''Los muertos vivientes existen.'' ¿En cuántos libros / cómics / series / películas... habremos oído esta frase para presentar una historia de terror? Al final acaba uno por creérselo. Es más, se acaba creyendo hasta en las maldiciones, algo en lo que el cine lleva insistiendo desde su creación. Una de las favoritas en la cultura popular es la que rodea a uno de los superhéroes más famosos de la historia, aquel a quien Homer Simpson rezaba en los momentos de máxima necesidad (y en lo que fue una de las blasfemias más divertidas jamás emitidas en televisión): Superman. Mucho prometía la carrera del joven Brandon Routh cuando fue elegido para dar vida a la versión del Hombre de Acero de Bryan Singer, pero todas las expectativas no tardarían en desvanecerse.
Y es que poco importan los nombres vinculados a cualquier proyecto relacionado con el súper hombre provinente del planeta Krypton, pues casi todos ellos acaban sucumbiendo a su maldición, quedando sus carreras (y hasta sus vidas) más destrozadas que la ralla del pelo de Clark Kent después de una de sus sesiones de transformismo. En efecto, al bueno de Brandon Routh no le han ido precisamente bien las cosas en el terreno profesional, al haber estado este actor vinculado principalmente a proyectos olvidables, en el mejor de los casos... y horrendos en el peor. 'Dylan Dog: Los muertos de la noche' pertenece más bien a esta segunda categoría, y empieza, cómo no, advirtiéndonos de que ''Los muertos vivientes existen.''
Existen al menos en la única ciudad en todo el planeta en la que podrían existir. Nueva Orleans, joya de la corona de la vieja Louisiana, viva y esplendorosa imagen de la elegancia -muy sui generis- y sobre todo de la decadencia. Es una urbe que acostumbra a despertarse tarde... muy tarde. Tanto como lo haría cualquier persona en plena resaca. Nunca mejor dicho, al ser NOLA la ciudad que realmente vive de noche, y por ende, aquella en la que vampiros, hombres lobo, zombies y otras criaturas del averno tienen la libertad sistémica para campar a sus anchas. Al fin y al cabo, ¿quién les distinguiría de una persona ''normal'' (si es que este concepto existe allí) en Nueva Orleans? Nadie... excepto el intrépido, guaperas e irresistible detective Dylan Dog.
El personaje de cómic de Tiziano Sclavi da el salto a la gran pantalla de manos del semi-novato Kevin Munroe, apadrinado por los hermanos Weinstein en su correcto pero discretísimo debut, 'Tortugas Ninja jóvenes mutantes'. Hablando de los fundadores de Miramax, es imposible ver 'Dylan Dog: Los muertos de la noche' sin que aborde la memoria el recuerdo de aquel caballo ganador (en lo que a dinero se refiere, obviamente) y desbocado que fue en sus primeros años Dimenson Films. El laboratorio de experimentos de Bob se convirtió en la década de los noventa en una fábrica de hcaer dinero, merced sobre todo al olfato para las ganancias del pequeño de los Weinstein, que contrariamente a lo que siempre proclamaba su hermano mayor, nunca le hizo ascos al fast-food cinematográfico.
El segundo filme de Kevin Munroe rezuma al peor legado de Dimension Films. Se trata de un producto que, si bien hay que admitirle el que nunca pretenda ocultar su condición de Serie B (aunque podríamos irnos mucho más atrás en el abecedario), y hasta en momentos muy puntuales sabe sacar partido a este factor, parece empeñado en no querer salir de la basura en la que ha decidido sumergirse desde el primer minuto. Lo mismo que el pobre desdichado que, tras descubrir su condición de no-muerto, decide abalanzarse sobre un container para marcarse un festín antológico de gusanos, cucarachas, y alimentos en pleno estado de descomposición, no sin antes recordar lo bueno que era el caviar. Es triste... pero gracioso al mismo tiempo.
Es esta comicidad (latente especialmente en la historia más o menos paralela del gul Marcus, que no obstante no borra la decepción de ver desaparecido el factor ''Groucho Marx'', que tanta vida le daba a la criatura de Tiziano Sclavi) es la que permite albergar un mínimo -minúsculo- rayo de esperanza en este filme que a veces parece estar dirigido e ideado por el Bowfinger el Pícaro de Frank Oz. Film noir en el que no falta ninguno de los elementos del género (una ola de crímenes por resolver, una ruina de detective privado, unos malos que se les ve a la legua, una femme fatale -en proyecto-, una voz en off...), también se las ingenia para que no ignoren la convocatoria otros lugares comunes del terror fantástico.
El resultado de este cóctel explosivo es una cinta muy deudora del universo televisivo de Alan Ball (en su versión vampiresca de 'True Blood', claro está) y por encima de éste, del de Joss Whedon, en lo concerniente a su dupla híper-rentable Buffy & Ángel. Pero como ya sucediera con el espejo Dimension, el reflejo vuelve a ser de un feísmo que resulta ser lo único que asusta. Así, ni el encanto de una de las mejores ciudades del mundo consigue aportar argumentos a favor de las aburridas -y a demasiado a menudo ridículas- aventuras de Super Brandon Routh y compañía, en lo que es un refrito pop irritante y tan nocivo como podría serlo, por citar un ejemplo, una ración reconcentrada de kryptonita para Superman.
Nota:
3 / 10
Por Víctor Esquirol Molinas