
De modo que ahí estábamos, en aquella superdotada 66ª edición del Festival de Cine de Cannes. Aquel mismo día habíamos tenido ocasión de despertarnos con la -extraordinaria- película que a posteriori cosecharía el Premio a la Mejor Interpretación Masculina. También habíamos podido seguir con las buenas sensaciones (¡y de qué manera!) con el filme que acabaría conquistando ni más ni menos que la Palma de Oro. El listón no estaba precisamente bajo. Aun así, después de la proyección de 'La jaula de oro', que así es como se titula la ópera prima de Quemada-Díez, la Debussy estaba en pie, aclamando a todos sus protagonistas y pidiendo a grito pelado que lo que acababan de ver estuviera representado en el Palmarés de la sección Un Certain Regard... sin dejar de preguntarse si no hubiese sido mejor empaparse de esta gran ración de cine en la Sección Oficial a Competición.
Más allá de posibles mosqueos con la organización, quedó en el espectador el imborrable recuerdo surgido de la
descubierta inesperada de un talento que, a pesar de su poco rodaje, presentaba un avanzadísimo estado de eclosión. 'La jaula de oro' es, en cuanto a planteamiento, una repetición de la celebrada -y algo sobrevalorada- ópera prima de Cary Fukunaga, 'Sin nombre'.
Los interminables itinerarios ferroviarios de América Central como camino a seguir para abofetearnos con el también interminable drama de la inmigración. Sin concesiones y con una crudeza que pone los pelos de punta. Como se ha dicho unas líneas más arriba, antes de la presentación oficial, Diego Quemada-Diez estaba visiblemente emocionado, pero más que por el abrumador honor de presentar su obra en un escenario tan impresionante como aquel en el que se encontraba, lo estaba por aquello que transmitió a la audiencia: por la posibilidad de
contar la historia olvidada (por insoportablemente atroz) de una gente olvidada.
Misión cumplida, gracias sobre todo a un
trío protagonista entregado a la causa (merecidísimo Premio al Mejor Reparto de la sección Un Certain Regard), a una
técnica de filmación excelsa (el director y co-guionista tiene poca experiencia como capitán de barco, sí, pero se ha empapado directamente en numerosas ocasiones del trabajo súper-dotados de la talla de Alejandro González Iñárritu) y a un tono tan cruel como el destino... y tan justo que
aflora, de manera terrorífica, la más cruel de las injusticias. En esa ocasión nos tocó acompañar a tres chavales que ni siquiera se acercan a la adolescencia, pero su historia es en realidad la de miles de personas que cada día se queda sin escribir. La de Juan, Chauk y Sara (esas
tres almas que se convirtieron en simples trozos de carne desde el mismo momento en que decidieron emprender el viaje de Guatemala a los Estados Unidos) queda brillantemente inmortalizada merced a un compromiso inquebrantable que sabe apoyarse sin miedo alguno en un uso magistral de la técnica cinematográfica.
La ficción (?) más intensa se mezcla brillantemente con el documental más desgarrador y en esta trepidante odisea, cada respiro o breve momento en que asoma la bondad humana es rápidamente compensado por un horror que, directamente (y no queda otra) clama al cielo. No se puede hablar de golpes de efecto porque éstos no están ahí para noquear a la audiencia (aunque éste sea efectivamente el efecto causado) sino para estamparnos, muy honestamente, una situación que, por mucho que le demos la espalda (en esto estamos) sigue estando ahí. Hablamos, por supuesto, de la insoportable indefensión del ser humano ante el propio ser humano. No es que haya monstruos -que también- es que todo en sí es una monstruosa monstruosidad. El oro, queda claro, se lo quedan unos pocos... en cambio en esta jaula cabe todo el mundo. Diego Quemada-Díez, queda claro también, lo sabe; se ha empapado de ello, y por esto se pone
tan doloroso como -nos guste o no- necesario.
Nota:
7,4 / 10
por Víctor Esquirol Molinas