Casi como el multimillonario Charles Foster Kane en el lecho de muerte... Te levantaste ayer en plena noche con la frente empapada de ese apestoso sudor frío,
gritando cual poseso el título de aquel libro que tanto asocias a esa infancia perdida. Cuando recuperaste el control de ti mismo, comprobaste cuatro veces (por lo menos) que nadie hubiera presenciado tan lamentable espectáculo. Acto seguido, te abalanzaste hacia la biblioteca, en desesperada búsqueda de aquel maldito tomo... sólo para darte cuenta de que no estaba allí. Drama absoluto. A la mañana siguiente, emitiste la orden de caza y captura. Mensajes de socorro en el muro de todas las redes sociales en las que abriste una cuenta, disección del catálogo virtual de las bibliotecas de tu ciudad, llamadas telefónicas a familiares y a otra gente de confianza... Hasta que alguien respondió. Tu tío segundo por parte de prima en tercer grado.
Aquel cretino al que, no obstante, tanto cariño le tienes (y por algo será). ¿Cómo no haber pensado en él primero? Imperdonable... Pero bueno, que ya tendrás tiempo de ajustar cuentas con él cuando por fin te dé el tan ansiado...
... e-book? ¿En formato electrónico? ¿En serio? Cuando te da su reader con el libro descargado ahí y te dice que no te preocupes, que te lo presta durante el tiempo que necesites, no sabes si abrazarle o si darle un puñetazo. Al final no haces ni una cosa ni la otra. Te limitas a aceptar el regalo con la mejor cara que puedes poner y a liquidar el compromiso social de la manera más rápida e indolora posible. No hay tiempo que perder, tienes que volver rápido a casa y recuperar cuanto antes mejor el contacto con ese tan amado material sin el cual, por lo visto, no estás completo. Cuando por fin te pones a ello (no sin antes haber tomado todas las medidas necesarias para aislarte del mundanal mundo),
te das cuenta de lo desconectado que estás del siglo XXI. Has necesitado 5 minutos sólo para averiguar cómo demonios se enciende el cacharro ese... y otros 20 para captar la navegación a través de las páginas digitales. Todo esto, desde luego, no es tan intuitivo como dicen los gurús del marketing. De hecho, esto es un asco. No hay por dónde cogerlo. Pasas de un capítulo al otro sin quererlo, se te cambia el idioma solo, pierdes el punto una y otra vez y la vista se te cansa a las primeras de cambio.
Es justo en el momento en que empiezas a considerar, muy seriamente, la opción de desempolvar el muñeco vudú y usarlo contra el desgraciado de tu tío segundo por parte de prima en tercer grado, que empiezas a pillarle el tranquillo al asunto, y cuando descubres, de paso, que la cosa no está tan mal como pensabas. Realmente la lengua puede determinarse toqueteando cuatro tonterías en los ajustes generales del sistema, y al cabo de un rato, los ojos parecen haberse acostumbrado a los pixels, y en comparación, es mucho más cómodo ir de un sitio a otro con este elegante y ligerísimo dispositivo.
Una vez superados los prejuicios, las posibilidades parecen ilimitadas. Exactamente así se nos presenta la enésima revisión cinematográfica de la las Selváticas Escrituras de Rudyard Kipling, y así es, efectivamente, la nueva película de Jon Favreau, ese director que quince años y ocho películas después de su debut oficial, despierta los mismos sentimientos que ese ser querido / odiado al que no sabemos si agradecemos o si lamentamos su compañía. Como sucede en las mejores familias, vaya.
Aunque siendo justos con el personaje, después de la última reunión, la balanza se decanta mucho más a su favor.
'El libro de la selva' del año 2016 es claramente un producto de nuestra época. Suena obvio y realmente lo es, pero hay que verlo con un mínimo de espíritu analítico para entenderlo. Milagros del s. XXI, ahora mismo, para recrear una jungla entera, así como toda la fauna que la puebla, no hace falta ir más allá de los estudios en los que está instalada la productora. Pues lo de siempre en el cine, ¿no? Sí, pero llevado a otro nivel. A uno mucho más salvaje, si se prefiere. Tanto que el rodaje no necesita ir más allá de unas cuantas plantas de un edificio en pleno corazón de esa selva urbana que es Los Angeles. Donde antes entraban los decorados clásicos, el maquillaje, los animatrónicos y otros trucos del atrezo de toda la vida, aquí lo hace la pantalla verde, el diseño gráfico y las computadoras de ultimísima generación.
