Todo festival cinematográfico que se precie necesita por lo menos una película que despierte aquel concepto del que tanto se nutren este tipo de citas: la polémica. La división extrema de opiniones, escenificada casi siempre en la clásica confrontación entre abucheos y aplausos al final de la sesión de turno. Cannes, el certamen de certámenes no escapa a la regla, es más, va hacia ella con el mismo ímpetu con el que los críticos van a cebarse con, pongamos, los vampiros que brillan a la luz del sol. No es de extrañar, al fin y al cabo el barullo y las peleas venden, atraen todavía más la atención mediática (véase cualquiera de las manifestaciones de los últimos días) y, por qué no decirlo, hacen que el debate cinéfilo siga vivo mucho después de que la película de la discordia se haya proyectado.Hace dos años, en la Coisette, el filme que mejor ilustró este espíritu acabó llevándose la Palma de Oro. Fue la prodigiosa 'El árbol de la vida', esperadísimo (esa era la tercera ocasión, después de dos fiascos consecutivos, en la que se anunciaba a bombo y platillo la presentación de dicha cinta) regreso de Terrence Malick después de seis años de ausencia. Este año, el encargado de interpretar el mismo papel no logró reeditar el éxito en el palmarés (sí lo haría pocos meses más tarde en Sitges, donde conquistaría el Premio a la Mejor Película, a la Mejor Dirección, el Premio de la Crítica y el Méliès de Plata, y escenario en el que, por cierto, la polémica se la apropió, para sorpresa de todos, Rob Zombie), pero sí ser tanto el objeto de adoración extrema como el blanco de todos los puñales afilados por parte de la misma prensa especializada. Objetivo cumplido. Dicho de otra manera, si éste no hubiera sido el resultado más inmediato de 'Holy Motors', entonces hablaríamos de lo que sin lugar a dudas sería un estrepitoso fracaso.
Y es que si antes hablábamos de un ilustre reaparecido (a pesar de que sigan existiendo rumores concerniendo a su no-existencia), ahora hacemos lo mismo refiriéndonos a otro resucitado cuyo larguísimo exilio del mundo del largometraje (trece años si no contamos el muy premonitorio capítulo de la película por episodios 'Tokyo!') hizo que los fanáticos del cine más alternativo derramaran lágrimas amargas suficientes para llenar dos o incluso tres veces el mismísimo Mar Muerto. Mesdames et messieurs, con todos ustedes, Leos Carax, ''enfant terrible'' por excelencia de la cinematografía francesa durante la década de los ochenta y para muchos heredero más distinguido de la a día de hoy todavía viva ''nouvelle vague''. Correcto, esta mezcla de palabrotas en forma de galicismos varios, desemboca en lo único en lo que podía desembocar: un cóctel potencialmente letal, jugo divino para unos; arsénico puro para otros.
Esto no es cine de autor, es cinéma d’auteur, que es más. En él encontramos a auteurs -que no autores- que sueltan perlas como: "El cine es como una isla, una isla hermosa, con un gran cementerio. Cuando se hace una película, se hace cine". Vaya-usté-a-saber qué se quiso decir con eso. La imagen posee, no obstante, cierta belleza difícil de describir; casi imposible de plasmar en palabras. En cualquier caso, allí está el atractivo, aunque éste solamente sea apreciable por unos pocos. Y en esas aparece 'Holy Motors', dígase ya, una de las joyas cinematográficas de más valor de esta temporada. El argumento ya nos da pistas de por dónde van a ir los tiros: un hombre, de profesión actor, recorre la ciudad de París subido en una limusina cargada del atrezzo necesario para ponerse en la piel de múltiples personajes: un asesino, una bestia, un moribundo, una anciana... todo vale.
Lo mismo puede aplicarse al genio definitivamente eclosionado de Carax, y más aún a su 'Holy Motors', un filme que bien podría tratar sobre la crisis de identidad del hombre moderno, o sobre la pérdida de sentido del mundo que lo envuelve... o simplemente todo podría reducirse a un colosal e irrepetible homenaje a esa profesión que hace del engaño, no sólo una forma de ganarse el pan, sino también de hacer vivir a los demás... mientras el protagonista de la función se va consumiendo. Agotado al final de la cita va a llegar un gran Denis Lavant que pone a otro nivel el concepto "tour de force". Su desgaste físico (una constante en las colaboraciones del intérprete con el director galo) y su arsenal inagotable de recursos (que lo sitúan como firme candidato a estar entre, por qué no decirlo, los mejores intérpretes de la historia) dan todavía más poder a una propuesta que ya iba sobrada en este aspecto.
Y así, esta inigualable locura, radical celebración del cine de autor (una vez más, dígase mejor auteur) en su máxima expresión, y a la que la etiqueta de "surrealista" le viene corta, triunfa en todos sus aspectos. Excelentemente rodada, la capacidad para sorprender, que va mucho más allá de su apabullante belleza estética, nunca desaparece (ni en el prodigioso intermedio que toma la forma de delicioso lipdub en una iglesia, ni en el sobrecogedor número musical de la mismísima Kylie Minogue, ni en el igualmente soberbio epílogo, tan gratuito como a la vez entonado con todo lo que se ha visto hasta entonces), y la genialidad del inventor, que se pone la máscara del maestro Georges Franju, y en ocasiones hasta se disfraza del mismísimo Buñuel, se materializa de forma anárquica, esquizofrénica y salvaje con una creatividad inagotable, haciéndonos creer de nuevo en aquel mito que dice que en el séptimo arte todo es posible. En 'Holy Motors' desde luego, lo es.
Nota:
7 / 10
por Víctor Esquirol Molinas