'Kiki, el amor se hace' - El sabor del higo
La cena de ayer fue muy extraña. Marta, esa medio prima, medio amiga tuya de toda la vida, montó una fiesta en su casa, el motivo del cual no quedó del todo claro. Ningún cumpleaños, ni santo, ni comunión se divisaba en el calendario, y que tú supieras, recientemente tampoco se había producido nada que mereciera ser celebrado. Pero bueno, que tampoco estabas para poner demasiadas preguntas. Disfrutabas de la compañía de Marta y ella con la tuya. Todo lo demás no importaba... ¿o si? Porque cuando te plantaste allí, aquello estaba más desierto que el Sahara... y más húmedo que el Amazonas. Ni rastro de los invitados. Ni estaban ni se les esperaba. Sólo Marta. Y tú. Y Marta... y tú. La temperatura en aquel piso no era normal. El calor era volcánico, y la ropa como que empezaba a sobrar... Y la comida... Aquella comida... Aquella comilona. No faltaba nada, porque el hambre, y la sed, eran insaciables. Para ello, nada mejor que un poco de jugo de sandía, y lechecita, claro está. Y salchichas, y peras, y pirulos tropicales, y almejas, y melones... ¡qué melones! Los estrujaste, y te adueñaste cual poseso de todos los higos que te cabían en la boca. Ella, mientras, atacaba otras frutas de la pasión, y te enseñaba, de paso, todos los usos que se le pueden dar a la morcilla de Burgos.
No os quedasteis embarazados (los dos, sí) de milagro, pues no había protección posible ante la lascivia de aquellas miradas, de aquellas mordeduras, de aquellos lametones. Ríase usté del sexo tántrico... aquello lo superaba todo. ¿Pero qué pasó exactamente? ''Joder, ¿pero mojaste o no?'', te preguntan a ti; ''A ver tía, ¿hubo temita?'', le inquieren a ella. En ambos casos, la respuesta es la misma. Silencio, acompañado, cómo no, de la más tonta de las sonrisitas. Una de esas que dan ganas de borrar con un señor puñetazo que haga saltar, ya puestos, algún que otro piño. Pero oiga, que le quiten a uno/a lo bailao', porque el sexo (o el amor, qué más da) no se comenta... se hace. Y punto. Porque ahí está el placer, y porque en el año 2016 de nuestro Señor, el tema ése nos sigue dando un corte del copón. Lo que pasa en la cama es como lo que pasa en Las Vegas: está de putísima madre (en teoría), pero ahí se queda. Al salir, ni mu del pecado. Por suerte, ahí está la invención más intrusiva de todas (esto es, la cámara) para entrar donde en principio no se debe, para tirar de la manta, para levantar lo que haga falta, par hablar de lo que nos ruboriza... en definitiva, para que al final de la sesión, hayamos aprendido algo sobre aquello que siempre quisimos saber, pero no nos atrevimos a preguntar. Por suerte, detrás (y delante) del instrumento del voyeur se encuentra Paco León, que con éste su tercer largometraje sigue consagrándose como uno de los talentos más frescos y potentes de nuestra cinematografía. Después del imprescindible díptico de presentación de ''Carmina'', en el que realidad, ficción y familia formaban parte del mismo lazo sanguíneo, el cómico nacido en Sevilla da un paso más en el camino para auto-definirse como lo que cada vez está más claro que es: un -puto- genio de los cojones, y perdón por la vulgaridad, pero hay temas con los que no deberían emplearse palabras no-ofensivas. Consciente de ello, el director, co-guionista y co-protagonista de la cinta deja claro, ya desde la primera escena, que no tiene miedo a dar ese pequeño / gran paso: el que nos lleva de la blancura de la insinuación a la suciedad del polvo. Hemos venido a lo que hemos venido (dígase claro: a follar, ¿no?), y a pesar de que, al fin y al cabo, no nos engañemos, mandan los imperativos del cine no necesariamente comercial, pero sin duda comercializable, es de aplaudir el que no se perciba miedo alguno a la hora de abordar algunos de los mayores tabús impuestos por la misma industria. Recordemos, sino, la infame 'Cincuenta sombras de Grey', despropósito rematado por la -irrisoria- castidad con la que se trataban temáticas supuestamente tan picantes y, por lo visto, tan insoportablemente incómodas. En este último aspecto es donde Paco León se crece. Tanto él como, claro está, sus genitales, cuya forma cuadriculada se impone en la presentación y posterior desarrollo de los distintos frentes, cada uno en forma de atracción sexual inconfesable. No lo olvidemos, nos movemos entre sábanas, es decir, donde la atracción se convierte muy fácilmente en fobia. Así, palabrotas como Dacrifilia, Elifilia, Somnofilia y Harpaxofilia (exacto, se puede ser guarro y estiloso a la vez, y si no, atentos a la fotografía de Kiko de la Rica) se convierten en la excusa ideal, no sólo para articular la coralidad del texto, sino también para activar las risas en el patio de butacas y obviamente, para poner a prueba los limites del espectador. No en vano, en uno de los pocos aspectos en que 'Kiki, el amor se hace' no es irregular es a la hora de desconcertar, tanto para mal como, sobre todo, para bien. No solo en la manera de bascular entre una historia y la otra, sino a la hora de explorar las posibilidades que éstas ofrecen... sin pensar demasiado, durante el proceso, en unas consecuencias que de ninguna manera pueden detectarse en el caliente de la cama. No hay dudas al respecto, el amor, o lo que sea esto, se hace. Es precisamente en el propio acto cuando empieza a intuirse esa falta de complejos que a la larga se antoja imprescindible a la hora de intentar ir más allá de la sonrisa abofeteable, antes comentada. Porque de saber encajar la tan temida charla post-coito va también la cosa... y de reírse, a más no poder, con todo ello. Faltaría más. Y fuera miedos. Paco León salta a la vista que no entiende de esto. Cada vez que se lanza a la piscina (es decir, en prácticamente cada escena) lo hace con el convencimiento de que los errores que pueda cometer (que haberlos, los hay, tanto en el plano conceptual como en su posterior ejecución), van a quedar tapados, o incluso completamente borrados, a base de aciertos. Tanto en lo que a cantidad como a lo que a calidad se refiere. Tanto a la hora de sacarle el máximo jugo a un elenco de ensueño (húmedo) como, y esto era lo más complicado, a la hora de encontrarle un sentido a esta deshinibición generalizada, que bien podría haberla experimentado el mismísimo Almodóvar de los inicios. Al final de los 100 minutos, los números no engañan, esta celebración ''erótico-festiva'' de la diversidad deja claro que ésta debe darse tanto dentro como fuera de la sala de cine. Para ello, y estemos donde estemos, larga vida al genio de las pelotas.Nota: 6,5 / 10
por Víctor Esquirol Molinas
@VctorEsquirol