La artesanía ha sido sustituida por la ingeniería, solo que esta última se presenta con tal grado de sofisticación, que por el camino parece que no se haya perdido ni un gramo de romanticismo. Por una vez, los ojos no engañan, y visto lo visto, nunca mejor dicho, la tecnología no va reñida con el alma.
Lo primero es lo primero, y sin ir más allá del 2016, si alguien quiere superar el espectáculo visual que nos da este ''Libro de la selva'', tendrá que sacarse de la chistera algo parecido a los mejores efectos visuales de la historia. Cosas de contar con el músculo financiero de la que seguramente sea ahora mismo la empresa más potente de la industria. Cosas de la identidad empresarial de
una corporación que si bien trata a los periodistas como el monstruo que es (va uno a sus pases de prensa sintiéndose, primero ganado bovino y después sospechoso habitual), acostumbra a hacer justo lo contrario con su propio patrimonio, consciente de que es esta herencia cultural la principal causa de su innegable poderío económico. Pues si así tiene que funcionar el business, que así sea. Encantados de pasar por caja. El calendario, por su parte, nos dice que estamos todavía en la temporada del tsunami ''realista'' de la Disney, si es que así podemos llamar a la fiebre de la factoría del ratón Mickey por pasar todos sus mitos de la animación a lo que tradicionalmente se ha conocido como cine de ''carne y hueso''... Sin olvidar, claro está, que el cine espectáculo de hoy en día, no concibe ni una cosa ni la otra sin el paso (previo y posterior) del ordenador.
El espíritu de esta nueva-vieja historia se sitúa
lejos de, por ejemplo, la 'Maléfica' de Robert Stromberg y cerca, hasta casi quemarnos, de la 'Cenicienta' de Kennneth Branagh. En el guión firmado por Justin Marks, los únicos tics mínimamente revisionistas que se perciben están en la voluntad de pulir ciertos detalles del original que ahora caerían en la incomodidad de la incorrección política más desafortunada. Para entendernos, y para evitar problemas, la voz del Rey Louie la pone ahora una leyenda del calibre de Christopher Walken, mientras que Idris Elba se encarga del temible e igualmente emblemático Shere Khan. Fuera tensiones raciales, y todos tan contentos. Lo demás, como si no hubiera pasado el tiempo. La llama sagrada, véase la mítica partitura de George Bruns, Terry Gilkyson & Richard M. Sherman, se respeta tanto en lo vocal como en lo instrumental.
Cualquier cambio que se pueda percibir, es meramente incidental, o superficial, por aquello de adecuar el producto a los ojos de las nuevas generaciones. Así es como se hace, básicamente, un remake modélico.
Jon Favreau tiene siempre en mente que el referente es Larry Clemmons (recordemos, el director del clásico animado Disney) y no Rudyard Kipling. Como si del juego del teléfono se tratara,
el mensaje primigenio ha quedado desdibujado hasta darnos otro más comprensible y digerible para las exigencias y sensibilidades del presente. Cualquier lectura colonial que se pudiera dar a la historia se ha remplazado aquí por una serie de apuntes filo-ecologistas que potencian la empatía con el producto, a la vez que evita conflictos que podrían dañar el rendimiento del film en taquilla. La jugada es redonda, tanto sobre el papel como en
una pantalla engrandecida no sólo por la pirotecnia visual, sino por la casi perfecta conciencia familiar que Favreau imprime en la propuesta. La nostalgia, la comicidad y la entrañabilidad se mezclan a ritmo frenético (tanto que no queda tiempo para lamentar la pobre resolución de algunas situaciones que, por el contrario, y por lo general, sí están muy bien planteadas) para que la diversión fluya a través de esta irresistible celebración de un pasado que no pierde la ocasión para reivindicar su inmortalidad.
Por intervención semi-divina de una técnica siempre a caballo entre la fantasía y la realidad, y que nos hace creer en la magia de lo palpable; por obra y gracia también del oficio de un grupo de personas que ha sabido ver que los negocios de la era digital también pueden emitir calor humano. Y que no se apague el fuego.
Nota: 7 / 10
por Víctor Esquirol Molinas
@VctorEsquirol