Perdonen si parece que me pierdo en la anécdota, pero puede que en los Estados Unidos, al igual que en la mayoría de países supuestamente ''serios'', la actividad empiece a unas horas que, en los países ''no-tan-serios'', se atribuyen más a la impagable compañía de las sábanas, el colchón y otros amigos de la somnolencia matutina. Puede que ver una película poco después de las ocho de la mañana, por mucha cinefilia que se lleve en la sangre, no sea el mejor plan con el que se pueda uno topar. En cualquier caso, Park City, por muy ilocalizable que sea en cualquier mapamundi, es un pueblo dejado de la mano de Dios que se encuentra en Utah, esto es, en el corazón (por no decir ''culo'') de los Estados Unidos. Ahí, las proyecciones de su más famoso festival cinematográfico empiezan justo cuando el mercurio del termómetro empieza a descongelarse por obra y gracia de los primeros -y más que bienvenidos- rayos solares. A la gente de ahí parece no importarle demasiado dicho horario, pero mientras, los vendedores de cafeína, se forran.
Dando pequeños pero intensos sorbos al café (o lo que fuera aquello) entramos muchos en el Eccles Theatre para ver cómo se portaba una de las mayores atracciones de aquella edición de Sundance. Las legañas poblaban todavía nuestros ojos, y se palpaba el peligro de dormirse, a las primeras de cambio, en alguna de las cómodas butacas de aquel cine (o lo que fuera aquello). El reloj lo confirmaba: estábamos, efectivamente, en los Estados Unidos. Y por si todavía persistían dudas, apareció el ''showtime''. Joseph Gordon-Levitt irrumpió en el escenario, rebosando una energía y un buen humor impropios de aquella franja horaria. Ayudó a levantar los ánimos, sin duda. ''¡Vaya!'', exclamó, ''¿Qué demonios hacéis aquí? ¿No deberíais estar durmiendo?'' Entonces, la estrella cometió un error que para otros hubiera sido imperdonable:
se río, muy ostentosamente, de su propia broma, antes de que lo hiciera el público. No importó, porque, efectivamente, el gallinero estalló en una carcajada providencial para el despertar general.
El maestro de ceremonias (se vio claro desde su aparición triunfal)
se creía mucho más guapo, listo y divertido de lo que realmente era, pero precisamente en este alarde de cara dura estaba parte -significativa- de su encanto. Más importante todavía: gracias a su arrojo, saber estar, presencia y, sobre todo, gracia, consiguió que en casa de Robert Redford saltara a la palestra, una vez más, el tema estrella de aquel año por aquellas latitudes. Con el permiso de Jack Kerouac, pongámonos en situación. Se tiene que estar en un entorno tranquilo en el que nada ni nadie vaya a molestarnos. Hay que controlar el grado de luminosidad hasta alcanzar el punto ideal y volver a comprobar, por si acaso, que ningún ser vivo osará invadir nuestro espacio vital. A continuación, toca calentar ligeramente la mano. La buena, claro. Mirar a izquierda y derecha, fijar la vista en nuestro querido objeto de deseo (en su defecto, cerrar los ojos)... y proceder.
Hay quien lo llama acostarse consigo mismo; hay quien se refiere a ello como la única manera de hacer el amor con quien realmente se ama, pero el caso es que el noble arte del onanismo ha sido, desde tiempos ancestrales, una fuente inagotable de placer para aquellas personas que o bien no encuentran a su media naranja, o bien se aburren, o bien se sienten más a gusto navegando entre sus más secretas e inconfesables fantasías. El proceso es tan universal que negar su práctica habitual sería como negar que Joseph Blatter es más de Messi que de Cristiano Ronaldo. A lo que íbamos y a lo que fuimos. Los segundos (o minutos, o cuartos de hora, o...) sagrados en los que transcurre el no menos sagrado tocamiento de las aún más sagradas partes íntimas resulta ser uno de los rasgos más distintivos de la
personal y ligeramente gamberrilla revisión Donjuanesca llevada a cabo por Joseph Gordon-Levitt, quien aparte de dar vida al personaje en cuestión delante de las cámaras, debuta en el largometraje en calidad de director y guionista.
'Don Jon’s Addiction' (''La adicción de Don Juan'', título originalísimo del filme que ahora nos ocupa) nos habla precisamente de esto, de las adicciones de
un Don Juan moderno que como tal parece salido de la mismísima Jersey Shore, y se vale de herramientas como las redes sociales para llevar a cabo sus fechorías. Entre los vicios irrefrenables de tan singular personaje se encuentra el cuidado y culto a su propio cuerpo, las fiestas en discotecas, las visitas a la iglesia para purgar de forma rápida y segura sus pecados... y el porno. Porque hasta los más machotes tienen que darle duro al manubrio. El que ahora nos concierne tal vez lo haga muchas más veces de lo que en realidad le pide su voraz mástil, y éste va a ser precisamente uno de los mayores obstáculos que deberá superar a la hora de conquistar el corazón de la que tiene todos los números para convertirse en el gran amor de su vida.
Acompañado por la exuberancia de Scarlett Johansson y por la agudeza de Julianne Moore, Gordon-Levitt tira de carisma y se luce en su papel de
macarrilla tan casposo y despreciable como, a la postre, adorable. Detrás de las cámaras firma la obra de alguien cuyo talento todavía espera la eclosión final, pero que sin duda ya atestigua la madera suficiente como para
reírse de los clichés del género (genial el acaramelado cameo al efecto de Anne Hathaway y Channing Tatum)
y no caer después en ellos. Así, entre nalgas, pechos operados y falsos gemidos orgásmicos transcurre una comedia romántica cuya lascivia frontal no debería tapar su falta de mordiente; cuya potente presentación formal no debería ocultar su controversia con impacto casi nulo (olvídense de ver aquí el si acaso insinuado puñetazo a la carnaza caduca de nuestros tiempos). Aun así,
sobresale, por encima de cualquier posible queja, el excelente sentido del ritmo, el sabio aprovechamiento de la anécdota, el buen racionamiento de la irreverencia y el magnetismo del alumno, sin duda adquirido de los maestros con los que ha tenido la suerte de trabajar.
'Don Jon', mejor no engañarse,
se cree mucho más guapo, y listo, y divertido (y ágil, y valiente, y especial, y...) de lo que realmente es, lo cual no quita que sea poseedor de todas estas virtudes. Las apariencias son traicioneras sí, pero en la cantidad, no en la calidad. Aceptamos. Porque viendo a Mr. Gordon-Levitt engominado, enfundado en una camiseta imperio y gruñéndole a su calco Tony Danza, se le quita a uno el sueño y las penas. O porque comprobar, por enésima vez, que no hay manera humana de que Julianne Moore no nos enamore, tiene los mismos efectos reconfortantes. O porque, en este tipo de propuestas, saber encontrar
el punto intermedio entre el manual y el toque personal (y en esto último, salta a la vista, por el tipo de sonrisas en la audiencia, que estamos ante un producto más de autor que de estudio) es algo más que un simpático alivio De momento, es una manera ideal para darle un nuevo aire a una carrera artística que acaba de ponerse aún más interesante. Y ya pueden todas las pajas del mundo ir aniquilando al factor humano, que este pequeño placer no nos lo quita nadie.
Nota:
6 / 10
por Víctor Esquirol Molinas