Viernes noche, ha terminado el cole, el insti y cualquier horario laboral. Todo el fin de semana por delante... y como siempre, toca empezarlo con la reunión familiar de rigor. Porque mamá, papá y los hijos se quieren los unos a los otros, pero también porque
los adultos no tienen nada mejor que hacer, y porque los más pequeños todavía son peques. Ya menos; cada día menos, pero digamos que todavía lo suficiente como para quedarse en casa sin rechistar... demasiado. A ojos de cualquier forastero, parecería que en el salón se está llevando a cabo una ronda de
aquel clásico juego que, a lo largo de su existencia, tantas amistades y, claro, familias, ha destruido. Tres personas sentadas; una permanece de pie. Seis ojos clavados en ésta última, la cual no para de gesticular de forma exagerada. El silencio es absoluto, tanto como la atención puesta en la exhibición de mímica.
El espectador, que se cree más listo de lo que realmente es, lo tiene claro, e intenta adivinar el título de la película... hasta que empieza a sospechar que tal vez no sea tan inteligente como sus ideas preconcebidas le habían inducido a pensar. De modo que se traga el orgullo (porque no le queda otra), y tras unos segundos de breve autoevaluación mental, decide prestar -verdadera- atención a la escena... solo para darse cuenta de que
lo que aparentaba ser un juego, a fin de cuentas es una realidad ante la cual no pueden hacerse bromas. ¿O quizás sí? Pues sí, claro, ¿o acaso éste no es un país libre? Adelante, pues, con las risas. Y con las lágrimas, y con las broncas, y con las reconciliaciones, y con los abrazos, y con los besos... y con esas últimas sonrisas que sin mediar palabra, tanto explican. Éstas son, efectivamente, las vivencias de una familia cualquiera... solo que esta familia tiene algo que la distingue de las demás. (¿Y cuál no?)
Todos sus componentes, excepto uno, son sordomudos. Son los Bélier,
entrañable conjunto de entrañables personas en una no menos entrañable localidad de provincias francesa. La gente de dicha comunidad, tan bonachona como ignorante (con todo lo bueno y lo malo que esto último implica) ha sabido encontrar, con el tiempo, un espacio propio ideal para que dicha ''anomalía'' tenga cabida en su muy pacífico (e igualmente anodino) día a día. Todo en orden; todo paz y harmonía, hasta que... sucede lo inevitable. Es casi una cuestión de gravedad: tarde o temprano, el outsider tiene que dejar claros sus rasgos distintivos; todo aquello que le distingue de lo(s) demás, y claro,
la reivindicación suele saldarse en un choque de trenes en el que, como era de esperar, hay víctimas más o menos mortales. Pues en este mismo cruce de vías se sitúa Eric Lartigau para su última película.
Después de perpetuar uno de los peores crímenes que el cine europeo haya infringido hacia sus espectadores ('Los infieles', así se tituló aquella aberración), el cineasta parisino vuelve a la dirección en solitario para reivindicar de nuevo una marca propia que, visto lo visto, tardará en recuperarse. El problema de 'La familia Bélier' no está en ese humor (tan típicamente francés, por cierto) que tan
a menudo confunde la irreverencia con el mal gusto más ofensivo (véase en el caso que ahora nos concierne, y a modo de ejemplo, el trabajo de una Karin Viard empeñada en hacer del lenguaje de signos y de la gilipollez un mismo gesto), si no en la
demasiado inconsistente gestión del material con el que trabaja. Es como si quien mueve los hilos se hubiera dado cuenta de todas las posibilidades que proporciona el punto de partida... mucho después de que éste se haya abandonado.
Porque como sucedía en aquella escena con la que nos hemos topado al principio, el conjunto de apariencias, simplemente simpáticas, encierran
un contenido que parece ir en contra de la naturaleza de un producto asentado en las bases del crowd-pleaser. No todo es tan bobo como parece... solo que al final, sí. Para entendernos, Lartigau filma un coming of age que pretende ahondar en los problemas de comunicación de icha etapa vital en el seno de cualquier familia que se precie, solo que por el camino queda irónicamente retratado en la certeza de que no hay peor sordo que aquel que no quiere escuchar. Los malabarismos entre la libertad del individuo y las jaulas de la colectividad (representados en una muy atractiva concatenación de conflictos cuyos contendientes van cambiando constantemente de rol) se convierten, a la larga, en
una tópica sucesión de chistes de sobremesa (la carrera política del padre de familia) y golpes de efecto de un trasfondo emocional demasiado elemental (ese número musical de clausura). Hora y media después, y como casi siempre en estos casos, nos quedamos mudos (por puro aburrimiento, o indiferencia, o rabia, o terror...), pues una vez más, se nos ha intentado hacer creer que con la misma superficie de siempre, basta para a llegar hasta unas profundidades que existen, pero como si no.
Nota:
4 / 10
por Víctor Esquirol Molinas
@VctorEsquirol