Después de que los piratas del Caribe capitaneados por Johnny Depp y Penélope Cruz desembarcaran en La Croisette, no debieron ser pocos los que creyeron que ahí se acabarían las concesiones al cine hollywoodiense por parte del Festival de Cine de Cannes, que por identidad, es una celebración a la que se supone cierta alergia a los productos que configuren el mainstream del séptimo arte. Pero la organización tenía escondida en la manga una propuesta similar, que en el fondo fue agradecida -al menos antes de su proyección- por parte de una crítica que a aquellas alturas de certamen ya empezaba a sentir los efectos del conocido como cine de autor. Al fin y al cabo, ahí estaba una película que teóricamente no debía exigir ningún tipo de esfuerzo extraordinario para su digestión.
Dejando de lado el verdadero poco calado mediático del filme (tenemos a Jodie Foster, que ejerce de directora... y que lleva tiempo sin tener un peso importante en alguna cinta mínimamente interesante; está también Mel Gibson, que últimamente aparece más en la prensa rosa -y amarilla- que en la cinematográfica, y cuya carrera hace años que suscita mucho más interés cuando está detrás de las cámaras), todo estaba listo en el Palais des Festivals para extender una vez más la rentable alfombra roja del glamour, lo cual, sumado a los avances vistos hasta el momento, hacía suponer que ante nosotros aguardaba una cinta que haría de su intrascendencia su principal atractivo.
Y esto que la premisa de la que arranca la película en cuestión es sin lugar a dudas estimulante y ofrece no pocas oportunidades atractivas. "El complejo de castor", así es como se ha traducido el título de la cinta en determinados países, haciéndose así referencia al curioso comportamiento que presenta su protagonista, encarnado por un versátil y más que correcto Mel Gibson. El personaje responde al nombre de Walter Black, un apellido que juega un papel ciertamente cínico, al ser éste un indicativo perfecto de cómo ve el pobre hombre su existencia. ¿Pobre? Sí. A pesar de vivir en una casa espectacular, de tener una familia aparentemente modélica y de triunfar en el mundo de los negocios, no hay nada que levante el ánimo de este hombre permanentemente sumido en un terrible estado depresivo.
Pero resulta que cuando Mr. Black toca fondo (incluidas dos tentativas frustradas de suicidio), va a recibir la oportuna y milagrosa ayuda del que quizás sea el mejor psicólogo del mundo... una marioneta con forma de castor. Así de surrealista, estúpido... e interesante al mismo tiempo. ¿Es una táctica empleada a la desesperada para salir del hoyo? ¿Es la distancia perfecta entre el paciente y sus aspectos negativos? ¿Es un ente sobrenatural que realmente está tomando el control de la persona que supuestamente debería manejarlo? Muy hábilmente, no se da ninguna respuesta clara, alargándose así el enigma y de paso la curiosidad por la historia.
La lástima es que Jodie Foster como directora y Kyle Killen como guionista no aguanten la presión y opten por coger el camino fácil. Esto es, ofrecer un producto de incuestionable capacidad para entretener, pero tontorrón y acobardado a la hora de la verdad. Cuando el maldito monigote amenazaba con meter mano al todavía ansiado american way of life, se raja y acaba destapando un cursi y sobadísimo ensalzamiento de la concepción más clásica de la familia, que ya se sabe, es un auténtico coñazo cuando se está en la cima, pero que es una red de seguridad cojonuda cuando empieza la caída libre. Palabra de castor.
El balance general del periplo de esta familia típicamente atípica -valga la paradoja-, se salda con un resultado de sabor agridulce. Por un lado, fracasa estrepitosamente a la hora de desarrollar los frentes que en un principio más interés podían suscitar: ahí está el del primogénito que intenta por todos los medios distanciarse de una figura paternal a la que se asemeja cada día más, así como la posible historia de amor con una compañera de instituto, que desgraciadamente acaba proporcionando cantidades de azúcar no aptas para diabéticos. Por el contrario, sería faltar a la verdad no comentar que detrás de tanta moralina se hallan pequeños motivos para la alegría, como un Mel Gibson en plena forma, o una interesante comicidad con un toque tétrico. Aunque lo más importante es que los pronósticos no se equivocaban: la terapia de hora y media que nos pide 'El castor' es tan olvidable como a la postre agradablemente distraída. No hay que pedirle más al buen doctor.
Nota:
5 / 10
por Víctor Esquirol Molinas